Fernando Mires 05 de febrero de 2017
Una de
las dificultades para entender a un pueblo como algo “no hecho” sino como algo
que “se hace” reside en la identificación, las más de las veces retórica, entre
pueblo y nación. Más grande es la dificultad si se toma en cuenta que desde el
punto de vista de la nación el pueblo está formado por todos los con-nacionales
y en su expresión jurídica estatal, por todos los con-ciudadanos. Luego, si la
nación es indivisible, el pueblo también lo sería.
Ese
criterio de pueblo-nación no puede, sin embargo, ser asumido por ninguna teoría
política moderna. La razón es que la política actúa siempre sobre un campo
divisible poblado de conflictos y antagonismos. Sin divisibilidad no hay
política. Por lo mismo, el pueblo en política es, y debe ser –a diferencia del
pueblo-nación- un pueblo dividido. Usando un ejemplo extremo se puede decir que
el pueblo de los fascistas no puede ser el mismo que el pueblo de los
demócratas, ni al revés tampoco.
En
términos no políticos, el pueblo político al ser confundido con los conceptos
de nacionalidad, ciudadanía, etnia e incluso raza, opera en el imaginario
colectivo como un pueblo fundador, es decir, como un pueblo histórico. En
cambio, desde la perspectiva del pensamiento político, el pueblo histórico no
existe como tal y en su lugar aparece un pueblo en su historia, historia que al
ser historia va mutando de modo incesante. Podríamos decir, por lo tanto, que
el pueblo no-político es un pueblo estático y el pueblo político es un pueblo
activo, en constante transformación. En breve: “un pueblo que se hace pueblo”.
La
noción de un pueblo que se hace puede ser ejemplificada a partir de un estudio
realizado por Sigmund Freud relativo al momento de fundación del pueblo judío
durante el largo periodo del Éxodo. En los tres ensayos contenidos en su última
obra “Moisés y la religión monoteísta” (1934-1938) – dejando de lado
especulaciones relativas a la nacionalidad de Moisés, según Freud un noble
egipcio peteneciente a la corte del faraón monoteísta Akenaton, derrocado por
el “partido politeísta”– la idea freudiana es que no fue el pueblo judío el que
realizó el “éxodo” sino el “éxodo” hizo posible al pueblo judío. Tesis que
encuentra ciertos fundamentos en la propia narración bíblica. Pues a través del
largo viaje, los emigrantes pre-judíos fueron creando reglamentos (mandamientos),
estructuras, jerarquías e instituciones que le permitieron constituirse como
pueblo antes de ser nación.
En
cierto sentido –eso no lo dice Freud pero es deducible de sus sugestivos
ensayos- antes de que el pueblo judío fuera un pueblo religioso fue un pueblo
político y como tal fue constituido a partir de múltiples y violentas luchas de
poder las que adquirían –no podía ser de otro modo- un formato religioso
(idolatría vs. monoteísmo, por ejemplo). El concepto de pueblo religioso es,
por lo tanto, una variante del concepto de pueblo histórico (o pueblo
fundacional).
Benedicto
XVl, como es sabido, propuso, en analogía al pueblo judío hablar del “pueblo
cristiano”. Pero en cualquiera de los dos casos el pueblo religioso no puede
ser un pueblo político. La razón es obvia: en un pueblo político caben los
miembros de todas las religiones y confesiones habidas y por haber.
Un
pueblo histórico y/o religioso pudo haber sido en sus orígenes un pueblo
político. Pero desde el momento en que “pasa a la historia”, deja de ser
político. El pueblo político es, en cambio, un pueblo “haciendo su historia”.
Eso no quiere decir que en política no exista cierta recurrencia a la noción de
pueblo histórico (fundacional), pero solo con el objetivo de reafirmar la existencia
de un pueblo político.
Ahora,
en la teoría política moderna –esencialmente contractual- el concepto de pueblo
opera como una premisa ficticia o principio regulativo cuya función es dar
sentido al acto constituyente originario (Hans Kelsen, Teoría general del
Derecho y el Estado) Un ejemplo: la Constitución de los EE UU en su preámbulo
1787 dice: Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos.
Evidentemente,
la Constitución norteamericana no fue dictada por el pueblo pero se sustenta
sobre el principio que da sentido al acto constituyente en donde el pueblo
actúa (de modo ficticio) como agente fundador. Siguiendo a Kelsen y en cierto
modo a la idea del velo de la ignorancia de John Rawls (Teoría de la Justicia),
las premisas constitucionales, si bien siendo ficticias o imaginarias, cumplen
el papel de regular el sentido mismo de la Constitución. Así puede ser posible
que el pueblo “de carne y hueso” no actúe como agencia fundadora de un pueblo,
pero sí es introducido en una Constitución como agente fundacional, el pueblo
“de carne y hueso” puede ser activado en cualquier momento.
