San Josemaría 26 de octubre de 2019
La
verdadera oración, la que absorbe a todo el individuo, no la favorece tanto la
soledad del desierto, como el recogimiento interior. (Surco, 460)
Yo, mientras me quede aliento, no cesaré de predicar
la necesidad primordial de ser alma de oración ¡siempre!, en cualquier ocasión
y en las circunstancias más dispares, porque Dios no nos abandona nunca. No es
cristiano pensar en la amistad divina exclusivamente como en un recurso
extremo. ¿Nos puede parecer normal ignorar o despreciar a las personas que
amamos? Evidentemente, no. A los que amamos van constantemente las palabras, los
deseos, los pensamientos: hay como una continua presencia. Pues así con Dios.
Con esta búsqueda del Señor, toda nuestra jornada se
convierte en una sola íntima y confiada conversación. Lo he afirmado y lo he
escrito tantas veces, pero no me importa repetirlo, porque Nuestro Señor nos
hace ver -con su ejemplo- que ése es el comportamiento certero: oración
constante, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana. Cuando todo sale
con facilidad: ¡gracias, Dios mío! Cuando llega un momento difícil: ¡Señor, no
me abandones! Y ese Dios, manso y humilde de corazón, no olvidará
nuestros ruegos, ni permanecerá indiferente, porque El ha afirmado: pedid
y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. (Amigos
de Dios, 247)
“No perder jamás el punto de mira sobrenatural”
“No perder jamás el punto de mira sobrenatural”
Un
remedio contra esas inquietudes tuyas: tener paciencia, rectitud de intención,
y mirar las cosas con perspectiva sobrenatural. (Surco, 853)
Procuremos,
por tanto, no perder jamás el punto de mira sobrenatural, viendo detrás de cada
acontecimiento a Dios: ante lo agradable y lo desagradable, ante el consuelo...
y ante el desconsuelo por la muerte de un ser querido. Primero de todo, la charla
con tu Padre Dios, buscando al Señor en el centro de nuestra alma. No es cosa
que pueda considerarse como pequeñez, de poca monta: es manifestación clara de
vida interior constante, de auténtico diálogo de amor. Una práctica que no nos
producirá ninguna deformación psicológica, porque -para un cristiano- debe
resultar tan natural como el latir del corazón. (Amigos de Dios, 247)
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