Francisco Fernández-Carvajal 12 de octubre de
2019
@hablarcondios
— Curación de los diez leprosos.
— El Señor nos espera para darle gracias,
pues son incontables los dones que recibimos cada día.
— Ser agradecidos con todos los hombres.
I. La Primera
lectura de la Misa1 nos
recuerda la curación de Naamán de Siria, sanado de la lepra por el Profeta
Eliseo. El Señor se sirvió de este milagro para atraerlo a la fe, un don mucho
mayor que la salud del cuerpo. Ahora reconozco que no hay Dios en toda
la tierra más que el de Israel, exclamó Naamán al comprobar que se
encontraba sano de su terrible enfermedad. En el Evangelio de la Misa2,
San Lucas nos relata un hecho similar: un samaritano –que, como Naamán, tampoco
pertenecía al pueblo de Israel– encuentra la fe después de su curación, como
premio a su agradecimiento.
Jesús, en su último viaje a Jerusalén, pasaba entre
Samaria y Galilea. Y al entrar en una aldea le salieron al encuentro diez leprosos
que se detuvieron a lo lejos, a cierta distancia del lugar donde se
encontraban el Maestro y el grupo que le acompañaba, pues la Ley prohibía a
estos enfermos3 acercarse
a las gentes. En el grupo va un samaritano, a pesar de que no había trato entre
judíos y samaritanos4,
por una enemistad secular entre ambos pueblos. La desgracia les ha unido, como
ocurre en tantas ocasiones en la vida. Y levantando la voz, pues
están lejos, dirigen a Jesús una petición, llena de respeto, que llega
directamente a su Corazón: Jesús, Maestro, ten piedad de nosotros.
Han acudido a su misericordia, y Cristo se compadece y les manda ir a mostrarse
a los sacerdotes, como estaba preceptuado en la Ley5,
para que certificaran su curación. Se encaminaron donde les había indicado el
Señor, como si ya estuvieran sanos; a pesar de que todavía no lo estaban,
obedecieron. Y por su fe y docilidad, se vieron libres de la enfermedad.
Estos leprosos nos enseñan a pedir: acuden a la
misericordia divina, que es la fuente de todas las gracias. Y nos muestran el
camino de la curación, cualquiera que sea la lepra que llevemos en el alma:
tener fe y ser dóciles a quienes, en nombre del Maestro, nos indican lo que
debemos hacer. La voz del Señor resuena con especial fuerza y claridad en los
consejos que nos dan en la dirección espiritual,
II. Y
sucedió que, mientras iban, quedaron limpios. Nos podemos imaginar
fácilmente su alegría. Y en medio de tanto alborozo, se olvidaron de Jesús. En
la desgracia, se acuerdan de Él y le piden; en la ventura, se olvidan. Solo
uno, el samaritano, volvió atrás, hacia donde estaba el Señor con los suyos.
Probablemente regresó corriendo, como loco de contento, glorificando a
Dios a gritos, señala el Evangelista. Y fue a postrarse a los pies del
Maestro, dándole gracias. Es esta una acción profundamente humana y llena de
belleza. «¿Qué cosa mejor podemos traer en el corazón, pronunciar con la boca,
escribir con la pluma, que estas palabras, “gracias a Dios”? No hay cosa que se
pueda decir con mayor brevedad, ni oír con mayor alegría, ni sentirse con mayor
elevación, ni hacer con mayor utilidad»6.
Ser agradecido es una gran virtud.
El Señor debió de alegrarse al ver las muestras de
gratitud de este samaritano, y a la vez se llenó de tristeza al comprobar la
ausencia de los demás. Jesús esperaba a todos: ¿No son diez los que han
quedado limpios? Y los otros nueve, ¿dónde están?, preguntó. Y manifestó su
sorpresa: ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino solo
este extranjero? ¡Cuántas veces, quizá, Jesús ha preguntado por
nosotros, después de tantas gracias! Hoy en nuestra oración queremos compensar
muchas ausencias y faltas de gratitud, pues los años que contamos no son sino
la sucesión de una serie de gracias divinas, de curaciones, de llamadas, de
misteriosos encuentros. Los beneficios recibidos –bien lo sabemos nosotros–
superan, con mucho, las arenas del mar7,
como afirma San Juan Crisóstomo.
Con frecuencia tenemos mejor memoria para nuestras
necesidades y carencias que para nuestros bienes. Vivimos pendientes de lo que
nos falta y nos fijamos poco en lo que tenemos, y quizá por eso lo apreciamos
menos y nos quedamos cortos en la gratitud. O pensamos que nos es debido a
nosotros mismos y nos olvidamos de lo que San Agustín señala al comentar este
pasaje del Evangelio: «Nuestro, no es nada, a no ser el pecado que poseemos.
Pues ¿qué tienes que no hayas recibido? (1 Cor 4,
7)»8.
