Karina Sainz Borgo 15 de agosto de 2018
No
existe en la historia latinoamericana un dictador tan pobre como Nicolás
Maduro. Alguien que tiene más del Saturno Santos del Otoño del patriarca que
del Primer Magistrado de Carpentier o el Supremo de Roa Bastos. Algo en su
habla taimada recuerda incluso al zambo Ambrosio de Conversación en la
catedral, aquel pobre diablo que pasó del pueblo de Chincha a servir como
chófer de un jerarca de Manuel Odría. No da el tipo de dictador Nicolás Maduro,
acaso porque hasta para la maldad hace falta una mínima aptitud. Ahí está lo
grave. Por eso la inmensa tragedia venezolana acaba siempre pareciendo una
farsa. La comedia de un país que se desangra.
Esta
semana, el presidente venezolano protagonizó una variante del episodio
magnicidio del que echan mano todos los déspotas para disimular sus propias
crisis de Estado y de paso apretar las tuercas a los ‘díscolos’ -el Supremo
venezolano ya ordenó encarcelar al opositor Julio Borges-. Lo de Maduro fue,
además de todo eso, un sainete. Un largometraje de bajo presupuesto que acabó
con la imagen de los integrantes de las Fuerzas Armadas rompiendo filas y
echando a correr como ratas, tras escuchar una explosión durante el acto militar
al que había acudido Maduro en calidad de líder supremo. Nada más oír la
detonación, el gesto del presidente tornasoló de la soberbia al miedo simple,
esa mueca que exhiben los niños y los perros cuando descubren, por primera vez,
su reflejo ante el espejo.
Que
Nicolás Maduro acabara culpando al expresidente colombiano Juan Manuel Santos
de querer asesinarlo es lo menos sorprendente. Lo extraño es que esto no
hubiese ocurrido antes. De ser cierta la teoría del atentado -tan extravagante
como la conjura peliculera de Óscar Pérez-, Maduro estaría recibiendo una
cucharada del caos que ha sembrado, aunque resulta más poderosa la hipótesis de
que al intentar tapar el millón por ciento de inflación o la desnutrición de
los venezolanos con un sketch de este tipo, sus artífices no tomaran la más
elemental precaución de avisar a sus figurantes, para que al menos pudieran
disimular en lugar de echar a correr llegado el momento ‘efectos especiales’ y
los drones con explosivos.
Nicolás
Maduro vive de las rentas de un fantasma, mientras convierte a los ciudadanos
que gobierna en espectros: hombres y mujeres aquejados por el hambre, la
inflación y la escasez. Nicolás Maduro, aquel a quien un moribundo le levantó
la mano en público –Hugo Chávez lo designó como sucesor en 2012-, por aquella
falsa creencia de que sería preferible que un imbécil heredara el trono a un
listo y oscuro jerarca que pudiera reescribir la historia y borrarlo del olimpo
bolivariano. Sí, Nicolás Maduro tiene más del zambo Ambrosio que de Odría. Sólo
es capaz de controlar el volante del vehículo que conduce para un poderoso,
porque el del país hace rato que demostró ser incapaz de sujetarlo, aún
teniendo el ‘beneficio’ de la fuerza.
Existe
una corriente oscura que recorre la tragedia venezolana. La decadencia y el
desgobierno de aquel país que fue rico, que nadaba en petróleo y abundancia,
recuerda a la historia de los Compson narrada por Benjy, aquel hijo menor de la
empobrecida familia del Sur de la novela de Faulkner, alguien cuyo evidente
autismo convierte todo cuanto ocurre en un relato inconexo, una muestra de
hasta qué punto los linajes -o las sociedades- experimentan la degradación
moral al no aceptar la realidad, bien sea porque algo los incapacita para
entenderla o porque al final, como en el verso de Macbeth que da título a la
novela, “la vida es una sombra… Una historia contada por un necio, llena de
ruido y furia, que nada significa”. Un desmoronamiento en el que los
venezolanos no pueden permitirse, ni siquiera, un relato claro de su propio despeñadero.
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