Fernando Mires 08 de febrero de 2018
Cuando
el año 1996 escribí mi libro “La Revolución que nadie soñó” intenté demostrar
como los grandes cambios históricos que tienen lugar en los espacios
socioeconómicos y políticos suelen anunciarse en crisis de paradigmas o “modos
de pensamiento”. Persiguiendo a esa tesis proyecté algunas opiniones aún
vigentes de Thomas S. Kuhn hacia el campo de la reflexión política. Así pude
percibir que entre las innovaciones tecnológicas (me refería específicamente al
“modo de producción digital”), manifestaciones de género, luchas ambientales y
procesos de democratización política, hay lazos de equivalencia que permiten
detectar el surgimiento de nuevos paradigmas.
Noté,
asimismo, que todas esas innovaciones paradigmáticas se expresaban en
movimientos sociales y políticos de indudable contenido libertario. En fin, se
trataba de una revolución no prevista: “La revolución que nadie soñó”
Así
fue como los nuevos paradigmas lograron imponerse en los mundos académicos,
literarios, cinematográficos y comunicacionales, hasta que llegó un tiempo
–tiempo que ahora vivimos – en donde esos paradigmas dejaron de ser tan nuevos,
algunos de sus postulados mostraron síntomas de petrificación y muchos líderes
de los movimientos de ayer pasaron a ser celosos guardianes de ideas
estancadas, intolerantes bonzos de códigos mentales e implacables
representantes del “pensamiento correcto” e, incluso, “del lenguaje correcto”.
Se
cumplía así una tendencia propia a todos los movimientos sociales y políticos.
Por muy dignos y loables que sean los postulados originarios es imposible
evitar que en su nombre aparezcan radicalismos, extremismos y fundamentalismos.
O que en nombre de la tolerancia surjan las posiciones más intolerantes que es
posible imaginar. Los movimientos ecologistas vivieron y aún viven esa crisis
divididos en “fundamentalos” y “realos”. Los movimientos feministas también.
Perfectamente explicable entonces es que haya surgido una reacción contraria a
los supuestos propietarios de “lo políticamente correcto”. Así han reaparecido
hoy llamados a la diversidad y al respeto a las diferencias. Al derecho a ser
uno mismo y gozar de la libertad que otorgan los cuerpos siempre y cuando no contravengan
a la constitución y a las leyes. O simplemente, a esa mínima libertad para
nombrar a la mujer morena que me gusta como “mi negrita” y no como “mi
afroamericanita”.
Fue el
escritor judío-americano Philip Roth en su famosa novela “La Mancha Humana”
uno de los primeros en reaccionar en contra del “dogma del pensamiento
correcto”. La historia de un académico (un “negro blanco”que aparentaba ser
judío) quien por el solo hecho de referirse a dos estudiantes que nunca
aparecían en clase (sin saber que esos estudiantes eran negros) como a dos
“figuras oscuras”, y la seguidilla trágica que arruinó su brillante vida
profesional, marcó un hito en la legítima reacción en contra de la “dictadura
del pensamiento correcto”. Esa lucha continúa. Recientemente apareció
en ese grupo de mujeres liderada por Catherine Deneuve en contra de algunas
exageraciones ultraradicales del feminismo norteamericano. Pues una cosa
son las legítimas reivindicaciones de género y otra muy diferente es la
negación del placer, del erotismo, de los deseos sexuales, y del encuentro
amoroso de los cuerpos. Ese fue el mensaje de la “Belle de Jour”.
Podríamos
decir entonces que en oposición al “pensamiento correcto” ha surgido una
reacción democrática- cultural. Sin embargo, como toda manifestación cultural,
esta también ha nacido dividida. A un lado -es el caso del grupo de la Deneuve-
están quienes se oponen a los guardianes del “pensamiento correcto”. Pero al
otro lado ha aparecido una camada de machistas, racistas y fachos quienes en nombre
de la lucha en contra de la corrección política y de los por ellos llamados
“progres” pretenden mover los punteros del reloj hacia horas anteriores a los
propios movimientos sesentistas. Estamos hablando de una nueva ola, o
si se prefiere, de una contrarrevolución cultural de nuestro tiempo. Sus
seguidores son fachos y no fascistas.
Por si
alguien no entendió, aclaro: un facho es un tipo psico-cultural y el fascista
un militante político. O lo que es igual: si bien todos los fascistas son
fachos, no todos los fachos son fascistas. En consecuencia, hoy
estamos situados frente a tres tendencias: los fundamentalistas del
“pensamiento correcto”, los demócratas que defienden el derecho a las
diferencias, y los fachos psico-culturales. Los terceros suelen ocultarse en el
campo de los segundos pero son muy distintos. Tendencia altamente peligrosa
pues a diferencia de los segundos, quienes solo representan una corriente
cultural, los terceros ya son gobierno en algunos países.
Fue
Hannah Arendt quien descubrió que el fascismo surgió como resultado de la que
ella entendió como “alianza entre la chusma (Mob) y las elites”. Para
Arendt la chusma provenía de la “desintegración de la sociedad de clases”. Bajo
el término “elites”, a su vez, Arendt hacia referencias a grupos que ocupaban
un papel dominante en la economía y en la política. La “chusma”, por el
contrario, estaba formada por personas des-individualizadas, disueltas en el
magma de la masa.
