Francisco Fernández-Carvajal 05 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Imitar a Cristo en el
amor y atención a los enfermos.
— La Unción de los
enfermos.
— Valor corredentor del
dolor y de la enfermedad. Aprender a santificarlo.
I. El Evangelio de
la Misa1 nos habla de la misión de los Doce por
las aldeas y parajes de Palestina. Predicaron la necesidad de hacer penitencia
para entrar en el Reino de Dios y expulsaban los demonios y ungían con
óleo a muchos enfermos y los curaban.
El aceite se utilizaba frecuentemente para curar las
heridas2, y el Señor determinó que fuera la materia del sacramento de
la Unción de los enfermos. En las breves palabras del Evangelio de San Marcos
la Iglesia ha visto insinuado este sacramento3,
que fue instituido por el Señor, y más tarde promulgado y recomendado a los
fieles por el Apóstol Santiago4.
Es una muestra más del desvelo de Cristo y de su Iglesia por los cristianos más
necesitados.
Nuestro Señor mostró siempre su infinita compasión por
los enfermos. Él mismo se reveló a los discípulos enviados por el Bautista
llamando su atención sobre lo que estaban viendo y oyendo: los ciegos recobran
la vista y los cojos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos oyen; los
muertos resucitan y los pobres son evangelizados5.
En la parábola del banquete de bodas, los criados recibieron esta orden: salid
a los caminos... y traed a los pobres, a los lisiados, a los ciegos, a los
cojos...6. Son innumerables los pasajes en los que Jesús se movió a
compasión al contemplar el dolor y la enfermedad, y sanó a muchos como signo de
la curación espiritual que obraba en las almas.
El Señor ha querido que sus discípulos le imitemos en
una compasión eficaz hacia quienes sufren en la enfermedad y en todo dolor. «La
Iglesia abraza a todos los afligidos por la debilidad humana; más aún, reconoce
en los pobres y en los que sufren la imagen de su Fundador, pobre y paciente,
se esfuerza en aliviar sus necesidades y pretende servir en ellos a Cristo»7.
En los enfermos vemos al mismo Señor, que nos dice: lo que hicisteis
por uno de estos, por mí lo hicisteis8.
«El que ama al prójimo debe hacer tanto bien a su cuerpo como a su alma
–escribe San Agustín–, y esto no consiste solo en acudir al médico, sino
también en cuidar el alimento, la bebida, el vestido, la habitación y proteger
el cuerpo contra todo lo que le pueda resultar molesto... Son misericordiosos
los que ponen delicadeza y humanidad al proporcionar lo necesario para resistir
males y dolores»9.
Entre las atenciones que podemos tener con los
enfermos está: acompañarles, visitarles con la frecuencia oportuna, procurar
que la enfermedad no les intranquilice, facilitarles el descanso y el
cumplimiento de todas las prescripciones del médico, hacerles grato el tiempo
que estemos con ellos, sin que nunca se sientan solos, ayudarles a que ofrezcan
y santifiquen el dolor, procurar que reciban los sacramentos. No olvidemos que
son el «tesoro de la Iglesia», que pueden mucho delante de Dios y que el Señor
les mira con particular predilección.
II. Debemos
preocuparnos por la salud física de quienes están enfermos, y también de su
alma. Procuraremos ayudarles con los medios humanos a nuestro alcance y, sobre
todo, haciéndoles ver que ese dolor, si lo unen a los padecimientos de Cristo,
se convierte en un bien de valor incalculable: ayuda eficaz a toda la Iglesia,
purificación de sus faltas pasadas, y una oportunidad que Dios les da para
adelantar mucho en su santidad personal, porque Cristo bendice en ocasiones con
la Cruz.
El sacramento de la Unción de enfermos es uno de los
cuidados que la Iglesia reserva para sus hijos enfermos. Este sacramento fue
instituido para ayudar a los hombres a alcanzar el Cielo, pero no puede
administrarse a los sanos, ni tampoco a quien no padezca grave enfermedad,
aunque se halle en peligro su vida, porque fue instituido a manera de medicina
espiritual, y las medicinas no se dan a sanos, sino a los enfermos10.
La Iglesia tampoco desea que se espere hasta los momentos finales para
recibirlo, sino cuando ya comienzan a estar en peligro de muerte por enfermedad
o vejez11; sin embargo, puede reiterarse si el enfermo se recupera
después de la Unción o si, durante la misma enfermedad, el peligro o la
gravedad se acentúa12;
igualmente, se puede administrar a quien va a sufrir una intervención
quirúrgica, con tal que sea una enfermedad grave la razón para esa intervención13.
Este sacramento es un gran don de Jesucristo, y trae
consigo abundantísimos bienes; por tanto, hemos de desearlo y pedirlo cuando
nos encontremos en enfermedad grave. Por ser un bien tan grande, la fe nos
llevará a que lo reciban con alegría aquellas personas con quienes nos une
algún lazo de parentesco o de amistad, y todos aquellos a los que podemos
llegar en nuestro apostolado. Es un deber de caridad y, en muchos casos, de
justicia.
El bien mayor de este sacramento es librar al
cristiano del decaimiento y debilidad que contrajo con los pecados14.
De esta manera se le fortalece y se devuelve al alma la juventud y el vigor que
perdió a causa de sus faltas y flaquezas.
