TULIO HERNÁNDEZ 4 DE AGOSTO
2013
Antes que un ejercicio político o
legislativo, ser diputado de la bancada opositora en la Venezuela de hoy
constituye básicamente un acto de valentía. Y también de humildad. O, para
decirlo con más propiedad, de estoicismo y control interior para soportar sin
responder en el mismo tono los vejámenes verbales y físicos con los que, de
manera sistemática desde que arribó al poder en 1999, el chavismo humilla,
ofende, agrede, escupe y golpea a la bancada democrática.
Un diputado o una diputada de
oposición en Venezuela corre tantos o más riesgos que un poblador de un barrio
de Caracas, infectado de bandas y delincuentes, que una noche por error llega
fuera de hora a su casa. Lo saben bien los diputados del extinto Congreso
Nacional, que en los primeros meses del gobierno rojo tenían que salir de las
sesiones escoltados y con paraguas para cubrirse de la lluvia de escupitajos y
objeto que los activistas de los círculos bolivarianos les lanzaban.
Lo sabe bien el diputado Marín, allá
por el año 2000, a quien un fanático rojo le encajó una barra de hierro en
pleno rostro y le fracturó la mandíbula. Y, más recientemente, lo sabe Julio
Borges, golpeado en plena sesión por un diputado rojo, bruto y camorrero que le
fracturó los pómulos, y María Corina Machado, que en la misma sesión terminó
igualmente golpeada, arrastrada por el piso y con fractura en la nariz.
Y ahora, luego de la sesión del 29 de
julio, lo sabe muy bien Richard Mardo, diputado por el estado Aragua, a quien
–en una evidente y flagrante violación de las leyes de la República– le fue
despojada su inmunidad parlamentaria a través de una delictiva operación
comandada por el teniente coronel Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea
Nacional, preparando el camino para encarcelarlo a través de un juicio que no
ha empezado, pero ya sentenció: ¡culpable!
Desde que comenzó su gestión en 1999,
la Asamblea Nacional, con mayoría roja, ha sido una institución absolutamente
distanciada de las funciones y los principios que las leyes le asignan al Poder
Legislativo como corazón de la democracia y representación efectiva de la
diversidad de opciones que actúan políticamente en un país. Fue convertida en
un aparato sin autonomía condenado explícitamente a cumplir las órdenes y los
deseos de Chacumbele, como premonitoriamente llamaba Teodoro Petkoff, al
presidente que se fue.
La Asamblea Nacional abandonó abiertamente
sus funciones de vigilancia del Poder Ejecutivo, y sólo en ocasiones extremas
–más como simulacro que como verdadero acto de control–, un ministro u otra
alta autoridad gubernamental ha sido interpelada e investigada como se estila
de forma cotidiana en las democracias. Y tan grande ha sido la perversión
autoritaria que, en un acto de evidente mala conciencia, sus autoridades
decidieron que a sus sesiones ordinarias sólo pueden acceder los periodistas y
las cámaras de los medios gubernamentales.
Siempre ha sido un coto cerrado del
gobierno rojo, pero con la llegada de Diosdado Cabello a su presidencia, la
Asamblea ha sufrido un cambio. Si alguna
señal de vida democrática quedaba en su seno, se ha ido perdiendo en una
atmósfera de hostilidad, persecución y malandrería que recuerda más a una
plantación bananera o algodonera de tiempos esclavistas que a un parlamento de
una sociedad democrática del siglo XXI.
Eso es: la Asamblea Nacional es una
hacienda bananera, y el teniente Cabello, entrenado en el arte de ordenar, su
caporal. O su capataz. Y como todo caporal de plantación actúa de manera cruel,
jactanciosa, cínica y despectiva. Cabello, con su mirada torva y sus gestos de
patán, niega derechos de palabras a quienes no piensen como él, se burla abiertamente
de los diputados opositores, lanza el micrófono a un lado como un escupitajo.
Sólo le falta sacar el látigo y azotar a Mardo o intentar abusar de una
diputada. Más que un educado y plural
presidente de un parlamento democrático, parece un mal actor haciendo de
malo de la película “Plantación adentro camará”.
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