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domingo, 20 de septiembre de 2015

La Soberbia, por San Josemaría Escrivá de Balaguer



San José María Escriba de Balaguer 19 de septiembre de 2015

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia, enseña el Apóstol San Pedro. En cualquier época, en cualquier situación humana, no existe más camino —para vivir vida divina— que el de la humildad. ¿Es que el Señor se goza acaso en nuestra humillación? No. ¿Qué alcanzaría con nuestro abatimiento el que ha creado todo, y mantiene y gobierna cuanto existe? Dios únicamente desea nuestra humildad, que nos vaciemos de nosotros mismos, para poder llenarnos; pretende que no le pongamos obstáculos, para que —hablando al modo humano— quepa más gracia suya en nuestro pobre corazón. Porque el Dios que nos inspira ser humildes es el mismo que transformará el cuerpo de nuestra humildad y le hará conforme al suyo glorioso, con la misma virtud eficaz con que puede también sujetar a su imperio todas las cosas. Nuestro Señor nos hace suyos, nos endiosa con un endiosamiento bueno.

La soberbia, el enemigo

¿Y qué es lo que impide esta humildad, este endiosamiento bueno? La soberbia. Ese es el pecado capital que conduce al endiosamiento malo. La soberbia lleva a seguir, quizá en las cuestiones más menudas, la insinuación que Satanás presentó a nuestro primeros padres: se abrirán vuestros ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal. Se lee también en la Escritura que el principio de la soberbia es apartarse de Dios. Porque este vicio, una vez arraigado, influye en toda la existencia del hombre, hasta convertirse en lo que San Juan llama superbia vitæ, soberbia de la vida.

¿Soberbia? ¿De qué? La Escritura Santa recoge acentos, trágicos y cómicos a un tiempo, para estigmatizar la soberbia: ¿de qué te ensoberbeces, polvo y ceniza? Ya en vida vomitas las entrañas. Una ligera enfermedad: el médico sonríe. El hombre que hoy es rey, mañana estará muerto.

Cuando el orgullo se adueña del alma, no es extraño que detrás, como en una reata, vengan todos los vicios: la avaricia, las intemperancias, la envidia, la injusticia. El soberbio intenta inútilmente quitar de su solio a Dios, que es misericordioso con todas las criaturas, para acomodarse él, que actúa con entrañas de crueldad.

Hemos de pedir al Señor que no nos deje caer en esta tentación. La soberbia es el peor de los pecados y el más ridículo. Si logra atenazar con sus múltiples alucinaciones, la persona atacada se viste de apariencia, se llena de vacío, se engríe como el sapo de la fábula, que hinchaba el buche, presumiendo, hasta que estalló. La soberbia es desagradable, también humanamente: el que se considera superior a todos y a todo, está continuamente contemplándose a sí mismo y despreciando a los demás, que le corresponden burlándose de su vana fatuidad.

Oímos hablar de soberbia, y quizá nos imaginamos una conducta despótica, avasalladora: grandes ruidos de voces que aclaman y el triunfador que pasa, como un emperador romano, debajo de los altos arcos, con ademán de inclinar la cabeza, porque teme que su frente gloriosa toque el blanco mármol.

Seamos realistas: esa soberbia sólo cabe en una loca fantasía. Hemos de luchar contra otras formas más sutiles, más frecuentes: el orgullo de preferir la propia excelencia a la del prójimo; la vanidad en las conversaciones, en los pensamientos y en los gestos; una susceptibilidad casi enfermiza, que se siente ofendida ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.

Todo esto sí que puede ser, que es, una tentación corriente. El hombre se considera, a sí mismo, como el sol y el centro de los que están a su alrededor. Todo debe girar en torno a él. Y no raramente recurre, con su afán morboso, hasta la simulación del dolor, de la tristeza y de la enfermedad: para que los demás lo cuiden y lo mimen.

La mayor parte de los conflictos, que se plantean en la vida interior de muchas gentes, los fabrica la imaginación: que si han dicho, que si pensarán, que si me consideran... Y esa pobre alma sufre, por su triste fatuidad, con sospechas que no son reales. En esa aventura desgraciada, su amargura es continua y procura producir desasosiego en los demás: porque no sabe ser humilde, porque no ha aprendido a olvidarse de sí misma para darse, generosamente, al servicio de los otros por amor de Dios.

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