JORGE GALINDO 07 de julio de 2019
El
mayor desplazamiento de personas en la región fuera de guerras y desastres
naturales demanda una respuesta decidida y coordinada por parte de los países
vecinos
Prácticamente
la mitad de las personas que viven en Venezuela quiere emigrar del país. No es
una forma de hablar: una encuesta realizada a finales de 2018 estimaba la cifra
en 47%. Un año antes, el mismo sondeo se paró en un 38%. Aplicando estas cifras
a una población de más de treinta millones se antojan casi pocos los cuatro que
ya han salido del país. Pero no lo son. Tampoco los que quedan por venir:
estamos hablando de un éxodo de la magnitud del provocado por la guerra en
Siria en el mismo tiempo, y que según las previsiones recogidas en el reciente
informe presentado por la OEA podría incluso superarlo con creces.
El
movimiento es de tal escala que resulta difícil justificar que no se convierta
en la absoluta prioridad de cualquier intento de coordinación internacional
para afrontar la crisis venezolana. La razón es doble: primero, nada hace
pensar que una eventual caída de Maduro seguida de una transición democrática
frenase el éxito. Aunque la represión política es parte de los factores tras el
éxodo, las causas principales hay que buscarlas en el profundo empobrecimiento
que ha llevado a casi nueve de cada diez venezolanos bajo el umbral de la
pobreza, así como en el desgarro del tejido social que lo ha acompañado. Por
mucho que se pueda trazar la catástrofe económica a las malas decisiones del
régimen, cambiarlo no va a acabar con la inflación ni reinstaurar la confianza
dentro de las comunidades. El daño ya está hecho, y tardará mucho en arreglarse
aunque se dispongan de todas las herramientas y ningún impedimento. En ese
entretiempo, que probablemente dure varios años, la salida de personas en busca
de una vida mejor no se detendrá.
Pero
es que además el reto es tan descomunal que no puede ser enfrentado de manera
eficaz por un solo país, o por un puñado de ellos de manera aislada y
descoordinada. Colombia tiene en sus fronteras alrededor de 1,3 millones de
personas de origen venezolano, de acuerdo con cálculos de su agencia
migratoria. Perú, poco menos de la mitad. EEUU y España albergan alrededor de
300.000 cada uno; casi tantos están en Chile o en Ecuador.
La
cifra no ha dejado de progresar desde 2016, y aunque dejase de hacerlo (algo
poco probable) estos valores ya reclaman la necesidad de una acción coordinada.
Algo que, como argumentan los autores del informe de la OEA, se conseguiría más
fácilmente si los migrantes venezolanos obtuviesen estatus de refugiado. Según
las cifras compiladas por ACNUR y la Organización Internacional de las
Migraciones, casi medio millón de venezolanos han solicitado la condición, la
mayoría en Perú. Hasta ahora, menos de un 10% la han conseguido.
El
acceso a la condición de refugiados incrementaría la presencia de
organizaciones internacionales, y podría facilitar la coordinación de la
respuesta por parte de Estados con capacidades muy diferentes en lo que
respecta a la acogida de migrantes: algunos, como Argentina o Brasil (por no
hablar de EEUU o de España), tienen un pasado reciente construido en no poca
medida por el asentamiento foráneo. No es el caso de Perú o Colombia. Los
países andinos no tienen grandes contingentes de inmigrantes en periodo
reciente, algo que se refleja en la enorme diferencia que existe entre la
cantidad de venezolanos estimada en sus territorios y la de extranjeros con
residencia permanentes.
Este gráfico da una idea bastante aproximada de la
enorme diferencia de capacidades, que afecta más a aquellos países que, por
lazos geográficos, sociales o incluso familiares, están acogiendo los
colectivos más nutridos de migrantes.
El riesgo de la xenofobia
Si en condiciones óptimas para quien se desplaza la
migración es un proceso enormenente costoso, que erosiona recursos, estatus y
redes de seguridad, la migración en situación de riesgo o empujado por una
emergencia económica y social es aún más dura. Ello implica que los países de
destino necesitan una inversión extra en acogida e integración. En un mundo con
fronteras no sólo físicas sino también económicas e institucionales, es posible
que esto genere tensiones en la población local. Y, de hecho, las encuestas de
opinión en Perú y Colombia ya indican repuntes preocupantes de rechazo hacia
las personas de origen venezolano.
En Colombia, junio de 2019 ha sido el primer mes en el
que una mayoría de ciudadanos ha respondido en la encuesta bimensual de la
firma Gallup que su gobierno no debería acoger a quien venga de Venezuela. En
paralelo, ha aumentado la visión negativa del local hacia el foráneo.
En Lima, alrededor de la mitad de personas encuestadas
por Ipsos para El Comercio consideró que la inmigración venezolana “aumenta la
delincuencia” y perjudica la situación de los trabajadores de la ciudad
No hay evidencia sólida que permita soportar de manera
fehaciente ninguna de las dos afirmaciones. Y quien se ponga a defender a los
migrantes con datos para rebatirlas puede estar haciendo justicia a la verdad,
pero también podría estar tendiéndose una trampa a sí mismo para el futuro:
¿qué pasa si en algún momento hay algún estudio que demuestra que los
prejuicios negativos son ciertos? ¿Estará entonces justificado el ataque, el
cerrar puertas y fronteras?