Claro
está: en los tiempos de Arendt no existía la internet. Si hubiera sido así,
Arendt habría descubierto que hoy la chusma no se hace tanto presente en las
calles como en las redes digitales, particularmente en twitter.“Chusma
tuitera” la he denominado en algunos textos.
“Chusma
tuitera”: miles y miles de personajes oscuros que usan las nuevas formas de
comunicación para difamar, mentir y sobre todo insultar al prójimo, mediante
vocablos racistas, sexistas, machistas y –ultimamente- en contra de personas de
edad avanzada.
Al
igual que los fascistas de ayer, los fachos de hoy son
esencialmente biologistas. Algunos creen pertenecer a las elites, ocupan
puestos universitarios y se hacen llamar a sí mismos, intelectuales. Pero al
facho que llevan dentro no lo pueden controlar. Se les sale apenas se sienten
cuestionados por alguien que los supera no solo en edad, sino en conocimientos
y cultura. Entonces te mandan a la geriatría –por lo menos- aunque esos sosos y
mal donados saben que gozas de mejor salud física y mental que ellos.
Al
mencionar estos hechos, recuerdo que hace un par de meses Mario Vargas Llosa
publicó un interesante texto en contra del nacionalismo catalán. Me llamó la
atención la larguísima lista de “lectores” que comentaron esa publicación.
Cientos y cientos. Por mera curiosidad comencé a leerlos. Puedo asegurar: más
del noventa por ciento dedicaba sus comentarios a insultar al escritor con
epítetos sexistas y gerontofóbicos, como si Vargas Llosa hubiera cometido un
crimen al atreverse a opinar en sus muy bien llevados ochenta años. Debo
reconocer que un sentimiento de ira me invadió. ¿Qué se habrá imaginado
esa sarta de iletrados, seres incultos, desgraciados mentales, al ofender de
ese modo al laureado escritor? Al final llegué a una conclusión: son fachos,
simplemente fachos.
Los
fachos comparten con los fascistas las mismas fobias. Suelen ser homofóbicos,
xenofóbicos, misóginos, y por supuesto, gerontofóbicos. En todos esos casos son
biologistas-políticos. Es decir, se trata de gente incapaz de
soportar la miseria espiritual de sus vidas y por lo mismo la de los cuerpos
que las portan. El odio a la vejez de Vargas Llosa manifestado por sus
“lectores” no podía ocultar el miedo a ellos mismos y a sus pobres vidas. Sobre
todo el miedo a la muerte. Y como se supone que por cronología los viejos están
más cerca de la muerte que de la vida, los viejos –como representantes
simbólicos de la muerte- deben ser aislados o sacados de la escena
pública. El fascismo, sobre todo el de Hitler, supo servirse
perfectamente de los miedos a la vejez y al envejecer.
El
llamado “arte nacional socialista” exaltaba en sus pinturas y esculturas la
vitalidad atlética y la salud de los cuerpos jóvenes, pero no su erótica, sino
solo sus músculos. Por el contrario, llama la atención que en las miles
de caricaturas donde los nazis representaban a los judíos, casi nunca aparecen
judíos jóvenes. Tampoco mujeres. Solo viejos con las narices y las uñas largas.
El
racismo y la gerontofobia son dos plagas que suelen venir unidas. Son las dos
caras de una misma moneda. Y queramos o no, estamos rodeados de
fachos por todos lados. La chusma tuitera es solo un ejemplo. El problema, por
lo mismo, no es ese. El problema es que en un momento determinado esos fachos
pueden llegar a ser nuevamente manipulados por líderes y caudillos políticos.
¿Quién
por ejemplo no ha visto a Putin cuando se hace fotografiar con el torso desnudo
y un fusil? El mensaje simbólico es clarísimo: soy un hombre vital, fuerte y
poderoso. No como esos liberales y “progres” que defienden a maricones y
lesbianas. Yo en cambio defiendo los valores de la patria en contra de sus
enemigos: los decadentes que anhelan destruir nuestra juventud, nuestra
virilidad, nuestras familias, nuestro honor. ¿No hace al fin lo mismo el ex
futbolista Erdogan cuando manda apalear a los homosexuales en las calles?
Trump, en cambio, pone el acento en su odio a los intelectuales y a los
extranjeros (sobre todo en contra de los latinos pobres.) Y como no puede
fotografiarse con el torso desnudo, a lo Putin, para exaltar su supuesta virilidad
debe conformarse con un ridículo tupé.
Y
hasta el mismo dictador Maduro, cuando baila salsa como si fuera un elefante de
circo ¿no intenta transmitir a “su” pueblo hambriento un mensaje de alegría,
juventud y virilidad? Esos personajes –hay muchos más- han sido todos
cortados con la misma tijera. En cierto modo representan en sus personas la
alianza entre las elites y la chusma de la que nos hablaba Hannah Arendt.
Elites porque controlan el poder. Chusma porque hacen ostentación pública de
sus infinitas vulgaridades.
Los
fachos, vale decir, esos tipos psico-culturales que profesan diversas
ideologías y creencias, esos seres odiantes acomplejados y resentidos que
pululan en todos los partidos (incluyendo los democráticos) y hoy en la
inextricable jungla tuitera, solo esperan el momento para convertirse en lo que
pueden llegar a ser si logran articularse con determinadas elites de la
economía y de la política: reaccionarios exponentes de los paradigmas de la
pre-modernidad en pleno corazón de la post-modernidad.
No son
fascistas. Son fachos. O, si se quiere, fascistas en potencia.
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