Francisco Fernández-Carvajal 17 de julio de
2019
@hablarcondios
— Dios está siempre a nuestro lado.
— Imitar a Jesús para ser buenos hijos de Dios Padre.
— La filiación divina nos lleva a identificarnos con
Cristo.
I. Cuando Moisés
pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró cerca del Horeb, el monte santo, se le
apareció Dios en una zarza que ardía sin consumirse. Allí recibió la misión
extraordinaria de su vida: sacar al pueblo elegido de la esclavitud a que
estaba sometido por los egipcios y llevarlo a la Tierra Prometida. Y como
garantía de la empresa, el Señor le dijo: Yo estoy contigo1.
No pudo imaginar Moisés entonces hasta qué punto Dios iba a estar con él y con
su pueblo en medio de tantas vicisitudes y pruebas.
Tampoco nosotros conocemos del todo –por nuestra
limitación humana– hasta qué extremo está Dios con nosotros en todos los
momentos de la vida. Esta cercanía se hace especialmente próxima cuando Dios ve
que estamos recorriendo el camino hacia la santidad. Está como un Padre que
cuida de su hijo pequeño. Jesús, perfecto Dios y perfecto Hombre, nos habla
constantemente, a lo largo del Evangelio, de esta cercanía de Dios en la vida
de los hombres y de su amorosa paternidad. Solo Él podía hacerlo, pues
nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quiera revelarlo2,
nos dice en el Evangelio de la Misa. El Hijo conoce al Padre con el mismo
conocimiento con que el Padre conoce al Hijo. Jamás se ha dado ni se dará una
intimidad más perfecta. Es la identificación de saber y de conocimiento que
implica la unidad de la naturaleza divina. Jesús está declarando con estas
palabras su divinidad.
Y como Hijo, que es consustancial con el Padre, nos
manifiesta quién es Dios Padre en relación a nosotros, y cómo en su bondad nos
otorga el Don del Espíritu Santo. Este fue el núcleo de su revelación a los
hombres: el misterio de la Santísima Trinidad, y con él y en él la maravilla de
la paternidad divina. La última noche, cuando parece resumir en la intimidad
del Cenáculo lo que habían sido aquellos años de entrega y de confidencias
profundas, declara: Manifesté tu nombre a los que me diste3.
«Manifestar el nombre» era mostrar el modo de ser, la esencia de alguien. El
Señor nos dio a conocer la intimidad del misterio trinitario de Dios: su
paternidad, siempre próxima a los hombres. Son incontables las veces que Jesús
da a Dios el título de Padre en sus diálogos íntimos y en su
doctrina a las muchedumbres. Habla con detenimiento de su bondad como Padre:
retribuye cualquier pequeña acción, pondera todo lo bueno que hacemos, incluso
lo que nadie ve4,
es tan generoso que reparte sus dones sobre justos e injustos5,
anda siempre solícito y providente sobre nuestras necesidades6.
Con frecuencia, el nombre de Padre viene citado como un estribillo que le fuera
muy grato repetir a Jesús. Nunca está lejos de nuestra vida, como no lo está el
padre que ve a su hijo pequeño solo y en peligro. Si buscamos agradarle en
todo, siempre le encontraremos a nuestro lado: «Cuando ames de verdad la
Voluntad de Dios, no dejarás de ver, aun en los momentos de mayor trepidación,
que nuestro Padre del Cielo está siempre cerca, muy cerca, a tu lado, con su
Amor eterno, con su cariño infinito»7.
II. Dios no es
solamente el hacedor del hombre, como el pintor lo es del cuadro; Dios es padre
del hombre, y de un modo misterioso y sobrenatural le hace partícipe de
la naturaleza divina8.
El Padre ha querido que nos llamemos hijos de Dios y que en verdad lo
seamos9. Ser hijos de Dios no es una conquista nuestra, no es un
progreso humano, sino don divino, don inefable que hemos de considerar y de
agradecer frecuentemente todos los días. La filiación divina será el fundamento
de nuestra alegría y de nuestra esperanza al realizar la tarea que el Señor nos
ha encomendado. Aquí estará la seguridad ante los posibles temores y angustias: Padre,
Padre mío, le diremos tantas veces, acariciando este nombre suave y sonoro,
jugoso y fuerte; ¡Padre!, le gritaremos en momentos de alegría y en
situaciones de peligro. «Llámale Padre muchas veces al día, y dile –a solas, en
tu corazón– que le quieres, que le adoras: que sientes el orgullo y la fuerza
de ser hijo suyo»10.
Nuestra participación en la filiación divina se
realiza a través de Jesucristo: en la medida en que nos empeñamos, con la ayuda
de la gracia, en parecernos a Él, que es el Primogénito de muchos hermanos sin
dejar de ser el Unigénito del Padre.
Dios Padre nos ve cada vez más como hijos suyos en la
medida en que nos parecemos más a su Hijo: si procuramos trabajar como Él, si
tratamos con misericordia a quienes vamos encontrando en las diversas
circunstancias que componen un día nuestro, si reparamos por los pecados del
mundo, si somos agradecidos como lo era Jesús. Y, de modo especial, si en la
oración acudimos a nuestro Padre Dios como lo hacía Jesucristo: prorrumpiendo
frecuentemente en acciones de gracias y actos de alabanza ante las continuas
manifestaciones del amor que Dios nos tiene. Te doy gracias, Padre,
Señor de cielo y tierra, leemos en el Evangelio de hoy11.
