ROSALÍA MOROS DE BORREGALES sábado 11 de enero de
2014
Con el entusiasmo que conlleva el
reencuentro con seres queridos se parte desde la capital, deteriorada pero
hasta cierto punto consentida, ignorante de todos los padecimientos de las
ciudades y pueblos más allá de sus fronteras. El camino hacia los Andes es
largo, se debe calcular la salida a una hora en la que el sol esté apenas
despuntando para tratar de llegar en el atardecer. Evitar la oscuridad a toda
costa se hace imperativo en un país en el que el saldo de muertes violentas en
el último año ha superado las 20 mil víctimas, por expresar una cifra que no
contradiga las conciencias entenebrecidas de las autoridades inmorales de
nuestro país. Además, tan pronto expresas tus intenciones de viaje son muchas
las historias sórdidas de hechos delictivos ocurridos en estos caminos.
Como lo dicen las Sagradas Escrituras: "Porque todo el que hace lo malo odia la luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas" (Juan 3:20). Entonces, viajar de noche es incrementar las posibilidades de caer en manos de seres perversos, cuyas almas han sido engordadas con el más cruel odio salido desde las entrañas de los ocupantes de Miraflores. Sin embargo, la lealtad de muchos venezolanos que anhelamos un nuevo camino para nuestra nación, que rogamos por un país iluminado por la sabiduría de Dios, nos permite apoyarnos en nuestra fe. Y en el amor por nuestro país, nos consolamos con los paisajes de belleza infinita que la Providencia desplegó en nuestra tierra, aunque sea lo único que en casi la totalidad del recorrido recreen nuestros ojos. Porque todo lo demás son caminos torcidos, abandonados, sin luz eléctrica, sin señalizaciones, sin un refugio para el accidentado, con seudo-baños sin agua, sin papel higiénico, sin jabón, con mucha basura y sin gasolina de 95 octanos.
Pero los revolucionarios venezolanos no viajan por los caminos torcidos de la patria de Bolívar; prefieren los viajes en primera clase de las aerolíneas europeas o de las capitalistas yanquis que viajan al Imperio tan desdeñado desde sus discursos, pero tan adorado por su vanidad. Será por esa razón, que los gobernantes no tienen ni idea de que la mayoría de los puentes de las carreteras venezolanas, aun esas que ellos irónicamente denominan autopistas, son puentes de guerra, puentes improvisados que permanecen colgando quizá por la oración que todo el que los cruza eleva al Cielo. Será por esa razón, que la vialidad del país se encuentra sumida en el más profundo abandono. En donde un hueco no solo puede destruir partes de un automóvil sino convertirse en la tumba del que desafortunadamente caiga en él.
Lamentablemente, estos caminos no están solos, muchos están poblados por esos venezolanos olvidados, despojados de su dignidad, a quienes se les quitó el derecho al trabajo, al estudio, a una vivienda y a la alimentación adecuada. Esos venezolanos que se han convertido en los revendedores usureros del camino, que venden cualquier producto en cinco o seis veces más su valor en cualquier comercio. O peor aún, en esos que se conforman con pedir, aunque para ello sus vidas estén en constante riesgo. Ya no son solo los niños de cachetes rosados de los páramos que extienden cuerdas en la vía para pedir sus aguinaldos. Para ellos con mucho gusto abrimos nuestro corazón y nuestras manos. Ahora, el pedir es un oficio de los habitantes del camino. No hay trabajo, es su respuesta; aunque a su alrededor haya grandes extensiones de tierras cultivables. Algunas convertidas en terrenos desolados y tristes por la política de expropiación de los revolucionarios.
Finalmente, se llega al destino propuesto; el abrazo de los seres queridos es como un bálsamo que consuela. Al rato, nos damos cuenta que quizá solo Caracas sea iluminada por las noches. Con asombro notamos que la segunda ciudad turística de Venezuela y también la primera gran ciudad antes de la frontera con Colombia se convierte en una boca de lobo después de las seis de la tarde, un estado de sitio obligado; aunque el jocoso ministro de Turismo se empeñe en decir que Venezuela es un país chévere.
Pensamos que haber recorrido tantos kilómetros en esas condiciones es un acto de amor. Entendemos que haber salido y regresado con vida a nuestro hogar fue un acto de la Providencia. Otros recorrieron los mismos caminos con otra suerte. Sentimos un gran dolor al escuchar de una familia que recorrió los mismos paisajes de nuestro itinerario; alguien de quien sabemos porque un día su belleza, esa misma belleza de nuestra tierra, nos engalanó con mucha alegría. Hoy, hemos sabido con gran pena que su sonrisa se ha apagado para siempre en los caminos torcidos de Venezuela.
