Francisco Fernández-Carvajal 12 de julio de
2019
— Hablar de Dios y de su doctrina con claridad y
firmeza, sin miedos.
— Actuar según la conciencia. Sinceridad con uno
mismo.
— Decir siempre la verdad: en lo importante y en lo
que parece pequeño.
I. El Evangelio de
la Misa1 es una nueva invitación del Señor a llevar una vida
veraz, resultado de la fe que llevamos en el corazón, sin miedo a los
contratiempos y a las murmuraciones que en ocasiones llevará consigo el seguir
de cerca a Cristo. Le basta al discípulo llegar a ser como su maestro y
al siervo como su señor. Si al amo de la casa le han llamado Beelzebul, cuánto
más a los de su casa. No les tengáis miedo...
Puede ocurrir que en algunas situaciones tengamos que
sufrir la calumnia o la difamación –o sencillamente una contrariedad– por ser
veraces, por ser fieles a la verdad; en otras, serán quizá mal interpretadas
nuestras palabras o nuestras actuaciones. Y el Señor quiere de sus discípulos,
de nosotros, que hablemos siempre con claridad, abiertamente: Lo que os
digo en la oscuridad, decidlo a plena luz; y lo que escuchasteis al oído,
pregonadlo desde los terrados. Con una pedagogía divina, Jesús había
hablado a las muchedumbres en parábolas y les había descubierto poco a poco su
verdadera personalidad y las verdades del Reino. Jamás disfrazó su doctrina.
Después de la venida del Espíritu Santo, quienes le sigan han de proclamar la
verdad a plena luz, desde los terrados, sin temor a que la doctrina que enseñan
sea opuesta a las que están de moda o imperan en el ambiente. ¿De qué otra
forma vamos a convertir el mundo en el que estamos inmersos?
Algunos piensan, por táctica o por cobardía, que la
vida de los cristianos y su concepción del mundo, del hombre y de la sociedad,
deberían pasar inadvertidas cuando las circunstancias son adversas o
comprometidas; estos cristianos quedarían entonces como «emboscados» en medio
de una sociedad que parece haber orientado sus objetivos en otro sentido
radicalmente distinto; no tendría entonces ninguna resonancia el hecho de ser
hombres y mujeres que miran a Cristo como el ideal supremo. No es esa la
doctrina del Señor. «“Ego palam locutus sum mundo”: Yo he predicado
públicamente delante de todo el mundo, responde Jesús a Caifás, cuando se
acerca el momento de dar su vida por nosotros.
»—Y, sin embargo, hay cristianos que se avergüenzan de
manifestar “palam” –patentemente– veneración al Señor»2.
En la sociedad en la que vivimos habremos de hablar
con seguridad, con la firmeza que da siempre la verdad, de muchos temas de gran
trascendencia para la familia, la sociedad y la dignidad de la persona:
indisolubilidad del matrimonio, libertad de enseñanza, doctrina de la Iglesia
sobre la transmisión de la vida humana, dignidad y belleza de la pureza,
sentido grandioso de la virginidad y del celibato por amor a Cristo,
consecuencias de la justicia social en relación a gastos inconsiderados, a
salarios injustos... Quizá en alguna ocasión, por prudencia o por caridad,
deberemos callar. Pero ni la prudencia ni la caridad nacen de la cobardía o de
la comodidad. Nunca será prudente callar cuando se da lugar al escándalo o al
desconcierto, o cuando esa postura debilita la fe de otros.
Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a plena luz... El Señor se está dirigiendo a nosotros, pues son
muchos los enemigos de Dios y de la verdad, que desearían, y ponen los medios
para conseguirlo, que los cristianos no seamos ni sal ni luz en
medio de las tareas seculares.
II. Hay un episodio
en el Evangelio3 que
nos presenta la manera de actuar de unos fariseos que no se caracterizaban por
su amor a la verdad. Mientras pasaba Jesús por los atrios del Templo, se le
acercaron los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos para
preguntarle: ¿Con qué potestad haces esas cosas? ¿Quién te ha dado
poder? El Señor está dispuesto a contestar a su pregunta si ellos
muestran sinceridad de corazón. Les pide su opinión acerca del bautismo de
Juan: si era del Cielo, y por tanto gozaba de la aprobación divina, o si solo
era de los hombres, y como tal no merecía mayor consideración. Pero ellos no le
dan su opinión auténtica, su opinión en conciencia. No se preguntan la verdad
sobre esta cuestión, el juicio que merece en su corazón. Analizan más bien las
consecuencias de sus posibles respuestas, procurando la que más convenga a la
situación presente: «Si decimos del Cielo –piensan– dirá: ¿por qué no
habéis creído en él? Pero si decimos que el bautismo del Precursor era
de los hombres, la muchedumbre se nos echaría encima», porque todos tenían a
Juan por un verdadero profeta.
