Francisco Fernández-Carvajal 28 de octubre de
2019
@hablarcondios
— La mujer encorvada y la
misericordia de Jesús.
— Lo que nos impide mirar al Cielo.
— Solo en Dios comprendemos la verdadera realidad de
la propia vida y de todo lo creado.
I. En el Evangelio
de la Misa1, San Lucas nos relata cómo Jesús entró a enseñar un sábado en
la sinagoga, según era su costumbre. Y había allí una mujer poseída por
un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder
enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido
por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu
enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a
Dios.
El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba
en sábado. Con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina
que libera a esta mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia
de la observancia del sábado prescrita en la Ley2,
el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana
de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado –falto de piedad–, no sabe
penetrar en la verdadera realidad de los hechos: no ve al Mesías, presente en
aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. Y no
atreviéndose a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a
Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en
ellos a ser curados y no en día de sábado. Y el Señor, como en otras
ocasiones, no calla: les llama hipócritas, falsos, y contesta
–recogiendo la alusión al trabajo– señalando que, así como ellos se daban buena
prisa en soltar del pesebre a su asno o a su buey para llevarlos a beber aunque
fuera sábado, a esta, que es hija de Abrahán, a la que Satanás ató hace
ya dieciocho años, ¿no era conveniente soltarla de esta atadura aun en día de
sábado? Aquella mujer, en su encuentro con Cristo recupera su
dignidad; es tratada como hija de Abrahán y su valor está muy
por encima del buey o del asno. Sus adversarios quedaron avergonzados, y
toda la gente sencilla se alegraba por todas las maravillas que hacía.
La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía
encadenada y de la enfermedad del cuerpo. Ya podía mirar a Cristo, y al Cielo,
y a las gentes, y al mundo. Nosotros hemos de meditar muchas veces estos
pasajes en los que la compasiva misericordia del Señor, de la que tan
necesitados andamos, se pone singularmente de relieve. «Esa delicadeza y cariño
la manifiesta Jesús no solo con un grupo pequeño de discípulos, sino con todos.
Con las santas mujeres, con representantes del Sanedrín como Nicodemo y con
publicanos como Zaqueo, con enfermos y con sanos, con doctores de la ley y con
paganos, con personas individuales y con muchedumbres enteras.
»Nos narran los Evangelios que Jesús no tenía dónde
reclinar su cabeza, pero nos cuentan también que tenía amigos queridos y de
confianza, deseosos de acogerlo en su casa. Y nos hablan de su compasión por
los enfermos, de su dolor por los que ignoran y yerran, de su enfado ante la
hipocresía»3.
La consideración de estas escenas del Evangelio nos
debe llevar a confiar más en Jesús, especialmente cuando nos veamos más
necesitados del alma o del cuerpo, cuando experimentemos con fuerza la
tendencia a mirar solo lo material, lo de abajo, y a imitarle en nuestro trato
con las gentes: no pasemos nunca con indiferencia ante el dolor o la desgracia.
Hagamos igual que el Maestro, que se compadece y pone remedio.
II. «Así encontró el
Señor a esta mujer que había estado encorvada durante dieciocho años: no
se podía erguir (Lc 13, 11). Como ella –comenta San
Agustín– son los que tienen su corazón en la tierra»4;
después de un tiempo han perdido la capacidad de mirar al Cielo, de contemplar
a Dios y de ver en Él la maravilla de todo lo creado. «El que está encorvado,
siempre mira a la tierra, y quien busca lo de abajo, no se acuerda de a qué
precio fue redimido»5.
Se olvida de que todas las cosas creadas han de llevarle al Cielo y contempla
solo un universo empobrecido.
El demonio mantuvo dieciocho años sin poder mirar al
Cielo a la mujer curada por Jesús. Otros, por desgracia, pasan la vida entera
mirando a la tierra, atados por la concupiscencia de la carne, la
concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida6.
La concupiscencia de la carne impide ver a Dios, pues solo lo verán los limpios
de corazón7; esta mala tendencia «no se reduce exclusivamente al desorden
de la sensualidad, sino también a la comodidad, a la falta de vibración, que
empuja a buscar lo más fácil, lo más placentero, el camino en apariencia más
corto, aun a costa de ceder en la fidelidad a Dios (...).
»El otro enemigo (...) es la concupiscencia de los
ojos, una avaricia de fondo, que lleva a no valorar sino lo que se puede tocar.
