Por
Colette Capriles 2 de Enero 2014
@cocap
La prudencia aconseja no entrometerse
en la tela opaca del futuro, pero un artículo como este, arrancando el año, no
tiene más camino que repasar lo acontecido o aventurarse en la adivinación. Lo
que es lo mismo: también se necesitan dotes oraculares para descifrar lo que ha
pasado.
Porque lo que va a marcar los meses
que vienen, los años quizás, es la capacidad de construir el relato de lo que
pasa. Y no es nuevo: la experiencia social, en Venezuela, está tomada por el
mito desde hace años. La manera en que socialmente, políticamente, nos contamos
lo que pasa, se parece más a las formas mitológicas que a las narrativas
racionales (no se tome esta última palabra demasiado literalmente). También se
podría decir que lo que ya no importa es la verdad o, peor áun, el acuerdo
básico acerca de qué puede ser considerado verdad.
Lo mitológico no es ni verdadero ni
falso porque su función no es hacer esa discriminación, sino otra: la que hay
entre ellos y nosotros. Es una máquina de producir identidad y de ordenar el
mundo entre quienes la comparten y quienes forman el exterior, lo distinto y lo
diferente, sin lo cual a su vez la propia identidad no puede existir.
La pregunta de fondo es, naturalmente:
¿qué había en nuestro ser que estaba exigiendo tan ávidamente una respuesta
identitaria (más bien: una anestesia, un tranquilizante)? A principios de los
90 hubo (y murió) una especie de debate implícito sobre la proliferación de
signos patrios, en especial stickers con banderitas de siete estrellas, que
señalaba esa inquietud nebulosa acerca del ser venezolano, cielo encapotado que
anunciaba la ruta nacionalista que permitirá, tantos años después, la
existencia de este drama llamado chavismo.
Todo esto para decir que de lo que se
tratará es de identidades, de relatos acerca de cómo somos y seremos, y acerca
de cómo lo que ocurre es consistente con esos relatos o los contradicen. Inútil
discutir acerca de números electorales o magnitudes inflacionarias: sin un
contexto de interpretación que les dé sentido, la discusión es imposible y
termina siempre en un acto de fuerza (simbólica o real). Por ejemplo, el Banco
Central de Venezuela, al hacer finalmente su anuncio acerca de la inflación de
los dos últimos meses, decreta la muerte de la última verdad institucional: el
documento presenta los datos como obedientes a la “guerra económica”, adoptando
pues ya el mito como única forma narrativa.
Aquel vacío identitario pre-chavista
permitió, o convocó más bien, un régimen que, institucional al principio, va
innovando sus formas de dominio para hacerlas cada vez más “antropológicas” y
menos políticas, más dependientes de una conexión identitaria (en la que el
nacionalismo es esencial) que de una preferencia política.
Entre comentaristas eso ha solido
aparecer como la conexión carismática o religiosa o inexplicable; como los
efectos del caudillismo o de la redención de los pobres; sin duda, estas
conexiones han sido eficaces, pero es su consistencia en forma de relato
identitario (una oferta acerca de qué es ser venezolano) lo que las hace
poderosas y lo que forma parte de esquemas de dominación probados ampliamente
durante el siglo XX.
Curiosamente, el marxismo sirvió de
vehículo paradójico para sostener estos proyectos de dominación a través de la
identidad nacional. Digo curiosamente porque lo que forma el núcleo de la
antropología marxista es esa idea de un hombre nuevo, universal y despojado de
todas las particularidades identitarias que lo individualizan: patria,
religión, familia. Pero el estalinismo acabó con eso y así como recupera el
“modernismo” en el capitalismo de estado, utiliza la identidad nacional como forma
de dominio, primero nacional y luego exportada.
Cuba adopta el marxismo (soviético)
como una continuidad natural de su propia y espantosa duda identitaria, nunca
recuperada de la pérdida de su lugar privilegiado en el imperio español. Y en
nuestro vacío se asienta también esa historia triste que se está escribiendo
cada día aquí.
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