Fernando Yurman 13 de febrero de 2017
El
respeto de las reglas del juego
El
juego, que investigadores como Huizinga dictaminaron ejercicio originario de la
sociedad, tiene como fundamento las reglas. En su estudio, Jean Piaget había
enfatizado para el desarrollo infantil el pasaje al juego reglado, etapa
paralela al vínculo con otros niños, juegos en grupo y primeras lógicas de
cooperación. El equilibrio, la reciprocidad, la reversibilidad, la
equivalencia, nacen de esa experiencia universal. El juego en grupo es quizás
el primer esbozo de “ciudadanía”. Sin juego no hay reglas, y sin reglas no hay
juego, como pronto aprenden los niños.
El
juego distancia y une con la realidad común, pero esa controversia varía. Es
notable la diferencia entre juegos de azar, ajedrez, tenis o carreras. Los
modelos oscilan desde la competición y la suerte al vértigo y la mascarada,
como había clasificado Roger Caillois. Y no solamente afecta los participantes.
Es notable la diferencia entre públicos de béisbol y fútbol. El último acepta
las relativas reglas de juego dentro de la cancha, pero fuera de ella tiende a
turba anarquizada por sus pasiones. Y ese fervor abandona la noción de
reciprocidad y equivalencia que exigen los juegos. En el béisbol, la pasión
está más acotada, demorada hasta un desenlace que no es violento. Desentrañar
esta diferencia implica cotejar dos expresiones normativas, más allá del
deporte. Incluye la sociedad y la administración de emociones lúdicas, pero
también de normas sociales y políticas. En el plano jurídico, me animaría a
afirmar, la diferencia sugiere la de los teóricos Hans Kelsen y Carl Schmitt,
la vigencia independiente de “la norma” o el vulgar “estado de excepción”.
Aunque
siempre el juego demanda un ámbito propio separado de la realidad, el
entusiasmo “excepcional” del fútbol aumenta ese aislamiento. Enfervorizada en
la tribuna, la conciencia se separa del ciudadano, y se sumerge en el tiempo
alucinante del encuentro. Son rincones anímicos intensamente narcisistas,
envolturas fantasiosas de fusión con el ideal deportivo. El equipo, una íntima
pertenencia del hincha, suscita la identificación masiva. Un periodista
norteamericano, Bill Mumford, que pasó siete años acompañando los barras bravas
de un club inglés escribió “Entre los bárbaros”, notable crónica de esa
compenetración. El relato ilustra la transfiguración pasmosa de los ciudadanos
que integran las pandillas del fútbol. Advirtió el pasaje del sistema normativo
individual a la transgresión absoluta de los grupos fanáticos. En la
exaltación, se mezclaban himnos nacionalistas británicos con cánticos
deportivos, y había una mezcla creciente con las emociones más hondas (que
llegaron a perturbar al mismo cronista). Sus correrías vandálicas descendían a
un estadio primitivo de identidad y pertenencia. Esa polarización primaria
también se advierte en extremistas políticos, como si el fanatismo deportivo
fuese expresión antropológica de un desvarío general.
Todas
las sociedades, a través de la historia, contemplan dimensiones de fiesta,
aspectos orgiásticos, epifanías y carnavales, y permiten una suspensión parcial
de las convenciones acostumbradas. Es un paréntesis para que lo idealizado
anule vertiginosamente la distancia con los otros. Esa carencia de regulación
es siempre goce pasajero. Lo problemático es que cristalice y no permita la
estabilidad psíquica para la vida corriente. Una sociedad normal puede conjugar
con reglas aspectos satisfechos e insatisfechos, perdidos y recuperados. La
dimensión saludable transforma con esfuerzo la realidad y los ideales, y acepta
los límites y los duelos. La idealización absoluta del fanatismo no lo permite,
paraliza la capacidad de pensar porque el pensamiento es siempre un trabajo, el
intento de resolver un problema. La idealización fanática es la anulación del
problema mismo, su ahogo en la ciénaga narcisista. La perfección del objeto y
su fusión fantaseada con el sujeto, regula el psiquismo hacia un mínimo de
tensión intelectual. La idealización constante tiende a estupidizar.
Ese
pasaje a la acción de la pasión fanática, tiene su paradigma en el fútbol, y es
más difícil en el béisbol por las mediaciones que lo frenan. Los períodos
codificados del béisbol, la administración progresiva, ordenan el espectador,
hacen de rampas de frenado, diques al narcisismo sobreexcitado. El fútbol
carece esas represas, sucede en tiempo real, el fanático está absolutamente
identificado con el jugador y sigue la pelota con un vértigo que lo consume.
Las reservas lógicas caen. En el béisbol hay que hacer cálculos, combinatorias,
pausas que ordenan los puntajes y distancian el yo de lo idealizado. La
turbulencia de pasiones colectivas es parte de la condición humana, pero hay
mediaciones que logran acompasar la exaltación, relativizar los ideales, y
promueven la diferencia entre una audiencia y una turba. Los trámites demoran y
apaciguan los anhelos, organizan una tendencia universal que afecta desde el
amor hasta la política.
