Francisco Fernández-Carvajal 05 de abril de 2019
— La
enseñanza de Jesús. Cada cristiano debe dar testimonio de su doctrina.
—
Imitar al Señor. Ejemplaridad. No desaprovechar ni una sola ocasión.
—
Diversidad de formas de dar a conocer las enseñanzas de Jesús. Contar con las
situaciones difíciles.
I. Este
verdaderamente es el profeta que había de venir... Jamás ha hablado nadie así1.
El Señor habla con gran sencillez de las cosas más profundas, y lo hace de modo
atrayente y sugestivo. Sus palabras eran comprendidas tanto por un doctor de la
ley como por los pescadores de Galilea.
La
palabra de Jesús es grata y oportuna. Insistía con frecuencia en la misma
doctrina, pero buscaba las comparaciones más adecuadas a quienes le oían: el
grano de trigo que debe morir para dar fruto, la alegría de encontrar unas
monedas perdidas, el hallazgo de un tesoro escondido... Y con imágenes y
parábolas ha mostrado de modo insuperable la soberanía de Dios Creador y, a la
vez, su condición de Padre, que trata amorosamente a cada uno de sus hijos.
Nadie como Él ha proclamado la verdad fundamental del hombre, su libertad y su
dignidad sobrenatural, por la gracia de la filiación divina.
Las
multitudes le buscaban para oírle, y muchas veces era necesario despedirlas
para que se marcharan. Cristo tiene palabras de vida eterna2,
y nos ha dejado el encargo de transmitirlas a todas las generaciones hasta el
fin de los tiempos.
También
hoy las gentes están sedientas de las palabras de Jesús, las únicas que pueden
dar paz a las almas, las únicas que enseñan el camino del Cielo. Y todos los
cristianos participamos de esta misión de dar a conocer a Cristo. «Todos los
fieles, desde el Papa al último bautizado, participan de la misma vocación, de
la misma fe, del mismo Espíritu, de la misma gracia... Todos participan activa
y corresponsablemente –dentro de la necesaria pluralidad de ministerios– en la
única misión de Cristo y de la Iglesia»3.
Es
mucha la urgencia de dar a conocer la doctrina de Cristo, porque la ignorancia
es un poderoso enemigo de Dios en el mundo y es «causa y como raíz de todos los
males que envenenan a los pueblos»4.
Esta urgencia es aún mayor en los países de Occidente, como ha señalado
repetidas veces el Papa Juan Pablo II: «Nos encontramos en una Europa en la que
se hace cada vez más fuerte la tentación del ateísmo y del escepticismo; en la
que arraiga una penosa incertidumbre moral, con la disgregración de la familia
y la degeneración de las costumbres; en la que domina un peligroso conflicto de
ideas y movimientos»5.
Cada
cristiano debe ser testimonio de buena doctrina, testigo –no solo con el
ejemplo: también con la palabra– del mensaje evangélico. Y debemos aprovechar
cualquier oportunidad que se nos presente –sabiendo también provocar, con
prudencia, esas ocasiones– con nuestros familiares, amigos, compañeros de
profesión, vecinos; con aquellas personas que tratamos, aunque sea por poco
tiempo, con ocasión de un viaje, de un congreso, de unas compras, de unas
ventas...
Para
quien desea recorrer el camino hacia la santidad, su vida no puede ser como una
gran avenida de ocasiones perdidas, pues quiere el Señor que nuestras palabras
se hagan eco de sus enseñanzas para mover los corazones. «Es cierto que Dios
respeta la libertad humana, y que puede haber personas que no quieran
volver sus ojos a la luz del Señor. Pero mucho más fuerte, y
abundante, y generosa, es la gracia que Jesucristo quiere derramar sobre la
tierra, sirviéndose –ahora como antes y como siempre– de la colaboración de los
apóstoles que Él mismo ha elegido para que lleven su luz por todas partes»6.
II. Al
poner por obra esta reevangelización, este apostolado de la doctrina, tendremos
que insistir con frecuencia en las mismas ideas, y nos esforzaremos en
presentar las enseñanzas del Señor en forma atrayente (¡nada hay más
atrayente!). El Señor espera a las multitudes que también hoy andan como
ovejas sin pastor7,
sin guías y sin dirección, confundidas entre tantas ideologías caducas. Ningún
cristiano debe quedar pasivo –inhibirse– en esta tarea, la única verdaderamente
importante en el mundo. No caben las excusas: no valgo, no sirvo, no tengo
tiempo... La vocación cristiana es vocación al apostolado, y Dios da la gracia
para poder corresponder.
¿Somos
verdaderamente un foco de luz, en medio de tanta oscuridad, o estamos aún atenazados
por la pereza o los respetos humanos? Nos ayudará a ser más apostólicos y
vencer los obstáculos el considerar en la presencia del Señor que las personas
que se han cruzado en el camino de nuestra vida tenían derecho a que les
ayudásemos a conocer mejor a Jesús. ¿Hemos cumplido con ese deber de
cristianos? Ojalá no puedan reprocharnos –en esta vida o en la otra– que los
hayamos privado de esa ayuda: hominem non habeo8,
no he tenido quien me diera un poco de luz entre tanta oscuridad.
La
palabra de Dios es viva y eficaz, penetrante como espada de dos filos9,
llega hasta lo más hondo del alma, a la fuente de la vida y de las costumbres
de los hombres.
