Ibsen Martínez 08 de octubre de 2019
@ibsenmartinez
Las
invariablemente trágicas noticias que llegan de Venezuela se agolpan unas con
otras y a todos nos desazona la abrumadora magnitud de lo que traen.
Sin
embargo, son misteriosas las leyes que rigen el registro de oprobios y
vergüenzas y el lugar que, en la escala del asombro, asigna nuestra memoria a
cada suceso. Desde hace semanas, cada vez que pienso en Venezuela, en lugar de
pensar en las unidades de exterminio o en las madres desplazadas, pienso en un
tanquero —Parnaso, se llama—, propiedad de la petrolera estatal venezolana y
varado durante meses en Portugal, junto con su cargamento de crudo, por orden
de un tribunal mercantil local. El armador del buque, un consorcio alemán,
demanda por impago del flete.
Hace
tiempo que la tripulación, hambrienta y librada a su suerte, abandonó
calladamente la nave.
La
nave y su carga fueron sacados a remate el mes pasado, el precio base fue de
6.400 millones de dólares. No es el único caso en que un tanquero de bandera
venezolana es asegurado junto con su carga en un juicio similar. Algunos
expertos presumen que el abandono del Parnaso delata un cabo suelto en algún
ilícito comercio minorista de crudo.
Así
como al narcotráfico a veces se le extravía un cargamento, el Parnaso pudo
haber sido un Holandés Errante perdido para los monitores satelitales que
rastrean día y noche el tráfico global de crudo. Y también para los ladrones
que en algún momento quizá se encogieron de hombros. Estas cosas suceden.
La
imagen del tanquero minorista persiste en mi mente junto a la de una obra del
pintor y muralista caraqueño Héctor Poleo (1918-1989), robada de la residencia
del embajador venezolano en Washington.
Se
trata de La muñeca rota, una inquietante muestra de lo que se ha llamado
“surrealismo social”. Junto con ella, fueron sustraídos una Vista del Ávila,
del paisajista Manuel Cabré y un Retrato de Juanita, de Armando Reverón, genio
inclasificable. El robo fue advertido por los nuevos ocupantes de la
residencia. Carlos Vecchio, el embajador designado por el presidente encargado
Juan Guaidó, estima en un millón de dólares el monto de lo saqueado. La
Secretaría del Tesoro y los Carabineros italianos colaboran en el
esclarecimiento del caso. Las sospechas recaen hasta ahora sobre los
funcionarios maduristas desalojados por la diplomacia de Guaidó.
Leo
un reportaje firmado el 3 de octubre pasado por las periodistas venezolanas
Fabiola Zerpa y Lucía Kassai para la agencia Bloomberg. Su audaz travesía por
la célebre Faja Petrolífera del Orinoco, burlando patrullas militares y partidas
armadas del hampa local, se lee como el capítulo inicial de un best seller
postapocalíptico.
Su
asunto es el desguace y saqueo de las instalaciones petrolíferas destinadas a
la explotación del territorio que produce más del 90% del cada día menguante flujo
de crudo pesado venezolano.
Hace
dos años, y de acuerdo con los registros de la prestigiada empresa de servicios
Baker Hughes, la nación contaba con 48 ya deficitarios taladros en actividad;
en 1997, eran 119. Hoy, son solo 23 los taladros en producción. Considérese que
un yacimiento comparable en tamaño al de la Faja, el del Pérmico que se
extiende bajo los estados de Texas y Nuevo México, surtía en agosto pasado 436
taladros.
El
reportaje de Kassai y Zerpa documenta el desmantelamiento furtivo —y a veces,
no tan furtivo— de taladros, cabrias, remolcadores estaciones de producción,
plataformas marinas de distribución, terminales de embarque, embarcaciones,
vehículos terrestres y unidades de vivienda. La canibalización de piezas de
maquinaria posibilita, a trancas y barrancas, el funcionamiento de las contadas
instalaciones de mejoramiento de crudo extrapesado aún activas.
La
cabeza de un émbolo desaparece y se reporta dañada. Se ordena la compra de un
émbolo de recambio. Al llegar éste, reaparece la pieza extraviada y la nueva se
ofrece en venta a precio de oro. Un clásico de la corrupción ya visto mil veces
en la industria petrolera de la antigua URSS y sus satélites.
Generadores
portátiles de electricidad, compresores de aire operados con Diésel, cables de
cobre, herramientas de precisión, manómetros, extractores de sulfuros,
válvulas, equipos de comunicación, nada es despreciado por el frenesí del
saqueo alentado, en un país hambriento, por la indiferencia, la incuria y la
ineptitud de los gerentes militares de la estatal.
Son
miles los operarios petroleros que hoy no hallan mejor forma de sobrevivir que
desguazar y revender valioso equipo industrial. Este comercio sostiene a duras
penas la magra producción de empresas conjuntas con Rusia y otros países
activas en la Faja.
“Cerca
de la costa [en el oriente del país], flotan dos monoboyas en desuso”, dice el
reportaje que comento. “Las monoboyas son unidades marinas de transferencia de
crudo. Tienen el tamaño de un autobús. Su compra fue encargada cuando Venezuela
planeaba exportar tres millones de barriles diarios. De color amarillo, las
monoboyas, cuyo precio en el mercado internacional puede alcanzar los 30
millones de dólares, están literal y metafóricamente muertas en el agua: debido
a las sanciones [estadounidenses], es imposible venderlas”.
Todo
esto me recuerda el paulatino desmantelamiento, furtivo y sin futuro, del
astillero embargado a orillas de un afluente del Plata, en la novela del mismo
nombre escrita por el genial Juan Carlos Onetti a mediados del siglo pasado.
Merece formar parte de los papeles póstumos de un petroestado llamado
Venezuela.
Ibsen
Martínez
@ibsenmartinez
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