Francisco Fernández-Carvajal 14 de febrero de
2020
@hablarcondios
— María participa en grado eminente de la misericordia
divina.
— Salud de los enfermos, Refugio de los
pecadores.
— Consuelo de los afligidos, Auxilio de los
cristianos.
I. Una gran
multitud seguía a Jesús, y van tan pendientes de su doctrina que se han ido
alejando de las ciudades y aldeas, sin tener nada que comer. El Señor llamó
entonces a sus discípulos, y les dijo: Siento profunda compasión por la
muchedumbre, porque ya hace tres días que permanecen junto a mí y no tienen qué
comer; y si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, pues
algunos han venido de lejos1. La compasión misericordiosa es, una vez más, lo que lleva a
Jesús a realizar el extraordinario milagro de la multiplicación de los panes y
de los peces.
Nosotros debemos recurrir frecuentemente a la
misericordia divina, porque en su compasión por nosotros está nuestra salvación
y seguridad, y también debemos aprender a ser misericordiosos con los demás:
este es el camino para atraer con más prontitud el favor de Dios. Nuestra Madre
Santa María nos alcanza continuamente la compasión de su Hijo y nos enseña el
modo de comportarnos ante las necesidades de los hombres: Dios te
salve, Reina y Madre de Misericordia..., le hemos dicho tantas veces.
Quizá, como muchos cristianos, un día a la semana como hoy sábado, acudimos a
Ella de modo particular, cantándole o rezándole esa antiquísima oración. María
«es la que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su
precio y sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos Madre de la
misericordia: Virgen de la Misericordia o Madre de la divina Misericordia;
en cada uno de estos títulos se encierra un profundo significado teológico,
porque expresan la preparación particular de su alma, de toda su personalidad,
sabiendo ver primeramente a través de los complicados acontecimientos de
Israel, y de todo hombre y de la humanidad entera después, aquella misericordia
de la que nos hacemos partícipes por todas las generaciones (Lc 1,
50), según el eterno designio de la Santísima Trinidad»2.
Enseña San Agustín que la misericordia nace del
corazón y se apiada de la miseria ajena, corporal o espiritual, de tal manera
que le duele y entristece como si fuera propia, llevando a poner –si es
posible– los remedios oportunos para intentar sanarla3. Se derrama sobre otros y toma los defectos y miserias ajenos
como propios e intenta librarles de ellos. Por esto, dice la Sagrada Escritura
que Dios es rico en misericordia4; y «es más glorioso para Él sacar bien del mal que crear algo
nuevo de la nada; es más grande convertir a un pecador dándole la vida de la
gracia, que crear de la nada todo el universo físico, el cielo y la tierra»5.
En Jesucristo, Dios hecho hombre, encontramos
plenamente la expresión de esta misericordia divina, manifestada de muchas
maneras a lo largo de la historia de la salvación. Se entregó en la Cruz, en
acto supremo de Amor misericordioso, y ahora la ejerce desde el Cielo y en el
Sagrario, donde nos espera, para que vayamos a exponerle las necesidades
propias y las ajenas. No es tal nuestro Pontífice, que sea incapaz de
compadecerse de nuestras miserias (...). Lleguémonos, pues, confiadamente, al
trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar la gracia para ser
socorridos al tiempo oportuno6. ¡Qué frutos de santidad produce en el alma la meditación
frecuente de esa divina invitación!
María participa en grado eminente de esta perfección
divina, y en Ella la misericordia se une a la piedad de madre; Ella nos conduce
siempre al trono de la gracia. El título de Madre de la
Misericordia, ganado con su fiat en Nazaret y en el
Calvario, es uno de los mayores y más bellos nombres de María. Es nuestro
consuelo y nuestra seguridad: «Con su amor materno se cuida de los hermanos de
su Hijo, que todavía peregrinan y se hallan en peligros y ansiedad hasta que
sean conducidos a la patria bienaventurada. Por este motivo, la Santísima
Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora,
Socorro, Mediadora»7. Ni un solo día ha dejado de ayudarnos, de protegernos, de interceder
por nuestras necesidades.
II. El título
de Madre de Misericordia se ha expresado tradicionalmente a
través de estas advocaciones: Salud de los enfermos, Refugio de los
pecadores, Consuelo de los afligidos, Auxilio de los cristianos. «Esta
gradación de las letanías es bellísima. Muestra cómo María ejerce su
misericordia sobre aquellos que sufren en el cuerpo para curar su alma, y cómo
seguidamente les consuela en sus aflicciones y les hace fuertes en medio de
todas las dificultades que tienen que sobrellevar»8.
Santa María nos espera como Salud de los
enfermos, porque obtiene la curación del cuerpo, sobre todo cuando está
ordenada a la del alma. Otras veces, nos concede algo más importante que la
salud corporal: la gracia de entender que el dolor, el mal físico, es
instrumento de Dios. Él espera que –al aceptarlo con amor– lo convirtamos en un
gran bien, que nos purifique y nos permita obtener innumerables dones para toda
la Iglesia. A través de la enfermedad, llevada con paciencia y visión
sobrenatural, conseguimos una buena parte del tesoro que vamos a encontrar en
el Cielo y abundantes frutos apostólicos: decisiones de entrega a Dios y la
salvación de personas que, sin aquellas gracias, no hubieran encontrado la
puerta del Cielo. La Virgen nos remedia también de las heridas que el pecado
original dejó en el alma y que han agravado los pecados personales: la
concupiscencia desordenada, la debilidad para realizar el bien. Fortalece a los
que vacilan, levanta a los caídos, ayuda a disipar las tinieblas de la
ignorancia y la oscuridad del error.
