Francisco Fernández-Carvajal 20 de octubre de
2019
@hablarcondios
— Los bienes temporales y la esperanza sobrenatural.
— El desprendimiento cristiano.
— Nuestra esperanza está en el Señor.
I. Se acercó uno al
Señor1 para pedirle que interviniera en un asunto de herencias.
Por las palabras de Jesús, parece que este hombre estaba más preocupado por
aquel problema de bienes materiales que atento a la predicación del Maestro. La
cuestión planteada, ante el Mesías que les habla del Reino de Dios, da la
impresión de ser al menos inoportuna. Jesús le responderá: Hombre,
¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? A continuación,
aprovecha la ocasión para advertir a todos: Estad alerta y guardaos de
toda avaricia, porque aunque alguien tenga abundancia de bienes, su vida no
depende de aquello que posee. Y para que quedara bien clara su doctrina les
expuso una parábola. Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha,
hasta tal punto que no cabía en los graneros, Entonces, el propietario pensó
que sus días malos se habían acabado y que tenía segura su existencia. Decidió
destruir los graneros y edificar otros más grandes, que pudieran almacenar
aquella abundancia. Su horizonte terminaba en esto; se reducía a descansar,
comer, beber y pasarlo bien, puesto que la vida se había mostrado generosa con
él. Se olvidó –¡como tantos hombres!– de unos datos fundamentales: la inseguridad
de la existencia aquí en la tierra y su brevedad. Puso su esperanza en estas
cosas pasajeras y no consideró que todos estamos en camino hacia el Cielo.
Dios se presentó de improviso en la vida de este rico
labrador que parecía tener todo asegurado, y le dijo: Necio, esta misma
noche te reclaman el alma; lo que has preparado, ¿para quién será? Así ocurre
al que atesora para sí y no es rico ante Dios.
La necedad de este hombre consistió en haber puesto su
esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y
pasajero como los bienes de la tierra, por abundantes que sean. La legítima
aspiración de poseer lo necesario para la vida, para la familia y su normal
desarrollo no debe confundirse con el afán de tener más a toda
costa. Nuestro corazón ha de estar en el Cielo, y la vida es un camino que
hemos de recorrer. Si el Señor es nuestra esperanza, sabremos ser felices con
muchos bienes o con pocos. «Así, pues, el tener más, lo mismo para los pueblos
que para las personas, no es el fin último. Todo crecimiento tiene dos sentidos
bien distintos. Necesario para permitir que el hombre sea más hombre, lo
encierra en una prisión desde el momento en que se convierte en el bien
supremo, que impide mirar más allá. Entonces los corazones se endurecen y los
espíritus se cierran; los hombres ya no se unen por amistad, sino por interés,
que pronto les hace oponerse unos a otros y desunirse. La búsqueda exclusiva
del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser, y se opone
a su verdadera grandeza. Para las naciones, como para las personas, la avaricia
es la forma más evidente de un subdesarrollo moral»2.
El amor desordenado ciega la esperanza en Dios, que se ve entonces como algo
lejano y falto de interés. No cometamos esa necedad: no hay tesoro más grande
que tener a Cristo.
II. La Sagrada
Escritura nos amonesta con frecuencia a tener nuestro corazón en Dios: Tened
dispuesto el ánimo, vivid con sobriedad y poned vuestra esperanza en la gracia
que os ha traído la revelación de Jesucristo3,
exhortaba San Pedro a los primeros cristianos. Y San Pablo aconseja a
Timoteo: A los ricos de este mundo encárgales... que no pongan su
confianza en la incertidumbre de las riquezas, sino en Dios, que abundantemente
nos provee de todo para que lo disfrutemos4.
El mismo Apóstol afirma que la avaricia está en la raíz de los males y
muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y se
atormentan a sí mismos con muchos dolores5.
La Iglesia lo sigue recordando en el momento presente: «Estén todos atentos a
encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo, y un
apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica, les impida la
prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del
Apóstol: Los que usan de este mundo no se detengan en eso, porque los
atractivos de este mundo pasan (cfr. 1 Cor 7, 31)»6.
El desorden en el uso de los bienes materiales puede
provenir de la intención, cuando se desean las riquezas por sí
mismas, como si fueran bienes absolutos; de los medios que se emplean
para adquirirlas, buscándolas con ansiedad, con posibles daños a terceros, a la
propia salud, a la educación de los hijos, a la atención que requiere la
familia... El desorden que da lugar a la avaricia puede estar también en la
manera de usar de ellas: si se emplean solo en provecho propio, con
tacañería, sin dar limosna.
