Francisco Fernández-Carvajal 01 de abril de 2019
— El
paralítico de Betzatá. Constancia en la lucha y en los deseos de mejorar.
— Ser
pacientes en la lucha interior. Volver al Señor cuantas veces sea necesario.
—
Pacientes también con los demás. Contar con sus defectos. Pacientes y
constantes en el apostolado.
I. El
Evangelio de la Misa de hoy nos presenta a un hombre que llevaba treinta y ocho
años enfermo, y que espera su curación milagrosa de las aguas de la piscina de
Betzatá1. Jesús, al verlo echado, y sabiendo que llevaba mucho
tiempo, le dice: ¿Quieres quedar sano? El enfermo le habló con toda
sencillez: Señor –le dice–, no tengo a nadie que me
meta en la piscina cuando se remueve el agua; para cuando llego yo, otro se me
ha adelantado. Jesús le dice: levántate, toma tu camilla y echa a andar. El
paralítico obedeció: Y al momento el hombre quedó sanado, tomó su
camilla y echó a andar.
El
Señor está siempre dispuesto a escucharnos y a darnos en cada situación aquello
que necesitamos. Su bondad supera siempre nuestros cálculos; pero quiere
nuestra correspondencia personal, nuestro deseo de salir de aquella situación,
que no pactemos con los defectos o los errores, y que pongamos esfuerzo para
superarlos. No podemos «conformarnos» nunca con deficiencias y flaquezas que
nos separan de Dios y de los demás, excusándonos en que forman parte de nuestra
manera de ser, en que ya hemos intentado combatirlos otras veces sin resultados
positivos.
La
Cuaresma nos mueve precisamente a mejorar en nuestras disposiciones interiores
mediante la conversión del corazón a Dios y las obras de
penitencia, que preparan nuestra alma para recibir las gracias que el Señor
quiere darnos.
Jesús
nos pide perseverancia para luchar y recomenzar cuantas veces sea necesario,
sabiendo que en la lucha está el amor. «No le pregunta el Señor al paralítico
para saber –era superfluo–, sino para poner de manifiesto la paciencia de aquel
hombre que, durante treinta y ocho años, sin cejar, insistió, esperando verse
libre de su enfermedad»2.
Nuestro
amor a Cristo se manifestará en la decisión y en el esfuerzo por arrancar lo
antes posible el defecto dominante o por alcanzar aquella virtud que se
presenta difícil de conseguir. Pero también se manifiesta en la
paciencia que hemos de tener en la lucha interior: es posible que nos
pida el Señor un período largo de lucha, quizá treinta y ocho años,
para crecer en determinada virtud o para superar aquel aspecto negativo de
nuestra vida anterior.
Un
conocido autor espiritual señalaba la importancia de saber tener paciencia con
los propios defectos: tener el arte de aprovechar nuestras faltas3.
No debemos sorprendernos –ni desconcertarnos– cuando, habiendo puesto
todos los medios que razonablemente están a nuestro alcance, no terminamos de
superar esa meta espiritual que nos habíamos propuesto. No debemos
«acostumbrarnos», pero podemos aprovechar las faltas para
crecer en humildad verdadera, en experiencia, en madurez de juicio...
Este
hombre que nos presenta el Evangelio de la Misa fue constante durante treinta y
ocho años, y podemos suponer que lo hubiera sido hasta el final de sus días. El
premio a su constancia fue, ante todo, el encuentro con Jesús.
II. Tened,
pues, paciencia, hermanos, hasta que llegue el Señor. Ved cómo el labrador, con
la esperanza de los preciosos frutos de la tierra, aguarda con paciencia las
lluvias tempranas y las tardías4.
Es
necesario saber esperar y luchar con paciente perseverancia, convencidos de que
con nuestro interés agradamos a Dios. «Hay que sufrir con paciencia –decía San
Francisco de Sales– los retrasos en nuestra perfección, haciendo siempre lo que
podamos por adelantar y con buen ánimo. Esperemos con paciencia, y en vez de
inquietarnos por haber hecho tan poco en el pasado, procuremos con diligencia
hacer más en lo porvenir»5.
Además,
la adquisición de una virtud no se logra, de ordinario, con violentos esfuerzos
esporádicos, sino con la continuidad de la lucha, la constancia de intentarlo
cada día, cada semana, ayudados por la gracia. «En las batallas del alma, la
estrategia muchas veces es cuestión de tiempo, de aplicar el remedio
conveniente, con paciencia, con tozudez. Aumentad los actos de esperanza. Os
recuerdo que sufriréis derrotas, o que pasaréis por altibajos –Dios permita que
sean imperceptibles– en vuestra vida interior, porque nadie anda libre de esos
percances. Pero el Señor, que es omnipotente y misericordioso, nos ha concedido
los medios idóneos para vencer. Basta que los empleemos (...) con la resolución
de comenzar y recomenzar en cada momento, si fuera preciso»6.
El
alma de la constancia es el amor; solo por amor se puede ser paciente7 y
luchar, sin aceptar los defectos y los fallos como algo inevitable y sin
remedio. No podemos ser como aquellos cristianos que, después de muchas
batallas y peleas, «acabóseles el esfuerzo, faltóles el ánimo» cuando estaban
ya «a dos pasos de la fuente del agua viva»8.
