Alberto Barrera Tyszka 13 de agosto de 2018
Antes
hablaba con pajaritos, ahora lo persiguen artefactos voladores con material
explosivo. Los días del presidente de Venezuela han cambiado mucho. El chavismo
ha consolidado una sociedad brutalmente opaca donde, incluso, la palabra
magnicidio necesita comillas. Lo ocurrido el 4 de agosto, cuando uno de los
drones supuestamente destinados a atacar a Nicolás Maduro explotó en el aire,
ha terminado envuelto por una marea de confusión generalizada.
Desde
hace mucho, los venezolanos nos quedamos sin verdad, sin la posibilidad de
acceder y aceptar una verdad confiable, capaz de convertirse en un bien común.
Mucho ya se ha dicho y escrito sobre lo que ocurrió o no ocurrió o quizás pudo
ocurrir ese sábado de la semana pasada en Caracas. Hay versiones para todos los
gustos y ansiedades. Hay denuncias de conspiraciones de todo tipo y en todos
los bandos. Abundan los expertos instantáneos. El periodismo serio y riguroso
se ve obligado a convivir con el periodismo que se dedica a frivolizar las
tragedias. Las versiones se multiplican, desdibujando cada vez más lo sucedido.
Lo
realmente importante ya no es el atentado, o el supuesto atentado, sino lo que
pasó después: la operación simbólica que intenta aprovechar una incierta
amenaza de muerte para fundar un nuevo mito.
Escribo
incierta porque, en rigor, aun si fuera real, más que una amenaza fue ensayo,
un amago bastante fallido, un error que estalló lejos y antes de tiempo. De
hecho, la amenaza es tan lejana que no existe, ni siquiera, un plano visual que
muestre en conjunto la explosión y la tarima donde se encontraban Maduro y los
otros altos representantes de su gobierno. La imagen del dron incendiándose en
el aire siempre aparece aislada, flotando en cualquier cielo. Estas dos
situaciones solo se ponen en relación a través de una narrativa articulada
desde el poder. El peligro aparece en el discurso posterior, no en los hechos.
Ni
siquiera los rostros de los amenazados expresan el apremio, la proximidad de un
riesgo, de un impacto letal. El video no miente: hay desconcierto, perplejidad,
un desorden que, por momentos, tiene algo de picaresca; hay incluso una
sonrisita asomándose en el rostro de la primera dama, mientras el ministro de
Defensa, al ver el caos, tan solo da un brinquito hacia atrás. La alarma está
en otro lado. El peligro se fabrica en la retórica oficial. Al narrar ese
momento, Nicolás Maduro pretende levantar una épica mayúscula, intenta darle al
suceso una dimensión colosal, titánica.
Ni
Ronald Reagan, quien además había sido actor de Hollywood, trató de realizar un
performance como este después de sufrir un atentado en 1981. Al entonces
presidente de Estados Unidos le dispararon seis veces: hirieron a tres de sus
hombres y a él le dejaron una bala en un pulmón. Pero ni siquiera con eso
Reagan salió luego en la televisión a decir frases parecidas a las que ha
pronunciado Maduro.
“Le vi
la cara a la muerte. Vi a la muerte al frente mío y le dije: ‘No me ha llegado
la hora’. ‘Vete de aquí, muerte’”, dice que dijo después de que, a 70 metros de
distancia, vio que el dron se deshacía como una bomba de humo. Maduro intenta
construir su propia heroicidad. Imita la secuencia del Chávez enfermo, en mitad
de una misa, hablándole directamente a Dios.
Se
presenta como un guerrero feroz sobre la tarima, atento y preocupado por sus
compañeros, enfrentando valientemente un salvaje ataque terrorista. Distribuye
sin pudor un exceso de adjetivos y repite demasiadas veces que se salvó de
milagro. Luego recalca que querían matarnos a todos, que trataron de asesinar
al país, que buscaban aniquilar la democracia. Es un procedimiento que trata de
combatir el inmenso rechazo que tiene la población hacia la figura del
mandatario. Es un intento por presentar a Maduro no como verdugo sino como
víctima, como símbolo plural de un país abatido por la crisis.
