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domingo, 7 de febrero de 2016

Ciegos, sordos y mudos, por @rafluciani



RAFAEL LUCIANI sábado 6 de febrero de 2016

Poco antes de morir, frente al desborde inminente de la violencia, Gandhi escribió unas palabras que hoy siguen resonando por su vigencia, especialmente en medio de las condiciones sociopolíticas y económicas tan frágiles en las que vivimos. Decía: «no quiero caminar sobre las cenizas de los ciegos, de los sordos y los mudos». Palabras que nos recuerdan el llamado que hiciera Juan XXIII ante la obstinación de los modelos ideológicos que se niegan a cambiar y cómo «luego los pueblos padecen la triste realidad de tener que reconstruir sobre los destrozos y las discordias sembradas».

Gandhi manifestaba su gran preocupación por decisiones que llevan a funestas consecuencias, socialmente impredecibles, y que se padecen en las épocas de transiciones políticas y cambios históricos. Él entendió que las sociedades generan sus propias dinámicas de cambio cuando se sienten asfixiadas, cuando no creen ya poder alcanzar el bienestar que merecen y cuando son sometidas al azar cotidiano de la violencia y la intolerancia.

A este punto de la vida nacional, somos todos testigos de la indolencia creciente en los que controlan hoy el poder político, hasta el punto de no conectar ya con los padecimientos y las necesidades que vive la mayoría de la población. Hemos visto cómo algunos representantes del oficialismo suelen tener gestos burlescos durante las discusiones de los problemas del país en la Asamblea Nacional.

En la mitología griega la divinidad que personificaba a la indolencia era conocida como Ergía y se caracterizaba por ser somnolienta. Se le describía durmiendo en medio de telarañas, con pereza y sin capacidad de reacción ante el entorno. El indolente es quien carece de esa cualidad que llamamos misericordia, porque no se conmueve ante el dolor ajeno y se conduce públicamente negando siempre la gravedad de la realidad que lo rodea. Lo grave de la indolencia es que es una actitud que pone en riesgo la vida de los demás. Antepone la ilusión de la propia sobrevivencia individual y el interés ideológico, antes que el bien común y el respeto por la dignidad humana de todos.

El indolente no reconoce que la carencia de un medicamento pone en riesgo la vida de un enfermo, que todos necesitamos un sueldo justo para vivir, que robar no es sólo tomar dinero ajeno sino que ocasiona la muerte de personas cuando ese dinero está destinado a planes sociales y económicos para el desarrollo humano. Y esto es posible porque el indolente vive en su pequeña burbuja socioeconómica, pensando que lo que le sucede al otro, no le pasará a él. Sin embargo, la historia nos enseña que, con el tiempo, todos seremos afectados, en un momento u otro.

Quienes hoy pueden pagar escoltas y gozan de circuitos privados de seguridad, quienes hoy pueden traer comida y medicinas de otros países para suplir las carencias existentes, quienes hoy no necesitan hacer colas para adquirir los productos básicos, y quienes hoy no corren con la posibilidad de poner en riesgo la vida de un familiar por falta de medicinas, deben pensar que mañana las cosas pueden cambiar, que pueden pasar a ser víctimas de su propia indiferencia.

Félix Ovejero dice en su libro Libertad inhóspita que «los individuos no se sienten comprometidos con las normas o las instituciones. Las aceptan porque les pueden resultar convenientes». Es verdad que hemos perdido el orden moral de la gestión pública y asumido la resbaladiza vía de la anarquía y la primacía de los beneficios individuales, pero aún podemos cambiar y hacer caso a aquel llamado de Gandhi: «no quiero caminar sobre las cenizas de los ciegos, de los sordos y los mudos».


Rafael Luciani
Doctor en Teología
rlteologiahoy@gmail.com
@rafluciani

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