"Hay camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte".
Prov. 16:20
Como lo dicen las Sagradas Escrituras: "Porque todo el que hace lo malo odia la luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas" (Juan 3:20). Entonces, viajar de noche es incrementar las posibilidades de caer en manos de seres perversos, cuyas almas han sido engordadas con el más cruel odio salido desde las entrañas de los ocupantes de Miraflores. Sin embargo, la lealtad de muchos venezolanos que anhelamos un nuevo camino para nuestra nación, que rogamos por un país iluminado por la sabiduría de Dios, nos permite apoyarnos en nuestra fe. Y en el amor por nuestro país, nos consolamos con los paisajes de belleza infinita que la Providencia desplegó en nuestra tierra, aunque sea lo único que en casi la totalidad del recorrido recreen nuestros ojos. Porque todo lo demás son caminos torcidos, abandonados, sin luz eléctrica, sin señalizaciones, sin un refugio para el accidentado, con seudo-baños sin agua, sin papel higiénico, sin jabón, con mucha basura y sin gasolina de 95 octanos.
Pero los revolucionarios venezolanos no viajan por los caminos torcidos de la patria de Bolívar; prefieren los viajes en primera clase de las aerolíneas europeas o de las capitalistas yanquis que viajan al Imperio tan desdeñado desde sus discursos, pero tan adorado por su vanidad. Será por esa razón, que los gobernantes no tienen ni idea de que la mayoría de los puentes de las carreteras venezolanas, aun esas que ellos irónicamente denominan autopistas, son puentes de guerra, puentes improvisados que permanecen colgando quizá por la oración que todo el que los cruza eleva al Cielo. Será por esa razón, que la vialidad del país se encuentra sumida en el más profundo abandono. En donde un hueco no solo puede destruir partes de un automóvil sino convertirse en la tumba del que desafortunadamente caiga en él.
Lamentablemente, estos caminos no están solos, muchos están poblados por esos venezolanos olvidados, despojados de su dignidad, a quienes se les quitó el derecho al trabajo, al estudio, a una vivienda y a la alimentación adecuada. Esos venezolanos que se han convertido en los revendedores usureros del camino, que venden cualquier producto en cinco o seis veces más su valor en cualquier comercio. O peor aún, en esos que se conforman con pedir, aunque para ello sus vidas estén en constante riesgo. Ya no son solo los niños de cachetes rosados de los páramos que extienden cuerdas en la vía para pedir sus aguinaldos. Para ellos con mucho gusto abrimos nuestro corazón y nuestras manos. Ahora, el pedir es un oficio de los habitantes del camino. No hay trabajo, es su respuesta; aunque a su alrededor haya grandes extensiones de tierras cultivables. Algunas convertidas en terrenos desolados y tristes por la política de expropiación de los revolucionarios.
Finalmente, se llega al destino propuesto; el abrazo de los seres queridos es como un bálsamo que consuela. Al rato, nos damos cuenta que quizá solo Caracas sea iluminada por las noches. Con asombro notamos que la segunda ciudad turística de Venezuela y también la primera gran ciudad antes de la frontera con Colombia se convierte en una boca de lobo después de las seis de la tarde, un estado de sitio obligado; aunque el jocoso ministro de Turismo se empeñe en decir que Venezuela es un país chévere.
Pensamos que haber recorrido tantos kilómetros en esas condiciones es un acto de amor. Entendemos que haber salido y regresado con vida a nuestro hogar fue un acto de la Providencia. Otros recorrieron los mismos caminos con otra suerte. Sentimos un gran dolor al escuchar de una familia que recorrió los mismos paisajes de nuestro itinerario; alguien de quien sabemos porque un día su belleza, esa misma belleza de nuestra tierra, nos engalanó con mucha alegría. Hoy, hemos sabido con gran pena que su sonrisa se ha apagado para siempre en los caminos torcidos de Venezuela.
"Hay camino que al hombre le parece derecho, pero su fin es camino de muerte".
Prov. 16:20
ROSALÍA MOROS DE BORREGALES
rosymoros@gmail.com
http://familiaconformealcorazondedios.blogspot.com
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