Los ojos que se quedan como pegados a las cosas terrenas, pero también los ojos
que, por eso mismo, no saben descubrir las realidades sobrenaturales. Por tanto,
podemos utilizar la expresión de la Sagrada Escritura, para referirnos a la
avaricia de los bienes materiales, y además a esa deformación que lleva a
observar lo que nos rodea –los demás, las circunstancias de nuestra vida y de
nuestro tiempo– solo con visión humana.
»Los ojos del alma se embotan; la razón se cree
autosuficiente para entender todo, prescindiendo de Dios (...). La existencia
nuestra puede, de este modo, entregarse sin condiciones en manos del tercer
enemigo, de la superbia vitae. No se trata solo de pensamientos
efímeros de vanidad o de amor propio: es un engreimiento general. No nos
engañemos, porque este es el peor de los males, la raíz de todos los
descaminos»8. Ninguno de estos enemigos podrá con nosotros si tenemos la
sinceridad necesaria para descubrir sus primeras manifestaciones, por pequeñas
que sean, y suplicamos al Señor que nos ayude a levantar de nuevo nuestra
mirada hacia Él.
III. La
fe en Cristo se ha de manifestar en los pequeños incidentes de un día
corriente, y ha de llevarnos a «organizar la vida cotidiana sobre la tierra
sabiendo mirar al Cielo, esto es, a Dios, fin supremo y último de nuestras
tensiones y nuestros deseos»9.
Cuando, mediante la fe, tenemos la capacidad de mirar
a Dios, comprendemos la verdad de la existencia: el sentido de los
acontecimientos, que tienen una nueva dimensión; la razón de la cruz, del dolor
y del sufrimiento; el valor sobrenatural que podemos imprimir a nuestro trabajo
diario y a cualquier circunstancia que, en Dios y por Dios, recibe una eficacia
sobrenatural.
El cristiano no está cerrado en absoluto a las
realidades terrenas; por el contrario, «puede y debe amar las cosas creadas por
Dios. Pues de Dios las recibe, y las mira y respeta como objetos salidos de las
manos de Dios»10, pero solo «usando y gozando de las criaturas en pobreza y
con libertad de espíritu, entra de veras en posesión del mundo, como quien nada
tiene y es dueño de todo: Todas las cosas son vuestras, vosotros sois
de Cristo y Cristo de Dios (1 Cor 3, 22)»11.
San Pablo recomendaba a los primeros cristianos de Filipos: Por lo
demás, hermanos, cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de íntegro,
de amable y de encomiable; todo lo que sea virtuoso y digno de alabanza,
tenedlo en estima12.
El cristiano adquiere una particular grandeza de alma
cuando tiene el hábito de referir a Dios las realidades humanas y los sucesos,
grandes o pequeños, de su vida corriente. Cuando los aprovecha para dar
gracias, para solicitar ayuda y ofrecer la tarea que lleva entre manos, para
pedir perdón por sus errores... Cuando, en definitiva, no olvida que es hijo de
Dios todas las horas del día y en todas las circunstancias, y no se deja
envolver de tal manera por los acontecimientos, por el trabajo, por los
problemas que surgen... que olvide la gran realidad que da razón a todo: el
sentido sobrenatural de su vida. «¡Galopar, galopar!... ¡Hacer, hacer!...
Fiebre, locura de moverse... Maravillosos edificios materiales...
»Espiritualmente: tablas de cajón, percalinas,
cartones repintados... ¡galopar!, ¡hacer! —Y mucha gente corriendo: ir y venir.
»Es que trabajan con vistas al momento de ahora:
“están” siempre “en presente”. —Tú... has de ver las cosas con ojos de
eternidad, “teniendo en presente” el final y el pasado...
»Quietud. —Paz. —Vida intensa dentro de ti. Sin
galopar, sin la locura de cambiar de sitio, desde el lugar que en la vida te
corresponde, como una poderosa máquina de electricidad espiritual, ¡a cuántos
darás luz y energía!..., sin perder tu vigor y tu luz»13.
Acudamos a la misericordia del Señor para que nos
conceda ese don, vivir de fe, para poder andar por la tierra con los ojos
puestos en el Cielo, con la mirada fija en Él, en Jesús,
1 Lc 13,
10-17. —
2 Cfr. Ex 20,
8. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 108. —
4 San
Agustín, Comentario al Salmo 37, 10. —
5 San
Gregorio Magno, Homilías sobre los Evangelios, 31, 8.
—
6 Cfr. 1
Jn 2, 16. —
7 Cfr. Mt 5,
8. —
8 San
Josemaría Escrivá, o. c., 56. —
9 Juan
Pablo II, Ángelus 8-XI-1979. —
10 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 37. —
11 Ibídem. —
12 Flp 4,
8. —
13 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 837.
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