Francisco Fernández-Carvajal 13 de febrero de
2020
@hablarcondios
— Jesús, nuestro
Modelo, realizó su trabajo en Nazaret con perfección humana.
— Laboriosidad,
competencia profesional.
— Terminar con
perfección el trabajo. Las cosas pequeñas en el quehacer profesional.
I. Con frecuencia
los Evangelios recogen los sentimientos y las palabras de admiración que
provocó el Señor en sus años aquí en la tierra: las gentes estaban
maravilladas, todos estaban admirados por los prodigios que hacía... Y
«entre las muchas alabanzas que dijeron de Jesús los que contemplaron su vida, hay
una que en cierto modo comprende todas. Me refiero a aquella exclamación,
cuajada de acentos de asombro y de entusiasmo, que espontáneamente repetía la
multitud al presenciar atónita sus milagros: bene omnia fecit (Mc 7,
37), todo lo ha hecho admirablemente bien: los grandes prodigios, y las cosas
menudas, cotidianas, que a nadie deslumbraron, pero que Cristo realizó con la
plenitud de quien es perfectus Deus, perfectus homo (Símbolo Quicumque),
perfecto Dios y hombre perfecto»1.
El Evangelio de la Misa2 nos
invita a considerar este pasaje en el que quienes seguían al Señor no pueden
dejar de exclamar: Todo lo ha hecho bien. Cristo se nos presenta
como Modelo para nuestra vida corriente, y nos puede servir para examinar si de
nosotros se podría decir que tratamos de hacer bien todas las cosas, las
grandes y las que parecen sin importancia, porque queremos imitar a
Cristo.
La mayor parte de la existencia humana de Jesús fue
una vida corriente de trabajo en un pueblo hasta entonces desconocido. Y allí,
en Nazaret, también el Señor lo hizo todo acabadamente, con perfección humana.
En Nazaret se diría de Jesús que era un buen carpintero, el mejor que habían
conocido.
Una buena parte de la vida de cada hombre y de cada
mujer se encuentra configurada por la realidad del trabajo, y difícilmente
encontraremos a una persona responsable que –por propia voluntad– esté sin
ocupación o empleo. Muchos se sienten movidos a trabajar por fines humanos
nobles: mantener a la familia, labrarse un mejor futuro..., también hay quienes
se dedican a una tarea por el afán de poner en práctica y desarrollar una
particular habilidad o afición, o por contribuir al bien de la sociedad, porque
sienten la responsabilidad de hacer algo por los demás. Otros muchos trabajan
por fines menos nobles: riqueza, ambición, poder, afirmar la propia valía,
obtener lo necesario para dar satisfacción a sus pasiones. Conocemos a gentes
competentes, que trabajan muchas horas a conciencia por fines exclusivamente
humanos. El Señor quiere que quienes le siguen en medio del mundo sean personas
que trabajan bien, con prestigio, competentes en su profesión o en su oficio,
sin chapuzas; gentes muy distintas, que se mueven por fines humanos nobles y
porque el trabajo –sea el que sea– es el medio donde debemos ejercitar las
virtudes humanas y las sobrenaturales..., pues «sabemos que, con la oblación de
su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de
Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente laborando con sus
propias manos en Nazaret»3.
Nosotros le decimos al Señor que queremos realizar
ejemplarmente nuestros quehaceres –de modo particular nuestro trabajo– porque
deseamos vivamente que sean una ofrenda diaria que llegue hasta Él, y porque
estamos decididos a imitarle en aquellos años de vida oculta en Nazaret.
II. Cuando Jesús
busca a quienes han de seguirle, lo hace entre hombres acostumbrados al
trabajo. Maestro, toda la noche hemos estado trabajando...4,
le dicen aquellos que serían sus primeros discípulos. Toda la noche,
en un trabajo duro, porque les es necesario para vivir, porque son pescadores.
San Pablo nos ha dejado su propio ejemplo y el de los que le acompañaban: nos
afanamos con nuestras propias manos5.
Y a los primeros cristianos de Tesalónica, les escribe: ni comimos el
pan de balde a costa de otro, sino con trabajo y fatiga, trabajando noche y
día, para no ser gravosos a ninguno de vosotros6.
No se dedicaba San Pablo al trabajo por simple recreo y distracción –comenta
San Juan Crisóstomo–, sino que realizaba un esfuerzo tal que podía subvenir a
sus necesidades y a las de los otros. Un hombre que imperaba a los demonios,
que era maestro de todo el universo, a quien se le confiaron los habitantes de
pueblos, naciones y ciudades, a quienes cuidaba con toda solicitud; ese hombre
trabajaba día y noche. Nosotros –sigue el santo–, que no tenemos una mínima
parte de sus preocupaciones, ¿qué excusas tendremos?7.
No tenemos excusas para no trabajar con intensidad, con perfección, sin
chapuzas.
Para trabajar bien, primero es necesario trabajar
con laboriosidad, aprovechando bien las horas, pues es difícil, quizá
imposible, que quien no aproveche bien el tiempo pueda acostumbrarse al
sacrificio y que mantenga despierto su espíritu, que pueda vivir las virtudes
humanas más elementales. Una vida sin trabajo se corrompe, y con frecuencia
corrompe lo que hay a su alrededor. «El hierro que yace ocioso, consumido por
la herrumbre, se torna blando e inútil; pero si se lo emplea en el trabajo, es
mucho más útil y hermoso y apenas si le va en zaga a la misma plata. La tierra
que se deja baldía no produce nada sano, sino malas hierbas, cardos y espinas y
plantas infructuosas; mas la que se cultiva, se llena de suaves frutos. Y, para
decirlo en una palabra, todo ser se corrompe por la ociosidad y se mejora por
la actividad que le es propia»8.
