Francisco Fernández-Carvajal 04 de abril de 2019
—
Jesús se hace presente en los enfermos.
—
Santificar la enfermedad. Aceptación. Aprender a ser buenos enfermos.
— El
sacramento de la Unción de los Enfermos. Frutos de este sacramento en el alma.
Preparar a los enfermos para recibirlo es una especial muestra de caridad y, a
veces, de justicia.
I. Al
ponerse el sol, todos los que tenían enfermos de cualquier mal se los traían; y
Él, poniendo las manos sobre cada uno, los curaba1.
Los
enfermos eran tan numerosos, que estaba toda la ciudad agolpada junto a
la puerta2. Traen los enfermos puesto ya el sol3.
¿Por qué no antes? Seguramente porque aquel día era sábado. Después de la
puesta del sol comenzaba un nuevo día, en el que cesaba la obligación del
descanso sabático, que con tanta fidelidad cumplían los judíos piadosos.
El
Evangelio de San Lucas nos ha dejado constancia de este detalle entrañable de
Cristo: los curó imponiendo sus manos sobre cada uno. Jesús se fija
atentamente en cada uno de los enfermos y les dedica toda su atención, porque
cada persona, y de modo especial la persona que sufre, es muy importante para
Él. Cada hombre es siempre bien recibido por Jesús, que tiene un corazón
compasivo y misericordioso para con todos, singularmente para aquellos que
andan más necesitados.
La
presencia de Jesús entre nosotros se caracteriza por anunciar el
evangelio del reino y curar toda enfermedad y toda dolencia4; por
eso se admiraba la muchedumbre viendo que hablaban los mudos, los mancos
sanaban, los cojos andaban y veían los ciegos. Y todos glorificaban al Dios de
Israel5.
«En su
actividad mesiánica en medio de Israel –nos recuerda Juan Pablo II–, Cristo se
acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano. Pasó haciendo el
bien (Hech 10, 38), y este obrar suyo se dirigía, ante
todo, a los enfermos y a quienes esperaban ayuda. Curaba los enfermos,
consolaba a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres
de la sordera, de la ceguera, de la lepra, del demonio y de diversas
disminuciones físicas; tres veces devolvió la vida a los muertos. Era sensible
a todo sufrimiento humano, tanto al del cuerpo como al del alma. Al mismo
tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas,
que son dirigidas a los hombres probados por diversos sufrimientos en su vida
temporal»6.
Nosotros,
que queremos ser fieles discípulos de Cristo, debemos aprender de Él a tratar y
a amar a los enfermos. Hemos de acercarnos a ellos con gran respeto, cariño y
misericordia, alegrándonos cuando podemos prestarles algún servicio,
visitándolos, haciéndoles compañía, facilitándoles que puedan recibir
oportunamente los sacramentos. En ellos, de modo especial, vemos a Cristo.
«—Niño. —Enfermo. —Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de
ponerlas con mayúsculas?
»Es
que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él»7.
En
nuestra vida habrá momentos en que quizá estemos enfermos, o lo estén las
personas que nos rodean. Eso es un tesoro de Dios que hemos de cuidar. El Señor
se pone junto a nosotros para que amemos más y sepamos también encontrarle a
Él. En el trato con los que padecen y sufren enfermedades se hacen realidad las
palabras del Señor: lo que hicisteis con uno de estos, mis hermanos más
pequeños, por mí lo hicisteis8.
II. La
enfermedad, llevada por amor de Dios, es un medio de santificación, de
apostolado; es un modo excelente de participar en la Cruz redentora del Señor.
El
dolor físico, que tantas veces acompaña la vida del hombre, puede ser un medio
del que Dios se vale para purificar las culpas e imperfecciones, para ejercitar
y fortalecer las virtudes, y una oportunidad especial para poder unirnos a los
padecimientos de Cristo que, siendo inocente, llevó sobre sí el castigo que
merecían nuestros pecados9.
Especialmente
en la enfermedad hemos de estar cerca de Cristo. «Dime, amigo –preguntó el
Amado–, ¿tendrás paciencia si te doblo tus dolencias? Sí –respondió el amigo–,
con tal que dobles mis amores»10.
Cuanto más dolorosa sea la enfermedad más amor necesitaremos tener. Más gracias
de Dios también recibiremos. Las enfermedades son ocasiones muy singulares que
el Señor permite para corredimir con Él y para purificarnos de las huellas que
dejaron en el alma nuestros pecados.
Si
llega la enfermedad, debemos aprender a ser buenos enfermos. En primer lugar,
aceptando la enfermedad. «Es necesario sufrir con paciencia no solo el estar
enfermos, sino el estarlo de la enfermedad que Dios quiere, entre las personas
que quiere y con las incomodidades que quiere, y lo mismo digo de las demás
tribulaciones»11.
Hemos
de pedir ayuda al Señor para llevar la enfermedad también con garbo humano,
procurando no quejarse, obedeciendo al médico. Pues «mientras estamos enfermos,
podemos ser cargantes: no me atienden bien, nadie se preocupa de mí, no
me cuidan como merezco, ninguno me comprende... El diablo, que anda
siempre al acecho, ataca por cualquier flanco; y en la enfermedad, su táctica
consiste en fomentar una especie de psicosis, que aparte de Dios, que amargue
el ambiente, o que destruya ese tesoro de méritos que, para bien de todas las
almas, se alcanza cuando se lleva con optimismo sobrenatural –¡cuando se ama!–
el dolor. Por lo tanto, si es voluntad de Dios que nos alcance el zarpazo de la
aflicción, tomadlo como señal de que nos considera maduros para asociarnos más
estrechamente a su Cruz redentora»12.