El amor desordenado a los bienes materiales, pocos o
muchos, es un grave obstáculo para seguir al Señor. El desprendimiento y el
recto uso de lo que se posee, de aquello que es necesario para el sostenimiento
de la familia, de los instrumentos de trabajo, de aquello que es lícito poseer
para el descanso, de lo que se debe prever para el futuro –sin agobios, con la
confianza siempre puesta en Dios–, es un medio para disponer el alma a los
bienes divinos. «Si queréis actuar a toda hora como señores de vosotros mismos,
os aconsejo que pongáis un empeño muy grande en estar desprendidos de todo, sin
miedo, sin temores ni recelos. Después, al atender y al cumplir vuestras
obligaciones personales, familiares... emplead los medios terrenos honestos con
rectitud, pensando en el servicio a Dios, a la Iglesia, a los vuestros, a
vuestra tarea profesional, a vuestro país, a la humanidad entera. Mirad que lo
importante no se concreta en la materialidad de poseer esto o de carecer de lo
otro, sino en conducirse de acuerdo con la verdad que nos enseña nuestra fe
cristiana: los bienes creados son solo eso, medios. Por lo tanto, rechazad el
espejuelo de considerarlos como algo definitivo»7.
Si estamos cerca de Cristo, poco nos bastará para
andar por la vida con la alegría de los hijos de Dios. Si no nos acercamos a
Él, nada bastará para llenar un corazón siempre insatisfecho.
III. «En
cierta ocasión –cuenta un amigo sacerdote–, hace ya muchos años estaba pasando
una corta temporada de prácticas militares en el pueblo más alto de Navarra.
Estas prácticas las hacíamos aprovechando la pausa de nuestros estudios.
Recuerdo que cuando estaba yo en aquel pueblecito llamado Abaurrea, se presentó
allí un alférez nuevo, flamante. Se presentaba al jefe para que le dijera a qué
unidad iba destinado. Volvió diciendo que el jefe le había dicho que tenía que
ir a Jaurrieta y que, así, como sin darle importancia, le había insinuado que
tenía que tomar un caballo e irse en él (...). El nuevo estaba muy inquieto y
toda la cena estuvo hablando del caballo, preguntando cosas, pidiendo algún
consejo práctico. Entonces, uno de los que había allí dijo:
»—Tú lo que tienes que hacer es montarte sereno, con
tranquilidad y que no se dé cuenta el caballo de que es la primera vez que
montas. Esto es lo decisivo (...).
»Al día siguiente, por la mañana, muy temprano,
estaban en la puerta, esperando al oficial recién incorporado, un soldado con
su caballo y con otra cabalgadura para llevar la maleta, El alférez montó en el
caballo y, por lo visto, el caballo se dio cuenta en el acto de que era la
primera vez que montaba, porque, sin más, se lanzó a una especie de pequeño
trote, con cara de alarma del alférez. El caballo se paró cuando quiso, y se
puso a comer en uno de los lados de la carretera... por más que el alférez
tiraba de las riendas inútilmente. Cuando el caballo lo creyó oportuno, se puso
de nuevo a caminar por la carretera y, de cuando en cuando, se paraba; luego
daba un trotecito, mientras el jinete miraba a los lados, con cara de susto. En
esta situación venían en dirección contraria un equipo de Ingenieros que estaba
enrollando un cable, para un tendido de luz. Y entonces los del cable le
preguntaron:
»—¿Tú, a dónde vas? Y dijo el jinete con gran verdad y
con una filosofía verdaderamente realista:
»—¿Yo? Yo iba a Jaurrieta; lo que no sé es dónde va
este caballo... (...).
»Quizá también si a nosotros se nos preguntase de
sopetón: “¿Tú a dónde vas?”, podríamos decir: “Yo, yo iba al amor, yo iba a la
verdad, yo iba a la alegría; pero no sé dónde me está llevando la vida”»8.
¡Qué estupendo sería –si alguien nos preguntara, «¿tú
a dónde vas?»– poder decir: Yo voy a Dios, con el trabajo, con las dificultades
de la vida, con la enfermedad quizá!... ¡este es el objetivo, donde han de
llevarnos los bienes de la tierra, la profesión,...! ¡todo! ¡Qué pena si
hubiéramos constituido en un bien absoluto, lo que solo debe ser un medio!
Examinemos hoy al terminar nuestra oración si la profesión es un medio para
encontrar a Dios, si los bienes, cualesquiera que sean, nos ayudan a ser mejores...
Jesucristo nos enseña continuamente que el objeto de
la esperanza cristiana no son los bienes terrenos, que la herrumbre y
la polilla corroen y los ladrones desentierran y roban9,
sino los tesoros de la herencia incorruptible. Cristo mismo
es nuestra única esperanza10.
Nada más puede llenar nuestro corazón. Y junto a Él, encontraremos todos los
bienes prometidos, que no tienen fin. Los mismos medios materiales pueden ser
objeto de la virtud de la esperanza en la medida en que sirvan para alcanzar el
fin humano y el fin sobrenatural del hombre. Solo son eso: medios. No los
convirtamos en fines.
Nuestra Señora, Esperanza nuestra, nos
ayudará a poner el corazón en los bienes que perduran, ¡en Cristo!, si acudimos
a Ella con confianza. Sancta Maria, Spes nostra, ora pro nobis.
1 Lc 12,
13-21. —
2 Pablo
VI, Enc. Populorum progressio, 26-III-1967, 19. —
3 1
Pdr 1, 13. —
4 1
Tim 6, 17. —
5 1
Tim 6, 10. —
6 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 42. —
7 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 118. —
8 A.
G. Dorronsoro, Tiempo para creer, pp. 111-112. —
9 Mt 6,
19. —
10 1
Tim 1, 1.
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