ALFREDO MEZA Caracas 6 ENE 2014
El presidente venezolano aprovecha su
renovada fuerza política para espolear la lucha de clases, laminar cualquier
oposición y avanzar hacia el modelo cubano
El día de Reyes marca el fin de la
tregua que impone el fin de año en Venezuela. Para el presidente Nicolás Maduro
la fecha también significa mucho. Será el primer año que inicia sin la
presencia tutelar de su padre político, Hugo Chávez —fallecido el pasado 5 de
marzo víctima del cáncer tras una dolorosa agonía— y con la responsabilidad de
llevar sin su consejo las riendas del país. No es poca cosa para un hombre aún
inexperto en el manejo de los asuntos del Estado. Maduro se ha repuesto de un
inicio tambaleante, con acusaciones de fraude en la elección presidencial de
abril, en la que dilapidó la holgada ventaja de los últimos comicios disputados
por Chávez, para terminar mandando con mano firme y asomando rasgos distintivos
en su mandato. En 2014 buscará profundizar su revolución.
Siempre se podrá decir para justificar
el actual panorama político y económico que las decisiones del gobernante
venezolano responden a un mandato del comandante Chávez. Esto no es del todo
cierto. El caudillo sabía cuándo y cómo detenerse si intuía que podía caer en
el abismo. Algunos tienen la sensación de que Maduro ha ido demasiado lejos en
su intento de profundizar la autodenominada revolución bolivariana, tomando
riesgos que podrían llevarlo a salir del poder mucho antes de lo pautado. En
realidad, su actual situación es el resultado de una ecuación de aciertos y
errores de sus adversarios. Con el paso de los meses las primeras palabras del
número dos, Diosdado Cabello, tras la muerte del líder comienzan a cobrar
sentido: “Chávez era el muro de contención para las ideas locas que se nos
ocurrían. Ustedes debieron ligar [desear] que viviera por muchos años”.
Aunque a Maduro se le consideraba un
pragmático, en realidad era un enigma cómo podía comportarse tras ser nombrado
como el heredero el 8 de diciembre de 2012. Al principio pareció responder a
esa primera impresión. Le restó poder al ideólogo de la política económica
chavista, el ministro de Planificación, Jorge Giordani, y sumó a la cartera de
Finanzas a un hombre mucho más pragmático como Nelson Merentes. También ordenó
la restitución de la unidad del tesoro al recuperar las competencias quitadas
por Chávez al Banco Central de Venezuela para coordinar el manejo de los fondos
en dólares en manos de otras oficinas del Estado. Pero, cuando el reclamo de la
oposición —que asegura haber ganado las elecciones— fue desestimado por los
tribunales locales y la efervescencia de la protesta se fue diluyendo, Maduro
se apartó del camino de la supuesta conciliación que había buscado con el
sector privado cuando su mandato era muy cuestionado.
La magnitud del poder chavista permite
toda clase de interpretaciones sobre su composición. Hoy parece más que claro
que allí dentro o no existen los moderados o estos cultivan un perfil muy bajo.
Tal vez no haya surgido un liderazgo de esas características con el suficiente
respaldo para proponer una lectura distinta del legado de su líder. A menos que
las circunstancias lo obliguen, el Gobierno no cejará en su empeño de seguir
promoviendo la lucha de clases, de imponer un modelo de inspiración cubana en
el país y de aplastar a la oposición, a quienes concibe como enemigos y no
adversarios. Los radicales interpretan la obra de Chávez como un mandato para
aumentar el control del Estado sobre todos los aspectos de la actividad
económica, poner a su servicio a todos los demás poderes públicos y mantener
una alta clientela política a base de los subsidios, restando su libertad para
elegir entre una variada oferta. Después de todo manejan una generosa chequera
petrolera que les permite la arrogancia de despreciar cualquier acuerdo con
casi la mitad del país que se le opone.
A la oposición le esperan entonces
meses muy duros. No solo porque están en pleno proceso de relanzamiento de su
plataforma unitaria. La línea revolucionaria está en su esplendor a pesar de
las amenazas a la supervivencia que representa la inminente crisis económica
que se avecina. Aplicar el Plan de la patria, un programa de acción pergeñado
por Chávez, es la nueva condición para dialogar con los alcaldes contrarios al
Gobierno electos en los comicios municipales. En la presentación, el propio
Chávez escribió: “Este es un programa de transición al socialismo y de
radicalización de la democracia participativa y protagónica […] No nos llamemos
a engaño: la formación socioeconómica que todavía prevalece en Venezuela es de
carácter capitalista y rentista y el socialismo apenas ha comenzado a implantar
su propio dinamismo interno entre nosotros. Este es un programa para afianzarlo
y profundizarlo; direccionado hacia una radical supresión de la lógica del
capital”.
Esa misma declaración de intenciones
es la que obliga a Maduro a no ofrecer ningún gesto distinto de la convocatoria
de ese diálogo condicionado. No se avizora el regreso de los venezolanos
expatriados por motivos políticos o la liberación de aquellos que por las
mismas razones pagan condena en las cárceles venezolanas. En un iluminador
artículo publicado en el diario El Nacional, el periodista Fausto Masó razonaba
en esa misma dirección: “No se trata de la falta de corazón de Maduro, sino de
su desprecio por una oposición a la que se le niega la condición de venezolana.
Su apuesta es que la oposición no responderá al desprecio con el desprecio;
prefiere atemorizarla, sobornarla, corromperla”.
Muerto el líder, los sucesores buscan
convertir al chavismo en una corporación como el PRI mexicano, que estuvo 70
años en el poder hasta 2000. Es decir, gobernar con la fachada de la democracia
pero traicionándola en la práctica.
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