El que
sufre en unión con el Señor, completa con su sufrimiento lo
que falta a los padecimientos de Cristo13.
«El sufrimiento de Cristo ha creado el bien de la redención del mundo. Este
bien es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada.
Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto
sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre14.
Con
Cristo tienen sentido pleno el dolor y la enfermedad. Haz,
Señor, que tus fieles participen en tu Pasión mediante los sufrimientos
de su vida, para que se manifiesten en ellos los frutos de tu Salvación15.
III.
Entre las misiones confiadas a los Apóstoles sobresale el encargo de predicar y
de curar a los enfermos. Habiendo convocado a los Doce, les dio poder
sobre todos los demonios y de curar enfermedades. Ellos partieron y recorrieron
las aldeas anunciando el Evangelio y curando en todas partes16.
En la misión confiada a sus discípulos después de la Resurrección se contiene
esta promesa: quienes crean en Él pondrán las manos sobre los enfermos,
y estos sanarán17.
Este
encargo lo cumplieron los discípulos, siguiendo el ejemplo del Maestro.
Los Hechos de los Apóstoles y las Cartas del
Nuevo Testamento describen y ponderan el desvelo por los enfermos entre los
primeros cristianos. El sacramento de la Unción de los Enfermos, instituido por
Jesucristo y proclamado por el Apóstol Santiago en su Carta18,
hace presente de modo eficaz la solicitud del Señor por todos los que padecían
alguna enfermedad grave. «La presencia del presbítero junto al enfermo es signo
de la presencia de Cristo, no solo porque es ministro de la Unción, de la
Penitencia y la Eucaristía, sino porque es especial servidor de la paz y del
consuelo de Cristo»19.
La
enfermedad, que entró en el mundo a causa del pecado, es también vencida por
Cristo en cuanto se puede convertir en un bien mucho mayor que la misma salud
física. Con la Unción de los Enfermos se reciben innumerables bienes, que el
Señor ha dispuesto para santificar la enfermedad grave. El primer efecto de
este sacramento es aumentar la gracia santificante en el alma;
por esto, antes de recibirlo es conveniente confesarse. Sin embargo, si no se
estuviera en gracia y fuera imposible confesarse (por ejemplo, una persona que
ha sufrido un accidente y está inconsciente), esta santa Unción borra también
el pecado mortal: basta con que el enfermo haga o haya hecho antes un acto de
contrición, aunque sea imperfecta.
Además
de aumentar la gracia, limpia las huellas del pecado en el alma, da una gracia
especial para vencer las tentaciones que se pueden presentar en esa situación,
y otorga la salud del cuerpo si conviene para la salvación20.
Así se prepara el alma para entrar en el Cielo. Muchas veces produce en el
enfermo una gran paz y una serena alegría, al considerar que ya está muy cerca
de su Padre Dios.
Nuestra
Madre la Iglesia recomienda que los enfermos y las personas de edad avanzada
reciban este sacramento en el momento oportuno, sin retrasar su administración
por falsas razones de misericordia, compasión, etcétera, en las fases
terminales de la vida aquí en la tierra. Sería una pena que personas que
podrían haber recibido la Unción, mueran sin ella por ignorancia, descuido o un
cariño mal entendido de parientes y amigos. Preparar a los enfermos para
recibirlo es una especial muestra de cariño y, a veces, de justicia.
Nuestra
Madre Santa María está muy cerca siempre. «La presencia de María y su ayuda
maternal en esos momentos (de enfermedad grave) no debe ser pensada como cosa
marginal y simplemente paralela al sacramento de la Unción. Es, más bien, una
presencia y una ayuda que se actualiza y se transmite por medio de la Unción
misma»21.
Estamos
en Cuaresma. Abramos, de modo especial en este tiempo litúrgico, nuestros ojos
al dolor que nos rodea. Cristo quiere hacerse presente en su Pasión, en ese
dolor, en la enfermedad propia o ajena, y darle un valor redentor.
1 Lc 4,
40. —
2 Mc 1,
33. —
3 Mt 1,
32. —
4 Mt 9,
35. —
5 Mt 15,
31. —
6 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 11-II-1984, 16.
—
7 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 419. —
8 Mt 25,
40. —
9 Cfr. 1
Jn 4, 10. —
10 R.
Llul, Libro del Amigo y del Amado, 8. —
11 San
Francisco de Sales, Introd. a la vida devota, III, 3.
—
12 San
Josemaría Escrivá, Amigos de Dios, 124. —
13 Cfr. Col 1,
24. —
14 Juan
Pablo II, loc. cit., 24. —
15 Liturgia
de las Horas. Preces de Vísperas. Viernes de la 4ª Semana de Cuaresma.
—
16 Lc 9,
1-6. —
17 Mc 16,
18. —
18 Sant 5,
14-15. —
19 Ritual
de la Unción de los enfermos, 6. —
20 Cfr. Conc.
de Trento, Dz 909; Ritual de la Unción de los enfermos, 6.
—
21 A.
Bandera, La Virgen María y los Sacramentos, Rialp, Madrid
1978, p. 184.
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