Toda nuestra vida debe ser una continua acción de
gracias. Recordemos con frecuencia los dones naturales y las gracias que el
Señor nos da, y no perdamos la alegría cuando pensemos que nos falta algo,
porque incluso eso mismo de lo que carecemos es, posiblemente, una preparación
para recibir un bien más alto. Recordad las maravillas que Él ha obrado9,
nos exhorta el Salmista. El samaritano, a través del gran mal de su lepra,
conoció a Jesucristo, y por ser agradecido se ganó su amistad y el incomparable
don de la fe: Levántate y vete: tu fe te ha salvado. Los nueve
leprosos desagradecidos se quedaron sin la mejor parte que les había reservado
el Señor. Porque –como enseña San Bernardo– «a quien humildemente se reconoce
obligado y agradecido por los beneficios con razón se le prometen muchos más.
Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido
sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores
quien es ingrato a los que ha recibido antes»10.
Agradezcamos todo al Señor. Vivamos con la alegría de
estar llenos de regalos de Dios; no dejemos de apreciarlos. «¿Has presenciado
el agradecimiento de los niños? —Imítalos diciendo, como ellos, a Jesús, ante
lo favorable y ante lo adverso: “¡Qué bueno eres! ¡Qué bueno!...”»11.
¿Agradecemos, por ejemplo, la facilidad para limpiar nuestros pecados en el
Sacramento del perdón? ¿Damos gracias frecuentemente por el inmenso don de
tener a Jesucristo con nosotros en la misma ciudad, quizá en la misma calle, en
la Sagrada Eucaristía?
III. Cantad
al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas12,
invita el Salmo responsorial. Cuando vivimos de fe, solo
encontramos motivos para el agradecimiento. «Ninguno hay que, a poco que
reflexione, no halle fácilmente en sí mismo motivos que le obligan a ser
agradecido con Dios (...). Al conocer lo que Él nos ha dado, encontraremos
muchísimos dones por los que dar gracias continuamente»13.
Muchos favores del Señor los recibimos a través de las
personas que tratamos diariamente, y por eso, en esos casos, el agradecimiento
a Dios debe pasar por esas personas que tanto nos ayudan a que la vida sea
menos dura, la tierra más grata y el Cielo más próximo. Al darle gracias a
ellas, se las damos a Dios, que se hace presente en nuestros hermanos los
hombres. No nos quedemos cortos a la hora de corresponder. «No creamos cumplir
con los hombres porque les damos, por su trabajo y servicios, la compensación
pecuniaria que necesitan para vivir. Nos han dado algo más que un don material.
Los maestros nos han instruido, y los que nos han enseñado el oficio, o también
el médico que ha atendido la enfermedad de un hijo y lo ha salvado de la
muerte, y tantos otros, nos han abierto los tesoros de su inteligencia, de su
ciencia, de su habilidad, de su bondad. Eso no se paga con billetes de banco,
porque nos han dado su alma. Pero también el carbón que nos calienta representa
el trabajo penoso del minero; el pan que comemos, la fatiga del campesino: nos
han entregado un poco de su vida. Vivimos de la vida de nuestros hermanos. Eso
no se retribuye con dinero. Todos han puesto su corazón entero en el
cumplimiento de su deber social: tienen derecho a que nuestro corazón lo
reconozca»14. De modo muy particular, nuestra gratitud se ha de dirigir a
quienes nos ayudan a encontrar el camino que conduce a Dios.
El Señor se siente dichoso cuando también nos ve
agradecidos con todos aquellos que cada día nos favorecen de mil maneras. Para
eso es necesario pararnos, decir sencillamente «gracias» con un gesto amable
que compensa la brevedad de la palabra... Es muy posible que aquellos nueve
leprosos ya sanados bendijeran a Jesús en su corazón..., pero no volvieron
atrás, como hizo el samaritano, para encontrarse con Jesús, que esperaba. Quizá
tuvieron la intención de hacerlo... y el Maestro se quedó aguardando. También
es significativo que fuera un extranjero quien volviera a dar
las gracias. Nos recuerda a nosotros que a veces estamos más atentos a
agradecer un servicio ocasional de un extraño y quizá damos menos importancia a
las continuas delicadezas y consideraciones que recibimos de los más allegados.
No existe un solo día en que Dios no nos conceda
alguna gracia particular y extraordinaria. No dejemos pasar el examen de
conciencia de cada noche sin decirle al Señor: «Gracias, Señor, por todo». No
dejemos pasar un solo día sin pedir abundantes bendiciones del Señor para
aquellos, conocidos o no, que nos han procurado algún bien. La oración es,
también, un eficaz medio para agradecer: Te doy gracias, Dios mío, por
los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado...
1 2
Rey 5, 14-17. —
2 Lc 17,
11-19. —
3 Cfr. Lev 13,
45. —
4 Cfr. 2
Rey 17, 24 ss.; Jn 4, 9. —
5 Cfr. Lev 14,
2. —
6 San
Agustín, Epístola 72. —
7 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilías sobre San Mateo, 25, 4. —
8 San
Agustín, Sermón 176, 6.—
9 Sal
104, 5. —
10 San
Bernardo, Comentario al Salmo 50, 4, 1. —
11 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 894. —
12 Salmo
responsorial. Sal 97, 1-4. —
13 San
Bernardo, Homilía para el Domingo VI después de Pentecostés,
25, 4. —
14 G.
Chevrot, «Pero Yo os digo», Rialp, Madrid 1981, pp.
117-118.
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