Ser
paciente con uno mismo al desarraigar las malas tendencias y los defectos del
carácter, significa a la vez huir del conformismo y aceptar el presentarse
muchas veces delante del Señor como aquel siervo que no tenía con qué
pagar9, con humildad, pidiendo nuevas gracias. En nuestro caminar
hacia el Señor, sufriremos abundantes derrotas; muchas de ellas no tendrán
importancia; otras sí, pero el desagravio y la contrición nos acercarán todavía
más a Dios. Este dolor y arrepentimiento por nuestros pecados y deficiencias no
son tristes, porque son dolor y lágrimas de amor. Es el pesar de no estar
devolviendo tanto amor como el Señor se merece, el dolor de estar devolviendo
mal por bien a quien tanto nos quiere.
III.
Además de ser pacientes con nosotros mismos hemos de ejercitar esta virtud con
quienes tratamos con mayor frecuencia, sobre todo si tenemos más obligación de
ayudarles en su formación, en una enfermedad, etcétera. Hemos de contar con los
defectos de quienes nos rodean. La comprensión y la fortaleza nos ayudarán a
tener calma, sin dejar de corregir cuando sea oportuno y en el momento más
indicado. El esperar un poco de tiempo para corregir, dar una buena contestación,
sonreír..., puede hacer que nuestras palabras lleguen al corazón de esas
personas, que de otra forma permanecería cerrado, y les podremos ayudar mucho
más, con mayor eficacia.
La
impaciencia hace difícil la convivencia y también vuelve ineficaz la posible
ayuda y la corrección. «Sigue sacando las mismas exhortaciones –nos recomienda
San Juan Crisóstomo–, y nunca con pereza; actúa siempre con amabilidad y
gracia. ¿No ves con qué cuidado los pintores unas veces borran sus trazos,
otras los retocan, cuando tratan de reproducir un bello rostro? No te dejes
ganar por los pintores. Porque si tanto cuidado ponen ellos en la pintura de
una imagen corporal, con mayor razón nosotros, que tratamos de formar la imagen
de un alma, no dejaremos piedra por mover a fin de sacarla perfecta»10.
Debemos
ser particularmente constantes y pacientes en el apostolado. Las personas
necesitan tiempo y Dios tiene paciencia: en todo momento da su gracia, perdona
y anima a seguir adelante. Con nosotros tuvo y tiene esta paciencia sin
límites, y nosotros debemos tenerla con los amigos que queremos llevar hasta el
Señor, aunque en ocasiones parezca que no escuchan, que no se interesan por las
cosas de Dios. No les abandonemos por eso. En estas ocasiones será necesario
intensificar la oración y la mortificación, y también nuestra caridad y nuestra
amistad sincera.
Ninguno
de nuestros amigos, en ningún momento de su vida, debería dar al Señor la contestación
de este hombre paralítico: «no tengo a nadie que me ayude». Porque «esto
podrían asegurar, ¡desdichadamente!, muchos enfermos y paralíticos del
espíritu, que pueden servir... y deben servir.
»Señor:
que nunca me quede indiferente ante las almas»11,
le pedimos nosotros.
Examinemos
hoy en nuestra oración si nos preocupan las personas que nos acompañan en el
camino de la vida; si nos preocupa su formación, o si, por el contrario, nos
hemos ido acostumbrando a sus defectos como si fueran algo irremediable, y al
mismo tiempo si somos pacientes.
Además,
en esta Cuaresma nos viene bien recordar que con la mortificación podemos
expiar también por los pecados de los demás y merecer de algún modo, para
ellos, la gracia de la fe, de la conversión, de una mayor entrega a Dios.
En
Jesucristo está el remedio de todos los males que aquejan a la humanidad. En Él
todos pueden encontrar la salud y la vida. Es la fuente de las aguas que todo
lo vivifican. Así nos lo dice el profeta Ezequiel en la lectura de la
Misa: Estas aguas corren a la comarca de Levante, bajarán hasta el
Arabá y desembocarán en el mar, el de las aguas pútridas, y lo sanearán. Todos
los seres vivos que bullan allí donde desemboque la corriente, tendrán vida, y
habrá peces en abundancia; al desembocar allí estas aguas quedará saneado el
mar y habrá vida dondequiera que llegue la corriente12.
Cristo convierte en vida lo que antes era muerte, y en virtud, la deficiencia y
el error.
1 Jn 5,
1-6. —
2 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Juan,
36. —
3 J.
Tissot, El arte de aprovechar nuestras faltas, Palabra,
Madrid 1976, 6ª ed. —
4 Sant 5-7.
—
5 J. Tissot, loc. cit.,
p. 32. —
6 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 219. —
7 Cfr. Santo
Tomás, Suma Teológica, 2-2, q. 136, a. 3. —
8 Cfr. Santa
Teresa, Camino de perfección, 19, 2. —
9 Cfr.
Mt 18, 23 ss. —
10 San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre el Evangelio de San Mateo,
30. —
11 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 212. —
12 Ez 47,
8-9.
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