Estamos
ante una maniobra calculada y ejecutada con mucha precisión. Después del sábado
4 de agosto, hubo otro atentado, un golpe simbólico desarrollado con bastante
eficacia. Nicolás Maduro apareció, en cadena nacional, sentado solo junto a una
mesa moderna y amplia. Tras él, se alzaba un enorme retrato de Simón Bolívar.
Pero la imagen de Hugo Chávez no estaba por ningún lado. Fue expulsada de la
clásica iconografía que ha dominado todos estos años los espacios de poder en
Venezuela. Por primera vez, el Comandante no estaba simbólicamente presente. Lo
habían desaparecido. Lo bajaron del altar.
No
solo fue un efecto visual. También fue sacado de la historia. Desde el comienzo
de su alocución, Maduro dejó claro que él era el único centro del relato.
Estableció que jamás los venezolanos habíamos dirimido nuestras diferencias
políticas con intentos de magnicidios. Realizó un breve recuento de los pocos
ataques a presidentes en la reciente vida del país y, sin embargo,
curiosamente, se saltó a Hugo Chávez. Por supuesto que habló del golpe de 2002,
pero fue en términos generales, sin demasiada precisión a propósito de
magnicidios. Tampoco mencionó cuando, en 2009, Chávez denunció que habían
intentado asesinarlo.
Se
presentó en la tv, aseguró que tenía pruebas, que sabían quiénes eran los
culpables. Pero nada de esto apareció en el discurso de Maduro. La figura del
“Comandante Eterno” también sufrió un atentado esta semana.
Nicolás
Maduro está tratando de construir su propio mito. No solo aprovecha el suceso
para satanizar a toda la oposición, para establecer en Colombia al enemigo
externo, para tratar de presentarse ante el mundo como el defensor de la
democracia, de la diversidad política y de la paz, sino que además también
pretende consagrarse, comenzar a desarrollar un culto a su alrededor. “Mi vida
les pertenece a cada uno de ustedes, compatriotas”, dice. “Todo lo que me quede
de esta vida nueva, la daré por este país”.
Ahora
Maduro también quiere ser mesías. Quiere disfrazar con himnos las estadísticas.
El país vive en un devastador proceso de hiperinflación y, pese a la trágica
escasez de alimentos y medicinas, su gobierno se ha negado a aceptar ayuda
internacional. Diariamente, alrededor de cinco mil personas tratan de huir de
Venezuela mientras, de todas las formas posibles, el chavismo sigue
persiguiendo a cualquier adversario político. Ha ocupado las instituciones y ha
adulterado los procesos democráticos. Ha militarizado la vida pública,
reprimido y criminalizado las protestas populares. Ha detenido y torturado a
ciudadanos inocentes. Nicolás Maduro y su gobierno son responsables de varias
masacres ejecutadas por fuerzas de seguridad, así como de los más de 500
homicidios cometidos en las llamadas Operaciones de Liberación del Pueblo (OLP).
La
película de Nicolás Maduro en contra de los drones asesinos tiene también su
contraparte. La película de Juan Requesens, por ejemplo, acusado de estar
involucrado en el supuesto magnicidio, detenido y secuestrado de forma ilegal
por los cuerpos de inteligencia. Las imágenes donde se ve al joven diputado,
casi desnudo y en situación denigrante, retratan de manera cruda la otra
versión del país, el relato no oficial de un pueblo que vive en situación de
atentado permanente, dominado y sometido por la fuerza del Estado.
Los
venezolanos, dentro y fuera del país, debemos seguir haciendo visible esa otra
historia, la que muestra a Nicolás Maduro, no como el héroe que sobrevive a un
ataque delirante, sino como el autócrata que, cada día, hunde más a su país en
la miseria, en la violencia y en el silencio.
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