El Papa Pablo VI, citando al Concilio de Trento,
explicaba y resumía los efectos de este sacramento: da «la gracia del Espíritu
Santo, cuya unción quita los pecados, si alguno queda aún por quitar, y los
vestigios de pecado; también alivia y fortalece el alma de la persona enferma,
despertando en ella una gran confianza en la misericordia divina; sostenido de
esta suerte, puede fácilmente soportar las pruebas y penalidades de la
enfermedad, resistir más fácilmente las tentaciones del demonio que
está al acecho (Gen 3, 15), y a veces recupera la salud
corporal, si resulta conveniente para la salud del alma»15.
Este sacramento infunde una gran paz y alegría al alma del enfermo consciente,
le mueve a unirse a Cristo en la Cruz, corredimiendo con Él, y «prolonga el
interés que el mismo Señor mostró por el bienestar corporal y espiritual del
enfermo, como testifican los Evangelios, y que Él deseaba que mostraran también
sus discípulos»16.
Examinemos hoy en nuestra oración si en cada enfermo
sabemos ver a Cristo doliente, si le cuidamos con cariño y respeto, si tenemos
atenciones delicadas y prestamos esas pequeñas ayudas que tanto se agradecen.
Sobre todo, veamos junto al Señor si le ayudamos con oportunidad a unirse más a
Cristo, a corredimir con Él.
III.
Cuando el Señor nos haga gustar su Cruz a través del dolor y de la enfermedad,
debemos considerarnos como hijos predilectos. Puede enviarnos el dolor físico u
otros sufrimientos: humillaciones, fracasos, injurias, contradicciones en la
propia familia... No debemos olvidar entonces que la obra redentora de Cristo
se continúa a través de nosotros. Por muy poca cosa que podamos ser, nos
convertimos en corredentores con Él, y el dolor –que era inútil y dañoso– se
convierte en alegría y en un tesoro. Y podremos decir con San Pablo: Ahora
me alegro de mis padecimientos por vosotros y completo en mi carne lo que falta
a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia17.
El Apóstol recuerda la lección del Maestro: por esto sigue sus pisadas18,
toma su cruz19 y continúa la labor de dar a conocer la doctrina de
Cristo a todos los hombres.
Afirma el Papa Juan Pablo II que el dolor «no solo es
útil a los demás, sino que realiza incluso un servicio insustituible. En el
Cuerpo de Cristo (...) el sufrimiento, penetrado por el espíritu del sacrificio
de Cristo, es el mediador insustituible y autor de los bienes indispensables
para la salvación del mundo. El sufrimiento, más que cualquier otra cosa, es el
que abre el camino a la gracia que transforma las almas. El sufrimiento, más
que todo lo demás, hace presente en la historia de la humanidad la fuerza de la
Redención»20.
Para aprovechar esta riqueza de gracias que, de una
forma u otra, nos llegará, se requiere «una preparación remota, hecha cada día
con un santo desapego de uno mismo, para que nos dispongamos a sobrellevar con
garbo –si el Señor lo permite– la enfermedad o la desventura. Servíos ya de las
ocasiones normales, de alguna privación, del dolor en sus pequeñas
manifestaciones habituales, de la mortificación, y poned en ejercicio las
virtudes cristianas»21.
El dolor, que ha separado a muchos de Dios porque no
lo han visto a la luz de la fe, debe unirnos más a Él. Y debemos enseñar a los
enfermos su valor redentor. Entonces llevarán con paz la enfermedad y las
contradicciones que el Señor permita, y las amarán, porque habrán aprendido que
también el dolor viene de un Padre que solo quiere el bien para sus hijos.
Acudimos a nuestra Madre Santa María. Ella, «que en el
Calvario, estando de pie valerosamente junto a la cruz del Hijo (cfr. Jn 19,
25), participó de su pasión, sabe convencer siempre a nuevas almas para unir
sus propios sufrimientos al sacrificio de Cristo, en un “ofertorio” que,
sobrepasando el tiempo y el espacio, abraza a toda la humanidad y la salva»22.
Pidámosle que el dolor y las penas –inevitables en esta vida– nos ayuden a
unirnos más a su Hijo, y que sepamos entenderlos, cuando lleguen, como una
bendición para nosotros mismos y para toda la Iglesia.
1 Mc 6,
7-13. —
2 Cfr. Is 1,
6; Lc 10, 34. —
3 Cfr. Conc.
de Trento, Ses. XIV, Doctrina de sacramento extremae unctionis,
cap. 1. —
4 Cfr. Sant 5,
14 ss. —
5 Cfr. Mt 11,
5. —
6 Cfr. Lc 14,
21. —
7 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium, 8. —
8 Cfr. Mt 25,
40. —
9 San
Agustín, Sobre las costumbres de la Iglesia católica, 1,
28, 56. —
10 Cfr. Catecismo
Romano, II, 6, n. 9. —
11 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 73. —
12 Cfr. Ritual
de la Unción, Praenotanda, n. 8. —
13 Cfr. Ibídem,
n. 10. —
14 Cfr. Catecismo
Romano, II, 6, n. 14. —
15 Pablo VI,
Const. Apost. Sacram Unctionem infirmorun, 30-XI-1972. —
16 Ritual
de la Unción, Praenotanda, n. 5. —
17 Col 1,
24. —
18 Cfr. 1
Pdr 2, 21. —
19 Cfr. Mt 10,
38. —
20 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 27.
—
21 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 124. —
22 Juan
Pablo II, Homilía 11-XI-1980.
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