Francisco Fernández-Carvajal 25 de octubre de
2019
@hablarcondios
— Dar fruto. La paciencia de Dios.
— Lo que Dios espera de nosotros.
— Con las manos llenas. Pacientes en el apostolado.
I. En las viñas de
Palestina se solían plantar árboles junto a las cepas. Y en un lugar así sitúa
Jesús la parábola que leemos en el Evangelio de la Misa de hoy1: Un
hombre tenía plantada una higuera en su viña, y vino a buscar fruto en ella y
no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar
apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba
higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué
va a ocupar terreno en balde?
La higuera simboliza a Israel2,
que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó
una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece
improductivo3 de cara a Dios. El Señor nos ha colocado en el mejor
lugar, donde podemos dar más frutos según las propias condiciones y gracias
recibidas, y hemos sido objeto de los mayores cuidados del más experto viñador,
desde el momento mismo de nuestra concepción: nos dio un Ángel Custodio para
que nos protegiera hasta el final de la vida, recibimos, quizá a los pocos días
de nacer, la gracia inmensa del Bautismo, se nos dio Él mismo como alimento en
la Sagrada Comunión, hemos tenido la oportunidad de recibir una formación
cristiana... Incontables han sido las gracias y favores del Espíritu Santo. Sin
embargo, es posible que el Señor encuentre a veces pocos frutos en nuestra
vida, y quizá, en alguna ocasión, frutos amargos. Es posible que, alguna vez,
nuestra situación personal haya podido recordar la desconsolada parábola que relata
el Profeta Isaías: Voy a cantar a mi amado el canto de la viña de mis
amores: Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la descantó y
la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre e hizo en ella
un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones4,
frutos agrios. ¿Por qué estos malos resultados, cuando todo estaba dispuesto
para que fueran buenos? San Ambrosio señala que las causas de la esterilidad
son, frecuentemente, la soberbia y la dureza de corazón5.
A pesar de todo, Dios vuelve una y otra vez con nuevos
cuidados: es la paciencia de Dios6 con
el alma. Él no se desanima ante nuestras faltas de correspondencia, sabe
esperar, pues, junto a nuestras flaquezas y a la debilidad, conoce a la vez la
capacidad de bien que hay en cada hombre, en cada mujer. El Señor no da nunca a
nadie por perdido, confía en todos nosotros, aunque no siempre hayamos
respondido a sus esperanzas.
Él mismo ha dicho que no quebrará la caña
cascada, ni apagará la mecha que aún humea7.
Y las páginas del Evangelio son un continuo testimonio de esta consoladora
verdad: las parábolas del hijo pródigo, de la oveja perdida..., el encuentro
con la samaritana, con Zaqueo...
II. Señor,
déjala todavía este año, y cavaré alrededor de ella y le echaré estiércol, a
ver si así da fruto... Es Jesús que intercede ante Dios Padre por
nosotros, que «somos como una higuera plantada en la viña del Señor»8.
«Intercede el colono; intercede cuando ya el hacha está a punto de caer, para
cortar las raíces estériles; intercede como lo hizo Moisés ante Dios... Se
mostró mediador quien quería mostrarse misericordioso»9,
comenta San Agustín. Señor, déjala todavía este año... ¡Cuántas
veces se habrá repetido esta misma escena! ¡Señor, déjalo todavía un año...!
«¿Saber que me quieres tanto, Dios mío, y... no me he vuelto loco?»10.
Cada persona tiene una vocación particular, y toda
vida que no responde a ese designio divino se pierde. El Señor espera
correspondencia a tantos desvelos, a tantas gracias concedidas, aunque nunca
podrá haber paridad entre lo que damos y lo que recibimos, «pues el hombre
nunca puede amar a Dios tanto como Él debe ser amado»11;
sin embargo, con la gracia sí que podemos ofrecerle cada día muchos frutos de
amor: de caridad, de apostolado, de trabajo bien hecho... Cada noche, en el
examen de conciencia, hemos de saber encontrar esos frutos pequeños en sí
mismos, pero que han hecho grandes el amor y el deseo de corresponder a tanta
solicitud divina. Y cuando salgamos de este mundo «tenemos que haber dejado
impreso nuestro paso, dejando a la tierra un poco más bella y al mundo un poco
mejor»12, una familia con más paz, un trabajo que ha significado un
progreso para la sociedad, unos amigos fortalecidos con nuestra amistad...