Para
seguir con el ejemplo norteamericano, sabemos que en la Declaración de
Independencia de 1776 fue establecido que “todos los hombres han sido creados
iguales” pese a que no todos los hombres –sobre todo los esclavos negros- eran
iguales en la recién fundada nación. Pero dicha frase confirió posteriormente
al partido anti-esclavista del norte una vía constitucional sobre la cual hizo
transitar sus demandas. Por esa misma razón, cuando Obama fue elegido
presidente, el principio de la igualdad ante la ley, plenamente activado, dejó
de ser una ficción y se convirtió en realidad. Así sucede con el principio del
pueblo como agente constitucional. Dicho principio regulativo aplicado sin el pueblo
puede ser usado a posteriori por el pueblo el que a la vez se convierte en
pueblo en defensa de ese mismo principio.
El
pueblo es quien constituye. Esa fue la definición del jurista Carl Schmitt en
su libro Teoría de la Constitución (1928) En palabras breves, el pueblo es
político, según Schmitt, cuando asume su plena soberanía.
La
noción del pueblo soberano –básicamente contractual- asumida por Schmitt en
1928 contrasta, sin embargo, con la expresada de modo radicalmente taxativo en
su libro Teología Políticapublicado en 1922. La premisa de Schmitt en ese texto era: Soberano es quien decide sobre
el estado de excepción.
Según
esa primera acepción, el muy hobbesiano Schmitt entiende a la soberanía como
una atribución derivada del uso de la fuerza. Schmitt, efectivamente, no
confería en 1922 importancia a la diferencia entre dominación militar y
hegemonía política. Tampoco al concepto de mayoría, tan decisivo para Hannah
Arendt en la génesis del poder político (Violencia y Poder). Para el Schmitt de
1922 la soberanía se deduce simplemente del poder y el poder de la violencia.
Esa fue la razón por la cual los teóricos políticos dedicados a dar fundamento
ideológico a regímenes dictatoriales han abrazado con entusiasmo la tesis
schmittiana de 1922 desconociendo la de 1928. No podemos olvidar por ejemplo
que Jaime Guzmán. el filósofo político de la dictadura de Pinochet, seguía a
pies juntillas las tesis formuladas por Schmitt en sus libros Teología Política
y La Dictadura desconociendo por completo la tesis del pueblo como soberano
expuestas por el mismo Schmitt en 1928.
Por
cierto, Schmitt, a diferencia de Arendt, nunca fue un demócrata. Cuando en 1928
acepta la tesis de que el pueblo es quien constituye reconoce simplemente que
el pueblo puede ser poder constituyente pero a la vez no niega la posibilidad
de que ese poder también pueda derivar del principio monárquico el que bajo la
categoría Führerprinzip (principio del líder) puso Schmitt al servicio de la
Constitución nacional-socialista de 1933. No obstante, como el principio
monárquico no puede ser traspasable a ningún principio civil pues el poder del
monarca proviene teóricamente de Dios, la vinculación establecida por Schmitt
fue la de líder y pueblo entendiendo al pueblo como una proyección “hacia abajo”
del soberano constituyente representado en el Führer (Hitler).
El
dictador, de acuerdo al Führerprinzip se arroga no un poder divino pero sí el
poder del pueblo. Él es el pueblo. Nos explicamos entonces por qué Napoleón
declaró en un discurso Yo soy el poder constituyente. Frase dicha en
contraposición a la de El Estado soy yo formulada por Luis XlV. En otras
palabras lo que Napoleón dijo fue: Yo soy el pueblo. De más está decir que ese
principio, el napoleónico, ha hecho escuela entre los filósofos de las
dictaduras desde el español Donoso Cortés, el alemán Carl Schmitt, hasta llegar
en América Latina a ser representado en personas como el dominicano Joaquín
Balaguer, el chileno Jaime Guzmán y el argentino Norberto Ceresole.
El
pueblo, para los filósofos de las dictaduras es una prolongación de la persona
del dictador. El dictador en lugar de ser representante del pueblo convierte al
pueblo en representación de la voluntad general (Rousseau) encarnada en el
Partido, en el Máximo Líder, en el Caudillo. Ahí reside la índole populista de
la mayoría de las modernas dictaduras. Sean los comunistas, sean los actuales
autócratas eurasiáticos (Putin y Erdogan), sean los neo-dictadorzuelos
latinoamericanos (Ortega, Maduro), todos reclaman para sí la representación
absoluta y total del pueblo.
No
obstante, si aceptamos la premisa del Schmitt de 1928 –no hay razones para no
hacerlo– el pueblo, en tanto poder constituyente, puede ser, por lo mismo,
poder destituyente. Más todavía si consideramos que todo acto constituyente
supone un previo acto destituyente. Así, el pueblo, al ser el agente que
convoca, es también el que revoca.
