Francisco Fernández-Carvajal 01 de septiembre de 2018
— La
limpieza del alma.
—
Santa pureza en medio del mundo.
—
Pedir y poner empeño en que nunca quede manchado el corazón. Amor a la
Confesión frecuente.
I. San
Marcos, que dirigió primariamente su Evangelio a los cristianos procedentes del
paganismo, hubo de explicar en diferentes pasajes ciertas costumbres judías, el
valor de algunas monedas, etc., para que sus lectores comprendieran mejor las
enseñanzas del Señor. En el Evangelio de la Misa1 nos
dice que los judíos, y de modo particular los fariseos, nunca comen si
no se lavan las manos muchas veces, observando la tradición de los antiguos; y
cuando llegan de la plaza no comen, si no se purifican; y hay otras muchas
cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras,
de las vasijas de cobre y de los lechos.
Estas
purificaciones no se hacían por meros motivos de higiene o de urbanidad, sino
que tenían un significado religioso: eran símbolo de la pureza moral con la que
hay que acercarse a Dios. En el Salmo 24, que formaba parte de la
liturgia de entrada en el Santuario de Jerusalén, se dice: ¿Quién
subirá al monte de Yahvé y quién permanecerá en su lugar santo? El hombre de
manos inocentes, de corazón puro...2.
La pureza de corazón aparece como una condición para acercarse a Dios, para
participar en su culto y ver su rostro. Pero los fariseos se habían quedado en
lo exterior, incluso habían aumentado los ritos y su importancia, mientras
descuidaban lo fundamental: la limpieza del corazón, de la cual todo lo externo
era una señal y un símbolo3.
En
esta ocasión, los fariseos y escribas que habían llegado de Jerusalén se
extrañan al ver a algunos discípulos de Jesús que comían los panes con
las manos impuras, es decir, sin lavar; y preguntan al Señor: ¿Por
qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los antiguos,
sino que comen el pan con manos impuras? El Señor respondió con
energía ante esa actitud vacía y formalista: hipócritas -les
dice-, dejáis a un lado los mandatos de Dios para aferraros a la
tradición de los hombres. La verdadera pureza –las manos inocentes del Salmo
24es algo más hondo y profundo que manos lavadas– ha de
comenzar por el corazón, pues de él proceden los malos pensamientos,
las fornicaciones, hurtos, homicidios, adulterios, codicias, maldades, fraude,
deshonestidad, envidia, blasfemia, soberbia, insensatez. Las acciones del
hombre provienen primero del corazón. Y si este está manchado, el hombre entero
queda manchado.
La
impureza no solo se refiere al desorden de la sensualidad, aunque este desorden
–es decir, la lujuria– deje una huella profunda, sino también al deseo
inmoderado de bienes materiales, a la actitud que lleva a ver a los demás con
malos ojos, con torcida intención, a la envidia, al rencor, a la inclinación
egocéntrica de pensar en uno mismo con olvido de los demás, a la abulia
interior, causa de ensueños y fantasías que impiden la presencia de Dios y un
trabajo intenso... Las obras externas quedan marcadas por lo que hay en el
corazón. ¡Cuántas faltas externas de caridad tienen su origen en
susceptibilidades o en rencores depositados en el fondo del alma, y que
debieron cortarse nada más aparecer!
Jesús
rechaza la mentalidad que se ocultaba detrás de aquellas prescripciones, que
con frecuencia habían perdido todo contenido interior, y nos enseña a amar la
pureza de corazón, que nos permitirá ver a Dios en medio de nuestras tareas. Él
quiere, ¡tantas veces nos lo ha dicho!, reinar en nuestros afectos,
acompañarnos en nuestra actividad, darle un nuevo sentido a todo lo que
hacemos. Pidámosle que nos ayude a tener siempre un corazón limpio de todos
esos desórdenes.
II. La
pureza de alma que pide el Señor a los suyos está lejos de una formalidad
externa, de apariencias; nosotros no debemos «lavar» las manos y los platos y
mantener manchado el corazón. La pureza de alma –castidad y rectitud interior
en los demás afectos y sentimientos– tiene que ser plenamente amada y buscada
con alegría y con empeño, apoyándonos siempre en la gracia de Dios. Esa
limpieza interior, condición de todo amor, se va logrando mediante una lucha
alegre y constante, prolongada a lo largo de la vida, que se mantiene vigilante
por el examen de conciencia diario para no pactar con actitudes y pensamientos
que alejan de Dios y de los demás; es también el fruto de un gran amor a la
Confesión frecuente bien hecha, donde nos purifica el Señor y nos llena de su
gracia, donde «lavamos» nuestro corazón.
La
pureza interior lleva consigo un fortalecimiento y dilatación del amor, y una
elevación del hombre hasta la dignidad a la que ha sido llamado; esta dignidad
de la persona humana, de la que el hombre tiene cada vez una mayor conciencia4,
y de la que parece alejarse también en muchas ocasiones. «El corazón humano
sigue sintiendo hoy aquellos mismos impulsos que denunciaba Jesús como causa y
raíz de la impureza: el egoísmo en todas sus formas, las intenciones torcidas,
los móviles rastreros que inspiran en tantas ocasiones la conducta de los
hombres. Pero parece que en estos momentos la vida del mundo registra un hecho
que hay que estimar como nuevo por su difusión y gravedad: la degradación del
amor humano y la oleada de impureza y sensualidad que se ha abatido sobre la
faz de la tierra. Esta es una forma de rebajamiento del hombre que afecta a la
intimidad radical de su ser, a lo más nuclear de su personalidad y que, por la
extensión que ha alcanzado, hay que considerar como fenómeno histórico sin
precedentes»5.
