Antonio Navalón 10 de septiembre de 2015
En América
es una creencia generalizada que la gripe, la viruela y la corrupción fueron
importadas por la conquista.
Generaciones
y generaciones de americanos han vivido con la corrupción como se vive
cotidianamente con el cumplimiento de las funciones orgánicas del cuerpo
humano. Porque ser poderoso y corrupto ha sido casi tan inevitable como comer y
respirar.
La
corrupción forma parte del decálogo de las promesas de dos siglos
Cuando
América buscaba la democracia no tenía tiempo más que para lamentar en
abstracto que la corrupción formaba parte de su ser.
Otto
Pérez Molina, expresidente de Guatemala, ha experimentado lo que se debió
sentir durante las grandes turbulencias de la época del Terror, al dormir en un
palacio y despertar en una celda.
Y ha
sido así porque la corrupción ha dejado de ser un mal inevitable. Y también ha
dejado de ser parte de las necesidades orgánicas de los políticos para
convertirse en un delito de alta traición que afecta por igual a todos y a cada
uno de los ciudadanos. En México, los niños crecieron aprendiendo que “el que
no transa, no avanza”.
Y en
España, todos los casos de corrupción que han ido arrastrando los catalanes del
Gobierno de Convergencia Democrática, más los del PSOE y PP en el resto del
Estado, poniendo contra las cuerdas lo
que en su momento fue un exitoso proceso de transformación política, son ahora
los signos inequívocos de una enfermedad social que en América está sufriendo
una curiosa transformación.
Antes
la corrupción era un problema aislado, cuando alguien se aprovechaba de su
poder mediante el abuso y el robo, tomando lo que no era suyo para llevárselo a
su bolsillo, perjudicando así al pueblo entero.
Pero
hoy es la causa directa, no sólo de la pérdida del impulso moral de un país,
sino de la mala construcción de las carreteras, de la muerte por medicinas
caducadas, de la mala enseñanza en las escuelas y de la incapacidad para salir
del circuito de la pobreza estructural.
En
Brasil, la corrupción ya no es un delito individual, es de hecho un golpe de
Estado contra la moral y los principios del pueblo brasileño.
Pero
lo que hoy sorprende es el efecto contagioso del castigo indiscriminado que se
exige a los corruptos.
Porque
ahora la corrupción es el principio y el fin de millones de personas que nunca
han salido de la pobreza extrema. Ahora se encuentra en los pilares que
sepultaron a miles de ciudadanos en el sismo de 1985 en México. Y está también
en el hartazgo de un pueblo que vive en una democracia formal, donde hay mucha
injusticia y muy pocas ganas de arreglar la brecha social.
Ese
salto cualitativo, que delinea la diferencia entre la corrupción para los
corruptos y la corrupción como delito de alta traición, resulta ser un fenómeno
relativamente nuevo.
El
problema más grave es que la lucha contra la corrupción en América Latina no es
precisamente la primavera árabe. Y que ahora América, tan indefensa
institucionalmente, depende del poder judicial, que más allá de las referencias
universitarias a Montesquieu, ha estado siempre al servicio del primer poder.
Es decir, los jueces ganan las limosnas que les dan los parlamentarios al
servicio del poder Ejecutivo.
Por
eso ahora, el gran peligro está en que, una vez iniciada la recuperación moral,
se ignore que no sólo es un problema de castigo, sino que también es un
problema de estructura legal para garantizar que lo que hoy tumba presidentes,
alienta esperanzas y anuncia primaveras no será en un futuro la mejor forma de
volver a poblar de pinochets las Américas.
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