Fernando Mires 16 de febrero de 2017
Cada
vez que he escrito sobre el presidente Trump alguien me contesta aduciendo que
el muro anti-mexicano lo comenzó a construir Obama. O que el proyecto de
desconectar a los EE UU de la globalización por medio del desconocimiento de
tratados internacionales ya era una propuesta de los propios izquierdistas. O
que es necesario relocalizar una gran parte del capital volátil que anda dando
vueltas a lo largo y ancho del mundo. O que las relaciones biliaterales son más
confiables que las colectivas. O que desligar el destino de USA del de Europa
es una acción justificada ya que todos los deberes los asumen los EE UU
mientras los europeos se hacen los lindos asumiendo solo los derechos.
E
incluso –agregan- si se toma en cuenta que los ejércitos del ISIS son uno de
los principales enemigos de las naciones occidentales, una alianza militar con
la Rusia de Putin se encontraría plenamente justificada desde un punto de vista
geo-militar.
Y
bien: pensando con objetividad, creo que mis críticos tienen en esos, como en
otros puntos, cierta razón.
Pienso
por ese mismo motivo que quienes comparan a Trump con Hitler exageran. Comparar
al presidente de un país democrático, no solo a Trump, a cualquier mandatario
occidental con Hitler, es un abuso historiográfico. Y lo peor: eso lleva a
minimizar e incluso a relativizar la maldad de Hitler.
Hitler
no era un demonio, escribió Benedicto XVl. Y agregaba: lamentablemente era un
ser humano, una muestra de lo que el humano puede llegar a ser cuando da las
espaldas a Dios. Sin embargo, si Hitler no era un demonio –podríamos pensar
siguiendo al gran teólogo- era al menos un ser demonizado. Un pobre diablo si
se quiere, pero con el poder suficiente para convertir al planeta en un infierno.
No
sabemos todavía si Trump podría llegar a hacer algo parecido a lo que hizo
Hitler. Pero no lo ha hecho, y mientras no lo haga no tenemos el derecho a
pre-juzgarlo. Ni a él ni a nadie.
Claro
está, cuando uno lee no lo que dice, sino como lo dice Trump, cuando lo
oímos insultar con tanto odio a los
mexicanos, cuando se refiere obscenamente a las mujeres, cuando despliega su
terible incontinencia verbal contra quien lo contradiga, es inevitable pensar
que si bien Trump no es Hitler, bien podría serlo si él no fuera el gobernante
de un país en el cual rige una estricta división de poderes, una tradición
republicana y democrática, y sobre todo, el dictado irrebatible de la letra
constitucional.
- Hay
que atenerse no a las formas sino a los contenidos– afirman quienes cifran
espectativas positivas en el presidente Trump. El detalle del problema es que
las formas en política no pueden ser separadas de sus contenidos.
Poner
en forma política a un conflicto significa no ponerlo en forma belicista del
mismo modo como poner en forma artística a un tema no significa ponerlo en
forma artesanal. No podemos decir, por ejemplo: estoy de acuerdo con el
contenido de la Gioconda, pero no me agrada su forma. La forma de la Gioconda
es la Gioconda.
Saber
“guardar las formas” es saber guardar el sentido de la actividad que
realizamos. Y Trump, definitivamente, no las guarda. Pero estigmatizarlo y
condenarlo a priori por todo lo que diga o haga, tampoco es cuidar las formas.
Sobre todo si observamos que entre la política internacional de Trump y la de
Obama no solo se observan rupturas sino, además, algunas líneas de continuidad.
Por
supuesto, nadie está pidiendo a Trump que sea como Obama (la clase no se
adquiere: se tiene o no se tiene). Sin embargo, hay indicios que señalan como
en el plano internacional, Trump ha mostrado disposiciones que si bien
endurecen, no contradicen, más bien continúan a la política de Obama. Por
cierto, es demasiado temprano para extraer conlusiones definitivas, pero ya hay
cuatro ejemplos muy interesantes:
1) El
ministro de defensa norteamericano James Mattis aseguró el 10.02 que “el
compromiso de EE UU con la NATO es inquebrantable”. La declaración no debe
haber gustado a Putin quien cifraba esperanzas si no en la desaparición, por lo
menos en el debilitamiento de una NATO cuya única función por el momento es
proteger a Europa de Rusia. Mattis solo exigió en un lenguaje duro lo mismo que
venía exigiendo con más cortesía Obama: que Europa asuma un mayor compromiso en
sus obligaciones militares. El gobierno alemán al menos, ya lo entendió y se
apresta a hacerlo.
2)
Trump exigió el 15.02 en términos directos a Rusia que devuelva Crimea a
Ucrania. Al leer esa noticia, Putin debe haber pensado que quizás se equivocó
al hackear solo a Clinton y no a Trump.
3)
Trump se expresó criticamente con respecto a la ampliación de los
asentamientos impulsados por Israel en Palestina usando terminos que podrían haber
sido los de Obama. “No soy alguien que piensa que la expansión de las colonias
(de Israel) sea bueno para la paz” (10.02). El exagerado intercambio de
amabilidades entre Natanyahu y Trump en el encuentro que ambos sostuvieron en
Washington (15.02) no logró ocultar que el desacuerdo básico en torno al
reconocimiento del estado palestino mantenido con Obama, perdura con Trump.
4)
Trump dio curso al material que preparó la administración Obama en
contra del vicepresidente de Venezuela, Tarek El Aissami, congelando los
millonarios activos que posee el sórdido personaje en USA. ¿Una respuesta
indirecta a Putin por su creciente injerencia en asuntos latinoamericanos,
sobre todo en Cuba y Venezuela? Puede ser.
Definitivamente
Trump no es Hitler. Tampoco es Obama. Trump es Trump y las de-formaciones
anti-políticas que caracterizan al recién elegido presidente no dejan por eso
mismo de preocupar. Tarea de los consejeros de Trump será llevar la política,
por lo menos la internacional, al lenguaje que corresponde. Pues, al fin y al
cabo, la política es su lenguaje. Y si Trump un día aprende a hablar en
político, puede ser que al final su mandato no sea el apocalipsis que en algun
momento imaginamos.
Quizás
vale la pena esperar un breve tiempo antes de lanzar un juicio más perentorio
sobre el insólito mandatario.
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