El argumento alternativo contra el discurso
anti-inmigración no es más prometedor estratégicamente, aunque nos parezca más
apropiado moralmente: la (casi obvia) idea de solidaridad hacia el vecino que
está en una mala situación se libraría de cualquier prueba que alguien halle o
fabrique contra él. Pero entonces habrá perdido a aquellos que, simplemente,
consideran que “primero, los de casa” que los vecinos. A quienes sólo se les
puede convencer con la idea de que la migración es “buena” para “los de casa”.
Con lo que volvemos al problema del párrafo anterior.
Ambos tipos de argumentos (los empíricos y los
normativos) son necesarios, ninguno se sirve por sí mismo, pero tampoco son
suficientes para garantizar lo que al fin y al cabo debería ser nuestro
objetivo: la seguridad inmediata de quien abandona su hogar para salvarse a sí
mismo y a los suyos. Para eso se necesita más que palabras.
Concentración y acción coordinada
Es lógico y esperable que estas personas tiendan a
concentrarse en ciertos países, en determinados municipios. Sea por
accesibilidad, porque todos preferimos llegar a un lugar donde ya conocemos a
alguien (y la migración se reproduce por ciclos de diáspora) para sentirnos más
seguros, o por ambas razones. Es así que Puerto Santander o Villa del Rosario,
ambos en el fronterizo departamento colombiano de Norte de Santander, cuentan
con ratios de 23% o 17% de población migrante venezolana respectivamente. En
cifras similares se encuentran Maicao, Arauca o Manaure. Estos son los Colombia
y Perú _de_ Colombia. Los puntos de primera llegada, primer asentamiento, y
también primera respuesta. Las entidades del estado colombiano, empezando por
Migración Colombia y la coordinación de la frontera, han sido muy conscientes
del reto de política pública ante el cual se han encontrado, respondiendo con
todos los medios disponibles. Pero las proyecciones arriba descritas auguran un
desafío mucho mayor: algo que el
propio Ministro de Exteriores colombiano ya anticipaba en la entrevista que
publicaba EL PAIS el pasado lunes.
Si estas situaciones de concentración llegan a
desbordar las capacidades de respuesta y acogida de las respectivas entidades
de gobierno, lo lógico, lo funcional, sería que las inmediatamente superiores
se encargasen de redirigir recursos hacia ellas. De no suceder, las cifras
negativas y la xenofobia subyacente crecerá. No necesariamente por el impacto
directo, real, medible de la migración. Sino por el uso que de la percepción
del mismo (distorsionada muchas veces) se haga desde medios de comunicación y
tribunas de candidatura política. El miedo es un formidable captador de
atención. Resulta demasiado tentador para quien vive de los votos y de la
audiencia.
Tal es la paradoja para los gobiernos de la región. Si
no actúan ya a una escala y una profundidad mucho mayor, y si no lo hacen
precisamente porque tienen miedo de la desaprobación de un público cada vez más
reacio a abrir sus puertas, no harán sino alimentar las probabilidades de que
sea más difícil hacerlo después. Quizás esta ha sido el mayor interrogante que
deja la recientemente cumbre de la OEA: a pesar del prolijo informe presentado
sobre la migración venezolana, y a pesar de la
buena voluntad recogida en la resolución final, cuando la marea mediática
se ha retirado la playa no ha dejado al descubierto propuestas de suficiente
calado. No se ve con el suficiente detalle de dónde van a venir los recursos a
los que hace referencia la propia resolución para enfrentar la crisis, ni cómo
van a llegar a las manos de quienes están en primera línea de respuesta
humanitaria y de política pública.
Latinoamérica busca a su Angela Merkel, en definitiva.
Busca a su líder de centro-derecha que no sólo abra puertas y ponga trabas a
quienes desde su propio espacio ideológico intenta que se cierren, como ella
hizo en la cúspide de la crisis siria de refugiados. Esto ya lo han hecho
algunos, particularmente el presidente Iván Duque siguiendo la línea de su
antecesor (y opositor en casi todo lo demás) Juan Manuel Santos. No: se
necesita a alguien que haga del mayor desplazamiento internacional de la región
en décadas su prioridad, que lo ponga como pilar de su legado en casa, y fuera.
Y que entienda que cuando Merkel decidió desoír los reclamos de políticas duras
no estaba tomando una posición noblemente desinteresada, ni tampoco pensaba
exclusivamente en su figura y en cómo sería recordada. No: Merkel estaba ante
todo haciendo un buen cálculo político para su propio interés y el de los
suyos. La canciller alemana, la última gran líder del mundo libre, entendía
perfectamente que si hoy cerraba las puertas a los necesitados de fuera mañana
ni ella ni nadie que le sucediese en su partido tendría la autoridad para
frenar el discurso xenófobo dentro de su propia casa.
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