Llevemos
ahora la tesis del Schmitt de 1928 hasta sus últimas consecuencias. Si el
pueblo constituyente es destituyente, el pueblo cuando destituye no puede ser
un principio regulador ni ficticio ni imaginario como en muchos casos es el
pueblo constituyente. Para destituir debe ser en primera línea un pueblo “de
carne y hueso” pues un pueblo como principio regulador no puede destituir a
nadie. En otras palabras, nunca un pueblo es más pueblo que durante el acto de
la destitución. A través de ese acto, la letra se hace cuerpo, el espíritu se
hace realidad y el pueblo se hace pueblo. La soberanía tácita del pueblo se
convierte en soberanía manifiesta durante el acto de destitución o revocación.
Más todavía: un pueblo que no puede destituir tampoco puede -en términos reales
y no ficticios- constituir.
No en
el poder constituyente sino en el destituyente se expresa -repetimos- la noción
de la soberanía popular. El acto destituyente puede ser llevado a cabo mediante
el simple proceso electoral o de acuerdo a normas constitucionales. Pero si ese
acto es negado serán abiertas las compuertas para activar el derecho natural a
la desobediencia y a la rebelión.
No
antes del acto destituyente sino durante, el pueblo actúa como instancia
política plenamente soberana. Por lo mismo, si deja de actuar como soberano
activo (constituyendo, destituyendo, eligiendo) el pueblo vuelve a su condición
pasiva y se convierte en pueblo histórico o simbólico, en pueblo demográfico o
población, en pueblo jurídico (ciudadanía) e incluso en “masa” cuando el lugar
del soberano es usurpado por otro agente político (monarquía, dictadura, líder
máximo).
Tal
vez una de los mejores documentaciones que muestran como la soberanía
destituyente se hace presente en un pueblo lo encontramos en la era
pre-política de España documentado en la legendaria obra de teatro escrita por
Lope de Vega: Fuenteovejuna (1612).
El
tiranicidio cometido en la persona del Comendador de Calatrava fue asumido por
el pueblo de Fuenteovejuna en su conjunto. Nadie delató, aún bajo tortura, al
ejecutor. El pueblo se hizo pueblo a través de la solidaridad colectiva, esto
es, a partir de la formación de un “nosotros constitutivo” aparecido como
consecuencia de la negación física a la tiranía.
-
¿Quién mató al Comendador?
-
Fuenteovejuna, Señor
-
Quién es Fuenteovejuna?
-
Todo el pueblo a una.
La
negación a la tiranía aparece en Fuenteovejuna a través de un tiranicidio así
como después en Francia apareció a través de un regicidio. En ambos casos la
soberanía del pueblo se expresa en el acto pre-político de la negación física
del representante del poder. No obstante, en la era política –se supone, es la
que vivimos- la negación de la tiranía no pasa necesariamente por la
eliminación física del tirano sino por su simple destitución.
En las
repúblicas parlamentarias basta la simple mayoría en el parlamento para que un
mandatario legal y legítimo cese en sus funciones. En algunos regímenes
presidencialistas los mandatarios pueden cesar cuando dos poderes del Estado,
el judicial y el parlamentario, se unen en contra del ejecutivo o simplemente
cuando son puestos en práctica los dispositivos revocatorios inscritos en la
misma Constitución.
Cuando
no existe separación de poderes y a la vez son cerradas las posibilidades
revocatorias inscritas en la constitución, solo quedaría el camino de la
destitución mediante la recurrencia al derecho natural a la rebelión. Así
ocurrió en 1989-1990 en las llamadas “democracias populares” dependientes de la
URSS. En la mayoría de ellas la Nomenclatura fue destituida mediante la acción
de masivas rebeliones populares. Pero solo en Rumania el dictador fue
ejecutado. El espíritu de la soberanía popular políticamente organizada
mediante el acto de la destitución –es decir, el principio Fuenteovejuna-
prevaleció en todos esos países.
Quizás
no hay mejor ejemplo para ilustrar como el principio Fuenteovejuna continúa
vigente en la modernidad que ese grito colectivo surgido en las manifestaciones
de los días Lunes en la RDA de 1989/1990: Nosotros somos el pueblo.
En esa
simple frase está condensada toda la teoría del pueblo político aparecida de
modo embrionario en la magistral obra de Lope de Vega. Nosotros significa,
nosotros somos la mayoría y no ustedes (la Nomenclatura, la minoría)
La
“nosotridad” opera entonces como agente divisorio entre el pueblo y los que
ejercen soberanía en nombre del pueblo. A través de la negación del poder de
los otros, el nosotros alemán se hizo pueblo soberano reclamando para sí la
soberanía ejercida en nombre del pueblo por una minoría dictatorial Y asumiendo
su soberanía, el pueblo se convirtió en destituyente y por lo mismo en
constituyente.
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