Examinemos en nuestra oración: si tuviéramos que
presentarnos ahora delante del Señor, ¿nos encontraríamos alegres, con las
manos llenas de frutos para ofrecer a nuestro Padre Dios? Pensemos en el día de
ayer..., en la última semana..., y veamos si estamos colmados de obras hechas
por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el
egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos al
Señor todo lo que espera de cada uno. Bien sabemos que, cuando no se da toda la
gloria a Dios, se convierte la existencia en un vivir estéril. Todo lo que no
se hace de cara a Dios, perecerá. Aprovechemos hoy para hacer propósitos
firmes. «Dios nos concede quizá un año más para servirle. No pienses en cinco,
ni en dos. Fíjate solo en este: en uno, en el que hemos comenzado...»13,
en el que ya falta poco para terminar.
III. En
esto será glorificado mi Padre, en que deis mucho fruto, y así seréis
discípulos míos14.
Esto es lo que Dios quiere de todos: no apariencia de frutos, sino realidades
que permanecerán más allá de este mundo: gentes que hemos acercado al
sacramento de la Penitencia, horas de trabajo terminadas con hondura
profesional y rectitud de intención, pequeñas mortificaciones en las comidas,
que manifiestan la presencia de Dios y el dominio del cuerpo por amor al Señor,
vencimientos en el estado de ánimo, orden en los libros, en la casa, en los
instrumentos de trabajo, empeño para que no influya a nuestro alrededor el
cansancio de un día intenso, pequeños servicios, a quienes estaban necesitados
de ayuda... No nos contentemos con las apariencias; examinemos si nuestras
obras resisten, por el amor que hemos puesto en ellas y por la rectitud de
intención, la penetrante mirada de Jesús. ¿Son mis obras en este momento el
fruto que corresponde a las gracias que recibo?, podríamos preguntarnos cada
uno en la intimidad de nuestra oración.
Si San Lucas sigue realmente un orden temporal en los
acontecimientos que narra, «esta parábola fue dicha inmediatamente después de la
pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus
sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre
de Siloé (Lc 13, 4). ¿Debía suponerse que esos hombres eran
especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que
no, y añade: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente.
No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la
recibe, y el pecador que, dándosele tiempo para el arrepentimiento, no hace uso
de la oportunidad, no sale mejor librado que si le hubieran lanzado
repentinamente sobre la eternidad, como a aquellos. Y en este momento llega la
parábola de la higuera, que nos advierte de un límite a la larga paciencia
de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del hortelano, que
es posible una intervención para prolongar el plazo de la tolerancia divina. No
cabe duda que esto es importante. ¿Pueden nuestras oraciones servir para ganar
al pecador un plazo que le permita arrepentirse?
»Claro que pueden»15.
Y nosotros mismos podemos interceder junto al Señor para que se prolongue
esa paciencia divina con aquellas personas que quizá, con una
constancia de años, pretendemos que se acerquen a Jesús. «Por tanto, no nos
apresuremos a cortar, sino dejemos crecer misericordiosamente, no sea que
arranquemos la higuera que aún puede dar mucho fruto»16.
Tengamos también nosotros paciencia y procuremos poner más medios, humanos y
sobrenaturales, en el trato con esas personas que parecen tardar en recorrer el
camino que lleva hasta Jesús.
Nuestra Madre Santa María nos alcanzará, en este
sábado del mes de octubre en el que tantas veces hemos acudido a Ella, la
gracia abundante que necesitan nuestras almas para dar más frutos y la que
precisan nuestros familiares y amigos para que aceleren el paso hacia su Hijo,
que los espera.
1 Lc 13,
6-9. —
2 Cfr. Os 9,
10. —
3 Cfr. Jer 8,
13. —
4 Is 5,
1-3. —
5 Cfr. San
Ambrosio, Tratado sobre el Evangelio de San Lucas, in loc.
—
6 Cfr. 2
Pdr 3, 9. —
7 Mt 12,
20. —
8 Teofilacto,
en Catena Aurea, vol. VI, p. 134. —
9 San
Agustín, Sermón 254, 3. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 425. —
11 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 6, a. 4. —
12 G.
Chevrot, El Evangelio al aire libre, Herder, Barcelona
1961, p. 169. —
13 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 47. —
14 Jn 15,
8. —
15 R.
A. Knox, Sermones pastorales, pp. 188-189. —
16 San
Gregorio Nacianceno, Oración 26, en Catena Aurea,
vol. VI, p. 135.
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