CARLOS PADILLA ESTEBAN 04 de febrero de 2017
¿Estoy
dando todo lo que puedo dar? ¿O puedo dar más? Miro a Jesús. Miro su rostro que
me mira quieto. Su voz callada. Con ese silencio que me turba. Lo miro y temo
quedarme vacío. Temo olvidarme de su paso. De su presencia. De su voz.
Viene
para quedarse conmigo. Y yo no me lo tomo en serio. Sigo de largo. O vuelvo a
sentirme como ese hijo mayor que todo lo juzga.
Una
persona rezaba: “Sabes que no he sido tan generosa en mi entrega,
que también allí me he buscado. Admiro y envidio a san Agustín, a san
Francisco, a santa María Magdalena, a san Pablo. No sólo por saberse tan amados
y por su gran santidad, sino porque una vez rescatados nunca miraron atrás,
siempre corrieron hacia delante. Una vida antes, otra después. Pero yo una vez
salvada, vuelvo una y otra vez sobre lo mismo. Por eso siempre me identifico
con el pecador. He descubierto un nuevo pecado, me he sentido como el hermano
mayor. Además de por sentirme mal por eso, quería agradecerte, Jesús, porque me
has hecho crecer, viéndome allí plantada. Me has salvado de nuevo. Sé
que lo olvidaré, que volveré a caer. Pero al menos ahora te doy gracias”.
Me
gustaría tener esa honestidad para mirar así mi vida. Es la tentación de
sentirme como ese hermano mayor que juzga, que nunca está contento, que siempre
espera más reconocimiento, más premios, más halagos. Como si la vida
consistiera en un sinfín de aplausos. En una cascada de felicitaciones.
Me da
miedo buscarme cada día. Sentir que alguien me debe algo. Y que
no son justas muchas de las cosas que me suceden.
Decía
el papa Francisco: “¿Cómo puedo acogerme a Cristo si sólo pienso en mí
mismo? ¿Cómo puedo disfrutar de la belleza de la Iglesia, si mi única
preocupación es salvarme, protegerme y salir indemne de cada
circunstancia? ¿Cómo puedo entusiasmarme con la aventura de la construcción del
Reino de Dios si cada entusiasmo queda frenado por el miedo a perder alguna
cosa mía?”.
Miedo
a perder. Miedo a no recibir. El deseo de salir siempre bien parado. El anhelo
de no sufrir nunca ningún daño.
Jesús
sufre indefensión, soledad, olvido, abandono, despreocupación. Y yo quiero ser
cuidado, recordado, salvado. Y siento como ese hermano mayor tan olvidado que
no soy tomado en serio.
Pienso
entonces que Jesús no nace para mí. Nace para otros. Para los que triunfan y
destacan. Para los que progresan en la vida. Y necesito de nuevo la
conversión. Para no pensar tanto en mí, en mi seguridad.
Yo me
protejo y huyo. Huyo de los enredos, del trabajo, de la vida. Huyo del peligro.
De la incomprensión. Del desamor. Busco la seguridad y la protección. Donde no
puedan hacerme daño. A veces mi cristianismo ha perdido fuerza. Se
ha aguado con el paso del tiempo.
Olvido
que Jesús tomó mi alma en sus manos para hacerla nueva, para hacerme niño. Y ya
no recuerdo lo que puede hacer conmigo si le dejo hacer. Ya no creo en su
protección. No me fío de sus palabras y promesas. Como si dudara de todo.
Y
recuerdo las palabras que leía: “Nuestro tránsito por la vida, con su
sufrimiento y con la muerte, no es más que un camino de retorno a Dios. En lo
más profundo de nuestra alma sentimos que no somos más que peregrinos. Algo
dentro de nosotros nos dice que Dios mismo es nuestro hogar. Nos asegura que
Dios nos espera como el padre espera al hijo pródigo”[1].
Estoy
de paso. No necesito asegurarlo todo en esta vida tan frágil. No conozco mi
último día. Pero tengo que vivir sin miedo cada día, el que tengo
delante. Sin juzgar a nadie. Dando con alegría lo que me han dado de forma
gratuita. Abriendo mis manos sin miedo. Sosteniendo a muchos.
Dios
viene a sacarme de mi comodidad, de mi mundo, para hacerme alimento para otros,
hogar para muchos. Ese Dios todopoderoso se ha hecho pobre e impotente como yo.
Se ha puesto en mi lugar, en mis zapatos. Ha sentido mis miedos, sufrido mis
vacíos, amado mi vida, acariciado mis deseos.
Jesús
me hace empatía para otros. Sólo Él me hace capaz de un amor imposible que da
la vida por otros sin miedo, sin buscarse. Así quiero vivir yo. Con esa
generosidad imposible. Sin temer la pérdida, sin sufrir por los vacíos.
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