José R. López Padrino 16 de agosto de 2018
Con la
llegada de la peste militar bolivariana al poder (1998) las fuerzas militares y
de seguridad del Estado han practicado la tortura y tratos crueles,
desapariciones forzadas, así como ejecuciones extrajudiciales de manera
sistemática e impune. Representan un proyecto perverso que aliena,
institucionaliza la tortura y el sicariato político y que pretende rescribir la
historia desde la impunidad, desde la censura de la memoria, desde la
deformación de la realidad y del olvido.
Aplicando
la dicotomía “amigo-enemigo” interno (lenguaje del jurista Nazi Carl Schmitt),
el gorilato bolivariano ha institucionalizado la represión, la tortura y hasta
la muerte como parte del libreto represivo de la Doctrina de la Seguridad
Nacional. Las torturas y humillaciones a las que ha sido sometido el diputado
Juan Requesens no son un hecho aislado, cientos de presos políticos han corrido
con igual infortunio a manos de los esbirros del Sebin, la Dgcim y el Cicpc.
Muchos
de ellos han muerto en la cámara de torturas como fue el caso de Nadis Orozco
quien falleció a consecuencia de los traumatismos cráneo-encefálicos
ocasionados por los verdugos de Gustavo González López en el Sebin. Terrorismo
de Estado que se aplica no sólo en términos instrumentales para acallar y
eliminar al enemigo, sino que es parte de la concepción facho-bolivariana de la
política, es la destrucción no sólo de las instituciones establecidas sino de
todos aquellos que son obstáculo para su “nuevo orden” dictatorial.
El
“humanismo bolivariano” lejos de erradicar las aborrecibles prácticas del
pasado las ha profundizado e institucionalizado. Centros de reclusión como el
Sebin, la Dgcim y el Cicpc son antros de perversidad donde se ejercita la
tortura libremente. Además, hay que mencionar los centros clandestinos de
detención (CCD), instalaciones secretas empleadas por el Sebin y la Dgcim en
colaboración con las bandas armadas del régimen donde torturan a los detenidos.
Prácticas
como el aislamiento en calabozos lúgubres, el uso de bolsas de plástico para
producir asfixia, arrancarles partes del cabello (el helicóptero), descargas
eléctricas (la parrilla), privación del sueño (la tumba), sumergir al
interrogado en agua hasta casi ahogarlo (submarino), desnudez forzada, amenazas
de carácter sexual hasta violaciones y muchas otras atrocidades similares a las
realizadas por los regímenes dictatoriales del Cono Sur del siglo pasado. El
fascismo avanza a paso redoblado sobre la sumisión de los justos.
Mediante
la construcción de un lenguaje comunicacional “Goebbeliano”, y de un discurso
descalificador sobre sus víctimas, el régimen pretende hacer ver que la
violencia y la tortura orientada a exterminar a la disidencia política sea
percibida como algo saludable para el país y no como una aborrecible violación
de los derechos humanos.
La
idea es que todo disidente es un enemigo abyecto de la nación y del pueblo al
cual hay que combatir y destruir; frente a la patria amenazada, hay que
aniquilar a la “antipatria” a fin de restablecer “la paz ciudadana y continuar
sembrando el amor bolivariano”.
Para
el proyecto facho-bolivariano la violencia es la base de su poder político. El
ejercicio de la violencia a partir de la represión, la tortura y eventualmente
el asesinato son partes entrañables de su ADN político. Paradigmáticamente
asumen que la acción violenta, debe reemplazar a la razón.
Impresiona
que la pesadilla represiva que nos tocó vivir como militante de izquierda en
los años sesenta y setenta del siglo pasado haya vuelto en pleno siglo XXI de
la mano de una izquierda promiscua amante del autoritarismo, del partido único,
de los métodos represivos, de la venganza. Estos falsarios ideológicos
justifican, y hasta aplauden las sistemáticas violaciones de los derechos
humanos que en tiempos pasados defendían con vehemencia. Una izquierda pútrida
que renunció a sus principios y hoy lame la pestilente bota militar.
José
R. López Padrino
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