Ibsen Martínez 30 de octubre de 2019
Entre
las reacciones que en Venezuela han causado la ristra de movilizaciones
violentas o pacíficas que vienen estremeciendo el continente, aparte el risible
dragonear de Maduro y alguno de sus lugartenientes cuando se atribuyen, por
cuenta del muy jaleado Foro de São Paulo, el papel de instigadores a distancia
de los estallidos, está la noción, muy compartida en las redes sociales
opositoras, de que los demás sudamericanos —los chilenos, en particular— son,
si no tontos, ingenuos que no han aprendido nada de lo ocurrido en Venezuela en
los últimos 20 años.
Está
de moda entre la diáspora tuitera venezolana, se halle en el sur de Florida o
en Leganés, discurrir sobre la mar gruesa de inocultable malestar social
latinoamericana despachándola como obra de un protervo, omnipresente y
todopoderoso “internacionalismo bolivariano” teledirigido desde La Habana. No
se concibe, según este parecer, que pueda haber otras causas para las
conmociones ecuatoriana y chilena distintas de la contumacia chavista-madurista
en su afán de irrumpir desde hace 20 años en los asuntos de sus vecinos. Tan
estrecha manera de ver las cosas concuerda con la provinciana arrogancia
intelectual que ofusca a muchos de mis compañeros de exilio hasta el punto de
despachar todo lo que estremece al planeta —ya sea la revuelta barcelonesa, las
manifestaciones quiteñas, guatemaltecas y santiaguinas, pacíficas o no, las
sangrientas chapuzas de López Obrador, la marea verde colombiana o el triunfo
kirchnerista—, como un fatídico efecto de contagio del chavismo considerado
como una virulenta cepa de encefalitis populista.
Al
mismo tiempo, ya se dejan ver en las grandes plataformas las primeras
explicaciones exprés que, según Nassim Taleb, siguen indefectiblemente a los
cataclismos que hacen saltar paradigmas y sorprenden a los expertos con los
calzones en los tobillos.
Así,
se invoca como plausibles causas eficientes de la sorpresiva agitación social
latinoamericana la dupla “pobreza y desigualdad”, se oye hablar con mucho
juicio sobre corrupción, déficit de inversión social e ineptitud gubernamental.
También del anhelo mayoritario de ver ampliarse los usos democráticos y la
urgencia en alcanzar pactos políticos más inclusivos.
Todos
estos elementos han estado, por cierto, muy presentes en el programa de las
luchas venezolanas contra la tiranía chavista. Venezuela ha sido, en nuestra
región, la nación decana de las movilizaciones multitudinarias y pacíficas
criminalmente reprimidas desde el poder. Que no se haya querido verlas así ya
es otra cosa.
La
violación sistemática de los derechos humanos no puede ponerse ya en duda desde
que la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU, Michelle Bachelet,
publicó su bien averiguado e incontrovertible informe. En Venezuela actúan
comandos homicidas cuya única función ha sido sofocar la protesta popular literalmente
ametrallando en las barriadas a millares de seres humanos a quienes la jerga al
uso llama “excluidos” y “vulnerables”.
Sin
embargo, y como ya sabemos, para la biempensante izquierda reaccionaria —la
atinada expresión es de Vázquez Rial—, los millones de famélicos desplazados
venezolanos que han huido del hambre, la ineptitud y el terrorismo de Estado y
que hoy buscan refugio en una convulsa Sudamérica parecieran ser excéntricos
oligarcas aducidos por el dogma neoliberal.
No
creo, por otra parte, que cuadre hablar de una primavera latinoamericana —tal
es el sentido que muchos comentaristas extranjeros parecen darle al complejo
devenir latinoamericano en esta hora—, sino de algo que en mi cabeza veo como
el bochinche necesario en un continente que sigue siendo para las mayorías, y
digámoslo aún con Ciro Alegría, ancho y ajeno. Solo espero que la dirigencia
opositora de mi país sepa extraer las conclusiones adecuadas.
Para
hablar solamente de Colombia, la representación política del Gobierno de Juan
Guaidó en Bogotá haría bien en tomar al fin nota de la indetenible bajamar del
uribismo —casi su único interlocutor local hasta ahora—, y atender al ascenso
de las renovadoras formaciones de centro izquierda y centro derecha que de
ahora en adelante habrán de jugar un papel de creciente peso en la política de
nuestro hermano país.
Con
el apoyo de Trump o sin él, ya debería estar claro para la coalición Guaidó que
la dictadura en Venezuela va para largo y el bochinche en el vecindario
también.
Ibsen
Martínez
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