A pesar de ser líderes religiosos, no son hombres de
principios firmes capaces de informar sus palabras y sus obras. «Son hombres
“prácticos”, se dedican a hacer “política”. En lo que atañe a su interés o
comodidad, su razonamiento es inteligente. Pero no están dispuestos a ir más allá
en su razonar: son hombres en quienes la comodidad ha sustituido a la
conciencia»4. Su norma de conducta era seguir lo más oportuno y lo más
conveniente en cada ocasión. No actúan según verdad. Por eso dicen: No
lo sabemos. No les interesaba saberlo y mucho menos decirlo. La reacción de
Jesús es muy significativa: Entonces tampoco Yo os digo con qué
autoridad hago estas cosas. Es como si les dijera: si no estáis dispuestos
a ser sinceros, a mirar en vuestros corazones y enfrentaros con la verdad, es
inútil el diálogo. Yo no puedo hablar con vosotros ni vosotros conmigo. No nos
entenderíamos. Lo mismo ocurre cada día. «La persona cuya vida no esté regida
por la sinceridad, por una disposición habitual de enfrentarse con la verdad o
con las exigencias de la conciencia –por incómodas o duras que sean–, se aparta
rotundamente de toda posibilidad de comunicación divina. El que tiene miedo a
enfrentarse a su conciencia tiene miedo de enfrentarse a Dios, y solo los que
afrontan el estar cara a cara con Dios pueden tener verdadero trato con Él»5.
No es posible encontrar a Dios sin este amor radical a la verdad. Tampoco es
posible entenderse con los hombres en una auténtica convivencia.
El amor a la verdad nos llevará a ser sinceros en
primer lugar con nosotros mismos, a mantener una conciencia clara, sin engaños,
a no permitir que se empañe con errores admitidos, con ignorancias culpables,
con miedos a profundizar en las exigencias personales que la verdad lleva
consigo. Si, con la ayuda de la gracia, somos sinceros con nosotros mismos, lo
seremos con Dios, y nuestra vida se llena de claridad, de paz y de fortaleza.
«Leías en aquel diccionario los sinónimos de insincero: “ambiguo, ladino,
disimulado, taimado, astuto”... —Cerraste el libro, mientras pedías al Señor
que nunca pudiesen aplicarte esos calificativos, y te propusiste afinar aún más
en esta virtud sobrenatural y humana de la sinceridad»6.
III. En
un mundo en que tantas veces la mentira y el disimulo es el modo de
comportamiento habitual de muchos, debemos los cristianos ser hombres veraces,
que huyen siempre hasta de la mentira más pequeña. Así nos han de conocer
quienes nos tratan: hombres y mujeres que no mienten jamás, ni en asuntos de
poca importancia, que rechazan de sus vidas lo que tiene sabor de disimulo, de
hipocresía, de falsedad, que saben rectificar cuando se han equivocado. Nuestra
vida será entonces de una gran fecundidad apostólica, pues se confía siempre en
la persona íntegra, que sabe decir la verdad con caridad, sin herir, con
comprensión hacia todos.
«¡Cuántas debilidades, cuánto oportunismo, cuánto
conformismo, cuánta vileza!»7,
decía el Papa Pablo VI refiriéndose «a esas buenas personas, que olvidan la
belleza y la gravedad de los compromisos que les unen a la Iglesia». Esta misma
situación, que quizá en estos años se ha puesto más de manifiesto, nos llevará
a aborrecer la falsedad, por pequeña que nos pueda parecer, porque «la mentira
se opone a la verdad como la luz se opone a las tinieblas, la piedad a la
impiedad, la justicia a la iniquidad, la bondad al pecado, la salud a la
enfermedad y la vida a la muerte. Por tanto, cuanto más amemos la verdad, tanto
más debemos aborrecer la mentira»8.
No se trata de saber hasta qué punto se pueden decir cosas falsas sin incurrir
en falta grave. Se trata de aborrecer la mentira en todas sus formas, de decir
la verdad entera; y cuando por prudencia o caridad no se pueda, entonces
callaremos, pero no inventaremos recursos formalistas que tranquilicen
falsamente la conciencia9.
Debemos amar la verdad en sí misma y por sí misma, y no solo en cuanto afecta
al daño o al provecho propio o del prójimo. Debemos aborrecer la mentira como
algo torpe e innoble, cualquiera que sea el fin con que se la emplee. Debemos
aborrecerla porque es una ofensa a Dios, suma Verdad.
Fácilmente se cree lo que se desea. Y así, por
ejemplo, muchos enemigos de la Iglesia se encuentran siempre inclinados a tener
por ciertos todos los rumores injuriosos, juzgando sin indicios suficientes,
informando incluso a la opinión pública sobre esa base. Lo que, en definitiva,
se equipara a la mentira, por su origen y por sus consecuencias. Contra la
mentira, fríamente empleada tantas veces, nosotros tenemos la verdad, la
claridad, la sinceridad sin equívocos ni ambigüedades: la práctica firme de una
veracidad en las relaciones personales diarias, en los negocios, en la familia,
en los estudios y en los órganos de la opinión pública cuando tengamos acceso a
ellos. No sabemos responder a una mentira con otra mentira.
La oración litúrgica nos invita a clamar: que
nuestra voz, Señor, nuestro espíritu y toda nuestra vida sean una continua
alabanza en tu honor...10.
Que nuestra conversación sea siempre veraz, propia de un hijo de Dios.
1 Mt 10,
24-33. —
2 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 50. —
3 Mc 11,
27-33. —
4 C.
Burke, Conciencia y libertad, Rialp, Madrid 1976, p. 51,
nota 7. —
5 Ibídem.
—
6 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 337.—
7 Pablo
VI, Alocución 17-II-1965. —
8 San
Agustín, Contra la mentira, 3, 4. —
9 Cfr. San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota, III, 30.
—
10 Liturgia
de las horas, Oración de Laudes de la 2ª. Semana.
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