Y eso sirve igualmente para la madre de familia que debe dedicar muchas horas a
su hogar y a la educación de sus hijos, para el que trabaja por cuenta propia,
o para el estudiante, el jefe de la empresa y el obrero que ocupa el último
lugar en una cadena de producción.
El Señor nos pide un trabajo humano bien realizado, en
el que se pone intensidad, orden, ciencia, competencia, afán de perfección; una
tarea que no tiene rincones sin terminar, sin tacha ni errores. Trabajo serio,
que no solo parezca bueno, sino que lo sea realmente. No importa que sea manual
o intelectual, de ejecución o de organización, que lo presencien otras personas
de más responsabilidad o ninguna. El cristiano añade algo nuevo al trabajo:
además de lo anterior, lo hace por Dios, a quien cada día lo presenta como una
ofrenda que permanecerá en la eternidad; pero el modo –responsable, competente,
intenso...– es el normal de todo trabajo honrado. Una tarea realizada de esta
manera dignifica al que la realiza y da gloria a su Creador; se hacen rendir
los dones naturales y se convierte en una continua alabanza a Dios.
Porque queremos seguir de cerca a Cristo y tratamos de
imitarle, hemos de añadir a nuestros quehaceres una mayor perfección, porque en
todo momento tenemos presente al Maestro, que todo lo hizo bien.
Examinemos hoy en la oración la calidad humana de nuestras tareas, del estudio,
y veamos junto al Señor aquellas facetas en las que pueden mejorar: intensidad,
puntualidad, acabar bien lo que comenzamos con ilusión, orden, cuidado de los
instrumentos de trabajo...
III. El
cristiano descubre en el trabajo nuevas riquezas, «pues todos los caminos de la
tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo»9,
como solía decir de muchos modos diferentes San Josemaría Escrivá, quien
predicó toda su vida que «la santidad no es cosa de privilegiados»10.
Rememoraba un hecho de experiencia que le había servido para enseñar de modo
gráfico a quienes se acercaban a su apostolado cómo ha de ser el trabajo hecho
de cara a Dios: «Recuerdo también la temporada de mi estancia en Burgos (...).
A veces, nuestras caminatas llegaban al monasterio de Las Huelgas, y en otras
ocasiones nos escapábamos a la Catedral.
»Me gustaba subir a una torre, para que contemplaran
de cerca la crestería, un auténtico encaje de piedra, fruto de una labor
paciente, costosa. En esas charlas les hacía notar que aquella maravilla no se
veía desde abajo. Y, para materializar lo que con repetida frecuencia les había
explicado, les comentaba: ¡esto es el trabajo de Dios, la obra de Dios!: acabar
la tarea personal con perfección, con belleza, con el primor de estas delicadas
blondas de piedra. Comprendían, ante esa realidad que entraba por los ojos, que
todo eso era oración, un diálogo hermoso con el Señor. Los que gastaron sus
energías en esa tarea, sabían perfectamente que desde las calles de la ciudad
nadie apreciaría su esfuerzo: era solo para Dios. ¿Entiendes ahora cómo puede
acercar al Señor la vocación profesional? Haz tú lo mismo que aquellos
canteros, y tu trabajo será también operatio Dei, una labor humana
con entrañas y perfiles divinos»11,
aunque nadie lo vea, aunque ninguna persona lo valore. Dios sí lo ve y lo
aprecia; esto es suficiente para poner empeño en acabar las tareas con
perfección, con amor.
Acabar bien lo que realizamos significa en muchos
casos estar pendientes de lo pequeño. Eso exige esfuerzo y
sacrificio, y al ofrecerlo se convierte en algo grato a Dios. El estar en los
detalles por amor a Dios no empequeñece el alma, sino que la agranda porque se
perfecciona la obra que realizamos y, ofreciéndola por intenciones concretas,
nos abrimos a las necesidades de toda la Iglesia; así, nuestra tarea adquiere
una dimensión sobrenatural que antes no tenía. En el quehacer profesional –lo
mismo que en los otros aspectos de una vida corriente: la vida familiar y
social, el descanso...– se nos ofrece siempre esa doble oportunidad: el
descuido y la chapuza, que empobrecen el alma, o la pequeña obra de arte
ofrecida al Señor, expresión de un alma con vida interior.
Quizá quiera el Señor hacernos ver, en este rato de
oración, detalles que exigen un cambio de orientación o de ritmo en nuestro
modo de trabajar. ¿Vivo el orden, que lleva a abordar las tareas según su
verdadera importancia, y no guiado por el capricho o la comodidad? ¿Retraso sin
motivo, solo por falta de intensidad o de puntualidad, la terminación de mi
trabajo? ¿Interrumpo por cualquier excusa la tarea que tengo entre manos,
haciendo quizá perder el tiempo también a los demás?
Con la ayuda de la Virgen María, terminemos este rato
de meditación con un propósito concreto, que nos moverá a realizar nuestro
quehacer con más perfección, y que nos facilitará acordarnos con más frecuencia
del Señor: «Ahí, desde ese lugar de trabajo, haz que tu corazón se escape al
Señor, junto al Sagrario, para decirle, sin hacer cosas raras: Jesús mío, te
amo»12.
1 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 56. —
2 Mc 7,
31-37. —
3 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 67. —
4 Lc
5, 5. —
5 1
Cor 4, 12. —
6 2
Tes 3, 8. —
7 Cfr. San
Juan Crisóstomo, Homilía sobre Priscila y Aquila. —
8 Ibídem.
—
9 San
Josemaría Escrivá, Carta 24-III-1930. —
10 ídem, Carta 19-III-1954.
—
11 ídem, Amigos
de Dios, 65. —
12 ídem, Forja,
n. 747.
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