La Virgen misericordiosa se nos muestra como Refugio
de los pecadores. En Ella encontramos amparo seguro. Nadie después de su
Hijo ha detestado más el pecado que Santa María, pero, lejos de rechazar a los
pecadores, los acoge, los mueve al arrepentimiento: ¡en cuántas Confesiones ha
intervenido Ella con un auxilio particular! Incluso a quienes están más
alejados les envía gracias de luz y de arrepentimiento, y si no se resistiesen
serían conducidos de gracia en gracia hasta alcanzar la conversión. «¿Quién
podrá investigar, pues, ¡oh Virgen bendita!, la longitud y latitud, la
sublimidad y profundidad de tu misericordia? Porque su longitud alcanza hasta
su última hora a los que la invocan. Su latitud llena el orbe para que toda la
tierra se llene de su misericordia»9. A Ella acudimos hoy, y le pedimos que tenga piedad de nuestra
vida. Le decimos que somos pecadores, pero que queremos amar cada vez más a su
Hijo Jesucristo; que tenga compasión de nuestras flaquezas y que nos ayude a
superarlas. Ella es Refugio de los pecadores y, por tanto,
nuestro resguardo, el puerto seguro donde fondeamos después de las olas y de
los vientos contrarios, donde reparamos los posibles daños causados por la
tentación y nuestra debilidad. Su misericordia es nuestro amparo y nuestra
paz: Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores...
III. La
Virgen, Nuestra Madre, fue durante toda su vida consuelo de aquellos que
andaban afligidos por un peso demasiado grande para llevarlo ellos solos: dio
ánimos a San José aquella noche en Belén, cuando, después de explicar en una
puerta y otra la necesidad de alojamiento, no encontró ninguna casa abierta. Le
bastó una sonrisa de María para recuperar fuerzas y acondicionar lo que
encontró: un establo a las afueras del pueblo. Y le ayudó a salir adelante en
la fuga a Egipto, y a establecerse en aquel país... Y a José, a pesar de ser un
hombre lleno de fortaleza, se le hizo más fácil el cumplimiento de la voluntad
de Dios con el consuelo de María. Y las vecinas de Nazaret encontraron siempre
apoyo y comprensión en unas palabras de la Virgen... Los Apóstoles hallaron
amparo en María cuando todo se les volvió negro y sin sentido después que
Cristo expiró en la cruz. Cuando volvieron de sepultar el Cuerpo de Jesús y las
gentes de Jerusalén se preparaban para celebrar en familia la fiesta de la
Pascua, los Apóstoles, que no habían estado presentes, andaban perdidos, y casi
sin darse cuenta se encontraron en casa de María.
Desde entonces no ha dejado un momento de dar consuelo
a quien se siente oprimido por el peso de la tristeza, de la soledad, de un
gran dolor. «Ha cobijado a muchos cristianos en las persecuciones, liberado a
muchos poseídos y almas tentadas, salvado de la angustia a muchos náufragos; ha
asistido y fortalecido a muchos agonizantes recordándoles los méritos infinitos
de su Hijo»10. Si alguna vez nos pesan las cosas, la vida, la enfermedad,
el empeño en la tarea apostólica, el esfuerzo por sacar la familia adelante,
los obstáculos que se juntan y amontonan, acudamos a Ella, en la que siempre
encontraremos consuelo, aliento y fuerza para cumplir en todo la voluntad
amable de su Hijo. Le repetiremos despacio: Dios te salve, Reina y
Madre de Misericordia, vida, dulzura, esperanza nuestra... En Ella
aprenderemos a consolar y alentar, a ejercer la misericordia con quienes veamos
que necesitan esa ayuda grande o pequeña –una palabra de estímulo, de
condolencia...– que tan grata es al Señor.
La Virgen es auxilio de los cristianos, porque se
favorece principalmente a quienes se ama, y nadie amó más a quienes formamos
parte de la familia de su Hijo. En Ella encontramos todas las gracias para
vencer en las tentaciones, en el apostolado, en el trabajo... En el Rosario
encontramos un «arma poderosa»11 para superar tantos obstáculos con los que nos vamos a
encontrar. Muchos son los cristianos en el mundo que, siguiendo la enseñanza
ininterrumpida de los Romanos Pontífices, han introducido en su vida de piedad
la costumbre de rezarlo a diario: en sus familias, en las iglesias, por la calle
o en los medios de transporte.
«En mí se encuentra toda gracia de doctrina y de
verdad, toda esperanza de vida y de virtud (Eclo 24, 25).
¡Con cuánta sabiduría la Iglesia ha puesto esas palabras en boca de nuestra
Madre, para que los cristianos no las olvidemos! Ella es la seguridad, el Amor
que nunca abandona, el refugio constantemente abierto, la mano que acaricia y
consuela siempre»12.
1 Mc 8,
1-10. —
2 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 8.
—
3 Cfr. San
Agustín, Sobre la Ciudad de Dios, 9. —
4 Ef 2,
4. —
5 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1-2, q. 113, a. 9. —
6 Hebr 4,
15-16. —
7 Conc.
Vat. II, Const. Lumen gentium. 62. —
8 R.
Garrigou-Lagrange, La Madre del Salvador, p. 305. —
9 San
Bernardo, Homilía en la Asunción de la B. Virgen María. 4,
8-9. —
10 R.
Garrigou-Lagrange, o. c., p. 311. —
11 San
Josemaría Escrivá, Santo Rosario. Introducción. —
12 ídem, Amigos
de Dios, 279.
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