Álvaro Vargas Llosa SÁBADO 28 DE DICIEMBRE DE 2013
A mediados del siglo XIX, Tomás
Carlyle desarrolló una teoría, que luego se volvería famosa, sobre la historia
como un proceso dirigido por superhombres, a los que los demás tienen la
obligación de reverenciar porque son los que permiten renovar el organismo
social. La dinámica que va del apogeo a la decadencia y de la decadencia al apogeo
es un proceso -simplifico groseramente su teoría- que tiende hacia el progreso
de la humanidad gracias a los héroes.
Esta idea estaba instalada en la magín
de Hugo Chávez aunque no hubiese leído a Carlyle, como lo está en todos esos
caudillos providenciales que creen que el mundo -las instituciones, las
personas- se deben moldear con el barro de sus caprichos. La marca que dejó en
su país al morir en marzo pasado fue de tal naturaleza, que un año después su
régimen sigue en pie, prolongándolo a él a través de Nicolás Maduro, la persona
a la que en su última aparición había ungido como sucesor con el mismo método
expeditivo con el que había convertido la desprestigiada democracia en una
nueva dictadura.
Ese es el legado de Chávez: la nueva
dictadura. No puede decirse, estrictamente hablando, que fue él quien inauguró
la nueva modalidad del régimen autoritario latinoamericano, consistente en usar
los ropajes democráticos, incluyendo la vía electoral, para disimular la
demolición de los contrapesos republicanos, porque Alberto Fujimori se le
adelantó algunos años. Pero Chávez es quien simbolizó esta nueva variante del
hombre fuerte latinoamericano más que nadie y el que logró algo que nadie
anticipaba: que su régimen lo sobreviviese. Cuando Maduro consiguió, muy
probablemente por medio de un fraude electoral, superar a Henrique Capriles en
abril, el chavismo dio un salto cualitativo. De allí en adelante, pasó a ser un
sistema cuya permanencia no depende de quien lo fundó (aunque sí de factores,
incluida la penetración cubana, que siguen allí). Es la terrible verdad que esa
mitad de Venezuela que ve al chavismo como Sarmiento veía a Rosas o Facundo en
el siglo XIX, es decir como un regreso a la barbarie, no ha encontrado todavía
la forma de desmentir.
No puede decirse que Chávez haya
logrado el mismo “éxito” póstumo en lo relativo a su influencia internacional,
que sí ha decaído pronunciadamente. Una parte del billón y medio de dólares que
el petróleo le redituó a la Revolución Bolivariana entre 1999 y 2012 pudo
sostener, mediante subvenciones y la financiación de grupos, un “sistema”
regional de alianzas y sumisiones. Pero se está desmoronando porque la crisis
traumática que vive Venezuela ha obligado a recortar las transferencias y
debilitado la autoridad sobre los países del Alba y de Petrocaribe. Allí están
todavía los gobiernos inspirados en Chávez, pero no son más de un puñado; los
otros, que seguían a Caracas en política exterior a cambio del dinero que
recibían, van hoy por la libre. El impacto en los organismos de integración o
de coordinación regionales no será en los años venideros el que fue hasta la
muerte de Chávez.
Es necesario recordarlo: Chávez no
cayó del cielo; fue un producto de la democracia elitista e institucionalmente
débil del “puntofijismo”, esas cuatro décadas que median entre la recuperación
de la libertad en 1958 y la elección del comandante en 1998. Sólo si lo tienen
muy presente podrán los venezolanos, cuando recuperen su libertad, lo que por
desgracia no ocurrirá pronto, hacer un nuevo intento republicano sobre bases
más permanentes. Para acabar de una vez por todas con los superhombres.
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