Por Simón García
Maduro confirmó que el del
Estado es el peor de todos los extremismos. Visto históricamente pulverizó
lo que hubo de progresista en el mensaje de Chávez. Redujo la influencia social
que había alcanzado el proyecto inicial. Contrajo su potencial electoral.
Ahuyentó aliados y se hizo dependiente de la única fuerza que lo sostiene, la
militar.
Maduro destruyó todo lo que
tocó: desde las instituciones del Estado y la economía, hasta valores,
relaciones internacionales y un modo de vivir que comenzamos a apreciar cuando
lo fuimos perdiendo. Ahora es un extremista conservador. Símbolo de la
última parte de una época que se niega, contra el país sobreviviente, a morir
en paz.
Maduro está jugando una
última carta: ciertamente se atrevió a subir el salario por el ascensor, pero
¿cuánto tardarán los precios en alcanzarlo por las escaleras? Cuando los
dados muestren que hizo una mala apuesta, su revestimiento de credibilidad va a
resquebrajarse. Aumentará la exigencia de un mecanismo para sustituirlo,
incluso de parte de quienes no quieren perder poder con su declive.Este
conflicto en el corazón del gobierno, disolverá la hegemonía que Chávez dejó en
herencia. La autoridad del primer heredero se desestabilizará.
No hay bola de cristal para
profetizar lo que vendría después. Dependerá de los actores con capacidad de
decisión, la mayoría de ellos ubicados en territorio oficialista. El
fracaso del chavismo sin Chávez, podría iniciar una era de chavismo sin Maduro. Una
oportunidad para ejecutar correctivos, más integrales y viables, para
recomponer capacidades productivas y alianzas que permita a los detentadores
del poder, mantenerlo con la menor democracia posible.
El extremismo no es sólo una
enfermedad terminal en procesos originalmente revolucionarios, también lo es
para la oposición. Su marca está detrás de los desaciertos opositores. Primero
abrió atajos en aspectos parciales de la estrategia proclamada como
democrática, electoral, constitucional y pacífica. Después le abrió boquetes
con un discurso blanco y negro y la remató con el puñetazo abstencionista y las
maniobras para nombrar un Presidente en el exilio. Trono mayor de la política
ficción.
Mientras más se posesionaba
la cultura extremista en la oposición, apuntalada por el paredón de las redes,
los dirigentes de la oposición democrática se inhibieron. Los errores hicieron
de las suyas en la fortaleza construida por el rechazo mayoritario al gobierno.
Es hora de enfrentar
argumentalmente la enfermedad del extremismo político y recuperar a sus
convencidos seguidores con una nueva forma de hacer oposición. Esa
política, aunque aún no ha sido diseñada, está emergiendo en luchas como la de
las enfermeras o debates sobre cómo aumentar herramientas de presión social al
gobierno, situar el combate también dentro del sistema dominante y centrar la
acción de los partidos en recobrar sus raíces sociales. La unidad sigue
siendo Ítaca.
Al país, a los sectores
populares y a la reconquista de la democracia le conviene que las fuerzas de
cambio, más allá de los linderos de la oposición, sean determinantes en los
escenarios posteriores a la crisis. Para ello es imprescindible que una
dirección colectiva aborde una renovación que devuelva credibilidad y
representación a la oposición.
02-09-18
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