Gracias, le decimos nosotros, porque me ha sucedido esto o aquello..., porque
esa persona se ha acercado a los sacramentos..., porque me ayudas a sacar la
familia adelante..., por poder desahogar mi corazón en la dirección
espiritual..., por todo... Nos portamos como buenos hijos de Dios cuando
nuestro pensamiento, nuestros afectos, se dirigen a Dios Padre con mucha
frecuencia; no solo en los momentos difíciles, sino también en medio de la
alegría, para alabarle y bendecirle: Bendice, alma mía, al Señor, y
todo mi ser a su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides sus
beneficios. Él perdona todas tus culpas y cura todas tus enfermedades; Él
rescata tu vida de la fosa, y te colma de gracia y de ternura12.
Hemos de procurar mirar a las gentes como lo hacía el
Maestro... ¡Qué distinto es el mundo visto a través de la mirada de Cristo! Y
es el Espíritu Santo el que nos impulsa a asemejarnos más a Cristo. Porque
los que son guiados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios13.
«Con el Espíritu se pertenece a Cristo –comenta San Juan Crisóstomo–, se le
posee, se compite en honor con los ángeles. Con el Espíritu se crucifica la
carne, se gusta el encanto de una vida inmortal, se tiene la prenda de la
resurrección futura, se avanza rápidamente por el camino de la virtud»14.
La filiación divina es el camino ancho para ir a la Trinidad Beatísima.
III.
Hemos meditado muchas veces en la misericordia de Dios, que quiso hacerse
hombre para que el hombre en cierto modo se pudiera hacer Dios, se divinizara15,
participara de modo real de la misma vida de Dios. La gracia santificante, que
recibimos en los sacramentos y a través de las buenas obras, nos va
identificando con Cristo y haciéndonos hijos en el Hijo, pues Dios
Padre tiene un solo Hijo, y no cabe acceder a la filiación divina más que en
Cristo, unidos e identificados con Él, como miembros de su Cuerpo
Místico: vivo yo; pero ya no soy yo quien vive: es Cristo quien vive en
mí16, San Pablo a los Gálatas.
Por esta razón, si nos dirigimos al Padre es Cristo
quien ora en nosotros; cuando renunciamos a algo por Él, es Él quien está
detrás de este espíritu de desasimiento; cuando queremos acercar a alguien a
los sacramentos, nuestro afán apostólico no es más que un reflejo del celo de
Jesús por las almas. Por benevolencia divina, nuestros trabajos y nuestros
dolores completan los trabajos y los dolores que el Señor sufrió por su Cuerpo
místico, que es la Iglesia. ¡Qué inmenso valor adquieren entonces el trabajo,
el dolor, las dificultades de los días corrientes!
Este esfuerzo ascético que, con la ayuda de la gracia,
nos lleva a identificarnos cada vez más con el Señor, nos debe mover a
tener los mismos sentimientos que Cristo Jesús17;
y conforme nos identificamos con Él vamos creciendo en el sentido de la
filiación divina, somos –para decirlo de algún modo– más hijos de
Dios. En la vida humana no cabe ser «más o menos hijo» de un padre de la
tierra, sino que todos lo son por igual: cabe solo ser buenos o maloshijos.
En la vida sobrenatural, conforme más santos seamos, somos más hijos de Dios;
al meternos más y más en la intimidad divina, llegamos a ser no solo
mejores hijos, sino más hijos. Esa debe ser la gran meta
de la vida de un cristiano: un continuo crecimiento en su filiación divina.
Nuestra Madre, Santa María, es el modelo perfecto de
esta grandeza sublime a la que puede llegar la gracia divina cuando encuentra
una correspondencia total. Nadie ha estado, fuera de Cristo en su Santísima
Humanidad, más cerca de Dios; ni ninguna criatura puede llegar a ser, en la
plenitud de sentido en la que la Santísima Virgen lo fue, Hija de Dios Padre.
Pidámosle que meta en nuestras almas la inquietud de
buscar esas enseñanzas del Espíritu Santo que nos impulsan a imitar a Jesús:
bajo su influjo tendremos la urgencia, la necesidad ardiente de volvernos hacia
el Padre en todo momento, pero especialmente en la Misa: le invocaremos Padre
clementísimo18,
uniéndonos al sacrificio de su Hijo; nos atreveremos a verle como Padre y
llamarle Abba, precisamente porque estamos ungidos por el Espíritu
de su Hijo, que clama Abba, Padre19.
Él es quien nos hace tener el hambre y la sed de Dios y de su gloria, tan
patentes en su Hijo Encarnado. Y el Padre es glorificado por nuestra creciente
semejanza con su Hijo Unigénito: Aquel que es poderoso sobre todas las
cosas para hacer mucho más de lo que podemos pedir o pensar20 21.
1 Primera
lectura. Año I. Ex 3, 1-6; 9-1 2. —
2 Mt 11,
27. —
3 Jn 17,
6. —
4 Cfr. Mt 6,
3-4; 17-18. —
5 Cfr. Mt 5,
44-46. —
6 Cfr. Mt 4,
7-8, 25-33. —
7 San
Josemaría Escrivá, Forja, n. 240. —
8 2
Pdr 1, 4. —
9 1
Jn 3, 1 —
10 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 150 —
11 Mt 11,
25-26. —
12 Salmo
responsorial. Año I. Sal 102, 1-4. —
13 Rom 8,
14. —
14 San
Juan Crisóstomo, Comentario a la Epístola a los Romanos,
13. —
15 Cfr. San
Ireneo, Contra los herejes, V, pref. —
16 Gal 2,
20. —
17 Flp 2,
5 —
18 Cfr. Misal
Romano, Anáfora I. —
19 Gal 4,
6. —
20 Ef 3,
20. —
21 Cfr. B.
Perquin Abba, Padre, Rialp, Madrid 1986, pp. 139-140.
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