CARLOS PADILLA ESTEBAN 30 de abril de 2016
Pienso
que Jesús me mira siempre. Así como lo hizo en su vida entre los hombres. Pasó
mirando. Observaba la vida. Miraba a los hombres en su rutina diaria. Miraba la
superficie. Y miraba el corazón. No se detenía en las apariencias. Sabía leer
lo que había en cada uno.
Hay
personas que reciben el don de Dios de leer las almas.
Saben decirnos lo que nosotros mismos no logramos pronunciar. Ven mejor lo que
no vemos. Ven lo que nos permanece oculto.
En
psicología se habla de ese lado oculto de nuestra alma que sólo ven los demás y
nosotros no logramos ver. Por eso nos ayuda mirarnos en el espejo de
los otros para conocernos mejor.
No
hace falta un don especial para ver esa parte oculta de mi alma. A veces es una
parte oscura que me duele. A veces una parte llena de luz que yo no logro ver.
Me hace bien que me hagan ver lo que no veo.
La
mirada de los demás ha marcado mi vida. Lo sé. Desde niño. La mirada de mis
padres, de mi hermana, de mis amigos. Soy fruto de muchas miradas.
Algunas buenas, otras no tanto.
Decía
Tim Guenard: “Doy fe de que una mirada amable puede cambiarte
el destino. Es muy importante que te miren cuando tú no sabes ni mirarte a
ti mismo”.
Este
hombre tuvo una historia muy difícil. Un padre que lo maltrató desde niño. Fue
abandonado por su madre. Padeció el rechazo y él mismo comenta cómo el odio en
su corazón le dio fuerzas para vivir: “Lo que a mí me ayudó a
sobrevivir no fue el amor, sino el odio”. El odio a sus padres, el
odio a las personas que lo maltrataron y se aprovecharon de él. Ese odio a
aquellos que lo habían mirado mal.
Y fue
una mirada compasiva, amable, la que salvó su vida. Una mirada de un
mendigo la que le permitió iniciar un camino de salvación. Una mirada
diferente, compasiva, llena de misericordia. ¡Cuánto vale una mirada! Y a
veces, ¡qué poco miro!
Comenta
el papa Francisco: “El narcisismo vuelve a las personas incapaces de
mirar más allá de sí mismas, de sus deseos y necesidades”.
Cuando
vivo centrado en mis deseos, en mis proyectos, en mis planes, dejo de mirar.
Entonces no logro mirar más allá del siguiente paso que voy a dar. Sigo mi
agenda. Sigo mi vida. No miro nada más, a nadie más. O miro sin mirar.
Una
persona rezaba: “Me gusta mirarte así, mirándome. Esperas que corra a
abrazarte y de tanto que quiero amarte temo herirte en la fuerza de mi abrazo.
Si en esa fuerza pudiera realmente mostrarte mi amor, ese amor que a veces temo
no darte. Anhelo el día en que ese abrazo ya no acabe. Es imposible no
hacerte presente en cada instante. Cierre los ojos o pierda la mirada en el
infinito, estás presente, cada hora, en cada instante”.
La
mirada mía sobre Jesús. La mirada mía sobre los hombres. Me cuesta
mirar tan bien. Me gustaría mirar siempre como Jesús miró a los hombres.
Como Jesús miró a la mujer adúltera, a la Magdalena, a Pedro, a los suyos, a su
Madre.
Mirar
como miró desde la cruz lleno de compasión, perdonando. Mirar con una
amabilidad honda y verdadera. La amabilidad es un don que escasea. Esa
capacidad para mirar bien al otro, para ver lo bueno que tiene y alegrarme. La
capacidad para descubrir el blanco en el negro, la luz en la noche.
Hace falta una mirada especial.
Comenta
el papa Francisco en la exhortación Amoris Laetitia: “Una
mirada amable permite que no nos detengamos tanto en sus límites, y así podamos
tolerarlo. Y unirnos en un proyecto común, aunque seamos diferentes.El amor
amable genera vínculos, cultiva lazos. El que ama es capaz de decir
palabras de aliento, que reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que
estimulan. Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir
o rechazar. La cortesía ‘es una escuela de sensibilidad y desinterés’, que
exige a la persona ‘cultivar su mente y sus sentidos, aprender a sentir,
hablar y, en ciertos momentos, a callar’[1]”.
La
amabilidad es fuente de un amor verdadero. A veces no somos amables.
Vamos por la vida exigiendo, pidiendo, reclamando, protestando. Nos quejamos y
no somos amables. No vemos lo bueno que hay en los demás y vemos sólo sus
deficiencias.
Nos
cuesta ser amables. Nos cuesta mirar con esa amabilidad que acoge,
respeta, espera y acepta. Esa amabilidad que no es frecuente en la vida
cuando vamos pidiendo y exigiendo los primeros puestos.
El que
mira con amabilidad suele ser mirado de la misma manera.
Muchas veces, cuando me miran sin amabilidad, me cuesta a mí mismo ser amable.
Y sé que me gustaría ser siempre amable. Siempre acogiendo, aceptando,
abrazando.
No lo
hago. O porque me hieren, o porque no se portan así conmigo y no me miran de
esa manera. Es difícil responder con un bien cuando he recibido un mal en mi
vida. Es difícil contestar bien cuando me gritan. Ser amable cuando me insultan
y agreden.
Cuando
no me quieren no puedo yo querer. Me parece imposible. Pero Dios puede hacerme
de nuevo.
Anhelo
mostrar un rostro afable. No hay nada peor que esos cristianos que
espantan a los que se acercan con su mirada hostil, con su gesto adusto.
Decía
san Francisco en la regla a sus hermanos: “Los hermanos han de cuidar
de no aparecer tristes o como hipócritas amargados, en su conducta exterior;
deben comportarse como hombres que se alegran en el Señor, serenos y amables”.
Un
rostro que refleje el amor de Dios. Un rostro amable. La Pascua
es ese paso de Dios por mi corazón. Ese paso que todo lo transforma.
Él lo
hace todo nuevo con su poder. También mi capacidad para mirar y abrazar a aquel
que pone en mi camino. Me mira de una manera nueva y entonces aprendo yo
a mirar como Él mira.
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