Con la
ayuda de la gracia, que el Señor nos concede si no ponemos obstáculos, es tarea
de todos los cristianos mostrar, con una vida limpia y con la palabra, que la
castidad es virtud esencial para todos –hombres y mujeres, jóvenes y adultos–,
y que cada uno ha de vivirla de acuerdo con las exigencias del estado al que le
llamó el Señor; «es exigencia del amor. Es la dimensión de su verdad interior
en el corazón del hombre»6,
y sin ella no sería posible amar, ni al Señor, ni a los demás.
La
lealtad a nuestros compromisos de hombres y mujeres que siguen a Cristo, la
fortaleza y el indispensable sentido común han de llevarnos a actuar con
sensatez, a evitar las ocasiones de peligro para la salud del alma y para la
integridad de la vida espiritual: a dejar de oír o ver determinados programas
de radio o televisión, cuando sea necesario; a guardar los sentidos; a no
participar en una conversación que rebaja la dignidad de los presentes y, en
muchos casos, a cambiar su curso; a no descuidar los detalles de pudor y de
modestia en el vestir, en el aseo personal, en el deporte; a no asistir a
lugares que desdicen de un buen cristiano, aunque estén de moda o asista la
mayor parte de nuestros compañeros; a manifestar, sin complejos, la repulsa
ante espectáculos obscenos... Conviene recordar que la palabra «obsceno»
procede del antiguo teatro griego y romano, y significaba aquello que, por
respeto a los espectadores, no debía representarse en la escena,
por pertenecer a la intimidad personal: incluso esa civilización pagana –que
tenía normas morales tan relajadas– entendía que hay cosas que no son para
hacer delante de otras personas.
Quizá,
en algunas ocasiones, no sea fácil vivir como buenos cristianos en ambientes
que han perdido el sentido moral de la vida, pero el Señor nunca nos prometió
un camino cómodo, sino las gracias necesarias para vencer. Dejarse arrastrar
por respetos humanos o por miedo a parecer poco naturales, con una «naturalidad
pagana», revelaría una personalidad débil, vulgar, y, sobre todo, poco amor al
Maestro.
III.
Desde el fondo del corazón humano es desde donde el Espíritu Santo quiere hacer
surgir la fuente de una vida nueva, que penetra poco a poco en el hombre
entero. De esta manera, la pureza interior, y la virtud de la castidad en
particular –pureza, en castellano, y en otros idiomas, se identifica con
la virtud de la castidad, aunque en sí misma abarca un campo más
amplio7–, es una de las condiciones necesarias y uno de los frutos de
la vida interior8.
Esa pureza cristiana, la castidad, ha sido desde siempre una gloria de la
Iglesia y una de las manifestaciones más claras de su santidad. También ahora,
como los primeros cristianos, muchos hombres y mujeres en medio del mundo –sin
ser mundanos– procuran vivir la virginidad y el celibato por amor del
Reino de los Cielos9;
y una gran muchedumbre de esposos cristianos –padres y madres de familia– viven
santamente la castidad según su estado matrimonial. Unos y otros son testigos
de un mismo amor cristiano, que se adecúa a la vocación de cada uno, pues, como
enseña la Iglesia, «el matrimonio y la virginidad y el celibato son dos modos
de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo»10.
Nosotros,
cada uno en el estado –soltero, casado, viudo, sacerdote– en que ha sido
llamado, pedimos hoy al Señor que nos conceda un corazón bueno, limpio, capaz
de comprender a todas las criaturas y de acercarlas a Dios; capaz de una bondad
sin límites para quienes acuden, quizá rotos por dentro, pidiendo y a veces
mendigando un poco de luz y de aliento para salir a flote. Nos puede servir
ahora, y en muchas otras ocasiones, a modo de jaculatoria, la petición que la
Liturgia dirige al Espíritu Santo en la fiesta de Pentecostés: «Limpia en mi
alma lo que está sucio, riega lo que es árido, sin fruto, cura lo que está
enfermo, doblega lo que es rígido, calienta lo que está frío, dirige lo
extraviado... »11.
Y
junto a la petición, un deseo eficaz de luchar y de poner empeño en que el
corazón no quede nunca manchado: no solo por pensamientos y deseos impuros,
sino tampoco por no saber perdonar con prontitud; hagamos el propósito de no
guardar rencor ni agravios a nadie y bajo ningún pretexto; procuremos por todos
los medios evitar los celos, las envidias..., cosas que manchan y dejan con
tristeza y en tinieblas el alma. Amemos el sacramento de la Confesión, donde el
corazón se purifica cada vez más y se hace grande para las buenas obras.
Nuestra
Madre Santa María, que estuvo llena de gracia desde el momento de su
concepción, nos enseñará a ser fuertes si en algún momento fuera más costoso
mantener el corazón limpio y lleno de amor a su Hijo.
1 Mc 7,
1-8. —
2 Cfr. Sal 24,
3-4. —
3 Cfr. Juan
Pablo II, Audiencia general 10-XII-1980. —
4 Cfr. Conc. Vat.
II, Decl. Dignitatis humanae, 1. —
5 J.
Orlandis, 8 Bienaventuranzas, pp. 114-115. —
6 Juan
Pablo II, Audiencia general 3-XII-1980. —
7 ídem, Audiencia
general, 10-XII-1980. —
8 Cfr. S.
Pinckaers, En busca de la felicidad, pp. 141-142. —
9 Mt 19,
12. —
10 Juan
Pablo II, Exhor. Apost. Familiaris consortio, 16. —
11 Cfr. Misal
Romano, Misa del día de Pentecostés. Secuencia.
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