Enamorarse,
decía Bernard Shaw, no es más que exagerar los rasgos de una persona en
relación a los demás, y podemos agregar que ese exceso sugiere un fanatismo que
la vida conyugal atempera. Por el contrario, el amor-pasión sin modular lleva
usualmente a la destrucción. El fútbol padece ese riesgo pasional, mientras el
béisbol codifica el entusiasmo, y es naturalmente más “conyugal”. Así como en
los procesos de enamoramiento suele haber escalas y etapas, también los
distintos fanatismos tienen distintos sistemas de regulación. La intolerancia a
que el equipo pierda un partido ha llevado a las barras bravas al homicidio
anónimo, a la destrucción real para vengar una afrenta imaginaria. Los grupos
políticos enfervorizados pueden llegar a matar o disparar contra edificios,
porque sus habitantes son de “clase media”, “alta”, otra creencia o color. El
enfrentamiento deriva de la enorme lesión narcisista del fanático, cuyo yo
exaltado ha quedado fundido con el ideal. El fanático aterroriza para evitar su
propio terror. ¿Y cuál es el terror central del fanático? Enfrentar la
distancia irreductible con lo idealizado: desposeído de ese ideal no puede
sostenerse, le faltan reservas narcisistas en otras áreas. Los fanáticos son
emocionalmente endebles, con un vínculo de fusión imaginaria que los sostiene.
Cuando
pierden los equipos, aunque haya habido trucos o transgresiones, reconocen un
veredicto que legisla la derrota (protestan, pero primero la aceptan). La
reacción en el fútbol es violenta porque la regla es absorbida en la pasión del
encuentro. El público de béisbol puede distraerse, comentar el partido, y no
registra la misma vivencia. Los modelos de estos deportes pueden trasladarse a
la política, también una mayor mediación institucional permite reglar las
confrontaciones de un modo que no lo hacen los movimientos ideológicos
pasionales. En el primer caso hay un ejercicio simbólico de la política, en el
segundo imaginario, más ligado a la identificación, el rapto emotivo y el
vértigo.
La
noción de pueblo, una fantasía sin mediación, suele desencadenar la turba. Las
hipótesis sobre el origen del totalitarismo, ese alimento ideológico de los
desclasados, indican que el freno son siempre las instituciones. La división de
poderes logra mediar, regular pasiones y permite su expresión reglada: sin
instituciones no hay fecundo ejercicio político. Viene al caso señalar que el
modelo de una democracia participativa es más atractivo para el fanatismo que
el de una representativa. La representación obliga a pensar, delega
trabajosamente, tiene un recorrido simbólico, exige metaforizar el alejamiento
del poder. La participación, aunque se apoye en una una falacia económica o
política, y el poder siga vedado, mantiene un imaginario de cercanía y fusión
líder-pueblo. Igual que en los juegos, distinguimos una sociedad mediatizada
por instituciones de otra que transcurre, no en tiempo simbólico, sino en
tiempo tomado por la imaginación y el mito (y enunciado como “tiempo histórico
real” por los voceros ideológicos). La falsa historia suele ser “descifrada” mientras
se la “vive”, y narrada como en un match. El fanático está pegado a los rasgos
del líder, y en la fusión del carisma puede haber mucha palabra, pero no hay
pensamiento, solo persuasión y uso instrumental del lenguaje. No prueba la
resistencia de la realidad o la pluralidad del mundo, solo la fusión imaginaria
con el ideal. Es una perspectiva egocéntrica que anula la complejidad y sus
enigmas.
Si el
fútbol tiene un fervor que parece más cercano al populismo, el ajedrez parece
remedar el juego mismo de la razón, con reglas diáfanas para el incuestionable
resultado. En uno de sus mejores cuentos, Stefan Zweig relata la dramática
condición de un jugador de ajedrez con el mismo paralelismo que estamos
presentando. Un exiliado del nazismo, ajedrecista que viaja en un
trasatlántico, queda extraviado en laberintos obsesivos. Su derrumbe, emblema
dramático de los excluidos en la década de 1930, era casi expresión de la
crisis de Zweig. Un cerebro adiestrado en la límpida racionalidad del juego, se
va desquiciando por efecto del maltrato y la irracionalidad colectiva de su
patria. El relato es la progresiva debacle de la razón como secuela de la
ruptura en las reglas del juego.
Una
legislación que modifica la aplicación de la norma, como postulaba Carl
Schmitt, inaugura el “estado de excepción” porque distingue la Ley de la
aplicación de la Ley : la violencia discriminatoria se ejerce sobre ese borde
jurídico resbaloso. En su contrario, sostenía Hans Kelsen en su “Teoría Pura
del derecho”, la norma requiere rigurosa autonomía. Precisa quizás la
respetuosa independencia que rige los juegos infantiles. Podríamos agregar,
corrigiendo levemente un aforismo, que una sociedad madura es aquella que logra
jugar con la honesta seriedad, la autonomía y el rigor de los niños.
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