Recorrían pasillos y
anaqueles vacíos en busca del último kilo de azúcar. En el fondo, una voz fría
avisaba que a partir de ese instante, y por segunda vez en ese día, todos los
precios subían 20%. Dos mujeres se miraban desconcertadas: no sabían qué hacer.
La escena es la Argentina de 1989, sumida en uno de los más cruentos procesos
hiperinflacionarios que se han conocido en el mundo moderno.
La hiperinflación en
Argentina -que alcanzó 4.900% ese año– se devoró los salarios, generó
saqueos, provocó el anticipo de las elecciones y empujó a la pobreza a 47,3% de
la población, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos
(Indec). “Las similitudes con la Venezuela de hoy aterran”, señala Manuel
Solanet, autor del libro “La hiperinflación del 89”.
Según Solanet, la hiperinflación
no debería determinarse por el avance de precios anualmente, sino por el corte
en la cadena de producción y comercialización, donde los expendedores
“decidían no vender, porque desconocían si podrían reponer la mercadería con el
dinero que obtuvieran”.
Es en ese instante cuando la economía se detiene y
desde ese punto sólo hay un paso para que inicien los saqueos. Bajo este
concepto, Venezuela aún no está sumida en un proceso de esta naturaleza, pero
se acerca peligrosamente a los límites.
Memorias del sur
Lo que mejor describe un
proceso hiperinflacionario es la velocidad con que rota el dinero, pues la
gente tiene la percepción de que el contenido en sus carteras perderá valor
rápidamente. “En los mercados se perseguía al etiquetador para agarrar el
producto al precio anterior. Había reventa de productos, acaparamiento y
escasez“, recuerda Samuel Calvo, quien hoy tiene su propia carnicería, pero que
en el pasado dependía de un sueldo para subsistir.
En ese entonces, las
empresas pasaron de pagar los sueldos una vez al mes a hacerlo semanalmente.
Igual sucedía con los aumentos salariales, que corrían por cuenta de las
empresas, sin necesidad de una discusión gremial. Sin embargo, llegó un momento
en que la situación se hizo insostenible y en vez de entregar australes -moneda
que circuló entre 1985 y 1989-, se daba a los trabajadores una especie de
ticket de alimentación, que solo servía para ir al mercado.
“Había una crisis.
Obviamente nadie pensaba en comprar muebles, pero el dinero ya no servía
para nada más. Solo para lo básico“, rememora Calvo.
Muchos argentinos se veían
obligados a desprenderse de sus bienes. “Un amigo vendió su auto, y a las dos
semanas, con el mismo dinero, compró un minicomponente de doble caseteras. Hoy
lo cuenta y se ríe”, narra Mariana Etayo, quien hoy tiene una pequeña
confitería.
El proceso
hiperinflacionario iba acompañado de una megadevaluación constante. La
cotización del dólar pasó de 16 australes al inicio de 1989 a 1.490 a fin de
ese año. Se formaban aglomeraciones de gente frente a las casas de cambio, pues las
personas se apresuraban a desprenderse de su dinero mientras las cotizaciones
en las pizarras subían minuto a minuto, relata Javier Corigliano, quien hace
dos décadas era uno más en esas colas.
Quienes no tenían tanto
dinero para cambiar se ingeniaban una forma de conseguirlo. Retiraban números
de turno en las casas de cambio y los vendían a quienes recién llegaban para
ser atendidos más rápidamente. Así se ahorraban una hora en una cola y aumentos
en las cotizaciones que llegaron hasta 50% en un día.
Etayo cuenta otra historia:
en septiembre de 1988, un año antes de la hiperinflación, compró un
departamento con una hipoteca de 10 mil dólares junto a su marido. En esa fecha
un dólar costaba 15 australes. “Después de un juicio, pagamos toda la deuda en
1990 con un dólar a 10.000 australes”, recuerda con resignación.
Otros optaron por dejar de
comprar algunos alimentos y empezaron a producirlos. Algunas familias plantaban
hortalizas o hacían el pan por su cuenta. Por temor a los saqueos los niños se
acostumbraron a jugar con lo que hubiera en casa.
El transporte público no
estuvo exento de la crisis, cuenta el taxista Miguel Massot. “El taxímetro dejó
de registrar el valor del viaje en australes. Lo hacía en fichas, cuyo precio
variaba semanalmente según la cantidad de kilómetros recorridos”.
Un chiste de la época es que
se decía que era más barato viajar en taxi que hacerlo en el subterráneo,
porque el primero se pagaba al final y el segundo al inicio del viaje. Se
suponía que en ese período se le ganaba a la inflación y se cancelaba un poco
menos de lo que correspondía.
Venezuela reflejada
Lo único que frenó la
hiperinflación fue la convertibilidad. Argentina cambió sus australes por la
moneda que rige actualmente: el peso, y el Banco Central determinó que sólo se
imprimiría una cantidad de dinero equivalente al número de dólares en las
reservas internacionales, de modo que la paridad cambiaria se situó en uno a
uno y la inflación se redujo sustancialmente. “La gente recuperó la confianza y
se lograron 10 años de estabilidad hasta la crisis política y social del año
2001”, dijo Mario Sotuyo, analista de Economía y Regiones.
Según el experto, Venezuela
está cerca de vivir un proceso similar. Todo inicia cuando la gente huye de la
moneda nacional, que circula a una velocidad mayor a la usual, porque las
personas tienden a resguardarse en productos o servicios. Luego se dan los picos
de escasez que ya se experimentan en el país y el último paso sería el quiebre
entre la cadena de producción y la de comercialización.
Pero entonces ¿Cuál es la
salida a esta grave crisis? De acuerdo con Solanet, sólo hay dos caminos. El
primero es un cambio de Gobierno que pueda superar la desconfianza generada por
el anterior. “Debe existir un hecho contundente para abrir la posibilidad de
tomar medidas drásticas, que pueden ser duras y dolorosas, pero que sin duda
lleven a la economía a su curación.”
La segunda alternativa es la
dolarización de la economía, es decir, la sustitución de la moneda por una en
que la gente confíe. “Un país que ha pasado por hiperinflación sabe lo que es
sufrirla. A pesar de que haya un gobierno populista, si hay una estabilidad
lograda, entonces se dejan de lado las ideologías.”
30-08-15
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