Cierto
día –narra el Evangelio de la Misa de hoy– los judíos enviaron a los guardias
del Templo para prender a Jesús. Cuando regresaron, y ante la pregunta de sus
jefes: ¿Cómo no lo habéis traído?, los guardias respondieron: Jamás
nadie ha hablado así10.
Es de suponer que aquellos sencillos servidores estuvieron un rato entre la
gente, esperando el momento oportuno para prender al Señor, pero se quedaron
maravillados de la doctrina de Jesús. ¡Cuántos cambiarían la actitud si
nosotros lográramos dar a conocer la figura de Cristo, la verdadera imagen que
profesa nuestra Madre la Iglesia! ¡Qué ignorancia tan grande, después de veinte
siglos, la de nuestro mundo e incluso la de muchos cristianos!
San
Lucas dice de Nuestro Señor que comenzó a hacer y a enseñar11.
El Concilio Vaticano II enseña que la Revelación se llevó a cabo gestis
verbisque, con obras y palabras intrínsecamente ligadas12.
Las obras de Jesús son obras de Dios hechas en nombre propio. Y la gente
sencilla hacía comentarios: Hemos visto cosas increíbles13.
Los
cristianos debemos mostrar, con la ayuda de la gracia, lo que significa seguir
de verdad a Jesús. «Quien tiene la misión de decir cosas grandes (y todos los
cristianos tenemos esa dulce obligación de hablar de seguir a Cristo), está
igualmente obligado a practicarlas», decía San Gregorio Magno14.
Nuestros amigos, parientes, colegas de trabajo y conocidos nos han de ver
leales, sinceros, alegres, optimistas, buenos profesionales, recios, afables,
valientes... A la vez que con sencillez y naturalidad mostramos nuestra fe en
Cristo. «Se necesitan –dice Juan Pablo II– heraldos del Evangelio expertos en
humanidad, que conozcan a fondo el corazón del hombre de hoy, participen de sus
gozos y esperanzas, de sus angustias y tristezas, y al mismo tiempo sean
contemplativos, enamorados de Dios. Para esto se necesitan nuevos santos. Los
grandes evagelizadores de Europa han sido los santos. Debemos suplicar al
Señor que aumente el espíritu de santidad en la Iglesia y nos mande nuevos
santos para evangelizar el mundo de hoy»15.
III.
«Algunos no saben nada de Dios..., porque no les han hablado en términos
comprensibles»16.
De muchas maneras podemos dar a conocer amablemente la figura y las enseñanzas
de Jesús y de su Iglesia: con una conversación en la familia, participando en
una catequesis, manteniendo con claridad, caridad y firmeza el dogma cristiano
en una conversación, alabando un buen libro o un buen artículo... En ocasiones,
con el silencio que los demás valoran, o escribiendo una carta sencilla dando
las gracias a los medios de comunicación social por un trabajo acertado...
Siempre hace bien a alguien, quizá de un modo que nunca pudimos sospechar. En
cualquier caso, cada uno debemos preguntarnos en este rato de oración: «¿cómo
puedo ser más eficaz, mejor instrumento?, ¿qué rémoras estoy poniendo a la
gracia?, ¿a qué ambientes, a qué personas podría llegar, si fuera menos cómodo
–¡más enamorado de Dios!– y tuviera más espíritu de sacrificio?»17.
Hemos
de tener en cuenta que muchas veces tendremos que ir contra corriente,
como han ido tantos buenos cristianos a lo largo de los siglos. Con la ayuda
del Señor, seremos fuertes para no dejarnos arrastrar por errores en boga o
costumbres permisivas y libertinas, que contradicen la ley moral natural y la
cristiana. Y también entonces hablaremos de Dios a nuestros hermanos los
hombres, sin perder una sola oportunidad: «Veo todas las incidencias de la vida
–las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las grandes
encrucijadas de la historia– como otras tantas llamadas que Dios dirige a los
hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones, que se nos
ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con nuestras
palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos (Cfr. Lc 9,
55).
»Cada
generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para
eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus
iguales, a fin de darles a conocer, con don de lenguas, cómo deben
corresponder a la acción del Espíritu Santo, a la efusión permanente de las
riquezas del Corazón divino. A nosotros, los cristianos, nos corresponde
anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el
mensaje antiguo y nuevo del Evangelio»18.
Siempre,
y de modo especial en las situaciones más difíciles, el Espíritu Santo nos
iluminará, y sabremos qué decir y cómo nos hemos de comportar19.
1 Jn 7,
46. —
2 Jn 6,
58. —
3 A.
del Portillo, Fieles y laicos en la Iglesia, EUNSA, Pamplona 1969,
p. 38. —
4 Juan
XXIII, Enc. Ad Petri cathedram, 29-VI-1959. —
5 Juan
Pablo II, Discurso, 6-XI-1981. —
6 A.
del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 7. —
7 Mc 6,
34. —
8 Jn 5,
7. —
9 Heb 4, 12. —
10 Jn 7, 45-46. —
11 Hech 1, 1. —
13 Lc 5,
26. —
14 San
Gregorio Magno, Regla pastoral 2, 3. —
15 Juan
Pablo II, Discurso al Simposio de Obispos Europeos,
11-X-1985. —
16 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 941. —
17 A.
del Portillo, Carta pastoral, 25-XII-1985, n. 9. —
18 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 132. —
19 Cfr.
Lc 12, 11-12.
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