Francisco Fernández-Carvajal 03 de abril de 2019
— El
Sacrificio de Jesucristo en el Calvario. Se ofreció a Sí mismo por todos los
hombres. Nuestra entrega personal.
— La
Santa Misa, renovación del sacrificio de la Cruz.
—
Valor infinito de la Santa Misa. Nuestra participación en el Sacrificio. La
Santa Misa, centro de la vida de la Iglesia y de cada cristiano.
I. La
Primera lectura de la Misa relata la intercesión de Moisés ante Yahvé para que
no castigue la infidelidad de su pueblo. Aduce argumentos conmovedores: el buen
nombre del Señor ante los gentiles, la fidelidad a la Alianza hecha con Abraham
y sus descendientes... A pesar de las infidelidades y los desvaríos del Pueblo
elegido, el Señor perdona otra vez. Es más, el amor de Dios por su Pueblo y,
por medio de él, hacia todo el género humano alcanzará la manifestación
suprema: Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito,
para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna1.
La
entrega plena de Cristo por nosotros, que culmina en el Calvario, constituye la
llamada más apremiante a corresponder a su gran amor por cada uno de nosotros.
En la Cruz, Jesús consumó la entrega plena a la voluntad del Padre y el amor
por todos los hombres, por cada uno: me amó y se entregó por mí2.
Ante ese misterio insondable de Amor, debería preguntarme: ¿qué hago yo por
Él?, ¿cómo correspondo a su Amor?
En el
Calvario, Nuestro Señor, Sacerdote y Víctima, se ofrece a su Padre celestial,
derramando su Sangre, que quedó entonces separada de su Cuerpo. Cumplió así,
hasta el final, la voluntad del Padre.
El
deseo del Padre fue que la Redención se realizara de este modo; Jesús lo acepta
con amor y máxima sumisión. Este ofrecimiento interno de Sí mismo es la esencia
de Su sacrificio. Es la entrega amorosa, sin límites, a la voluntad del Padre.
En
todo verdadero sacrificio se dan cuatro elementos esenciales, y todos ellos se
encuentran presentes en el sacrificio de la Cruz: sacerdote, víctima,
ofrecimiento interior y manifestación externa del sacrificio. La
manifestación externa debe ser expresión de la actitud interior. Jesús muere en
la Cruz, manifestando exteriormente –a través de sus palabras y obras– su
amorosa entrega interior. Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu3:
la misión que me encomendaste ha terminado, he cumplido tu voluntad. Él es,
entonces y ahora, el Sacerdote y la Víctima: Teniendo, pues, un Sumo
Pontífice, grande, que penetró en los cielos, Jesús, el Hijo de Dios,
mantengamos firme la fe que profesamos. No tenemos un Sumo Pontífice que no
pueda compadecerse de nuestras flaquezas; antes bien, fue probado en todo, a
semejanza nuestra, fuera del pecado4.
Esta
ofrenda interior de Jesús da significado pleno a todos los elementos externos
de su sacrificio voluntario: la crucifixión, el expolio, los insultos...
El
Sacrificio de la Cruz es único. Sacerdote y Víctima son una sola y la misma
divina persona: el Hijo de Dios encarnado. Jesús no fue ofrecido al Padre por
Pilato o por Caifás, o por la multitud congregada a sus pies. Él fue quien se
entregó a Sí mismo. En todo momento de su vida terrena, Jesús vivió en una
perfecta identificación con la voluntad del Padre, pero es en el Calvario donde
la entrega del Hijo alcanza su expresión suprema.
Nosotros,
que queremos imitar a Jesús, que solo deseamos que nuestra vida sea reflejo de
la suya, debemos preguntarnos en nuestra oración de hoy si sabemos unirnos al
ofrecimiento de Jesús al Padre, con la aceptación de la voluntad de Dios, en
cada momento, en las alegrías y en las contrariedades, en las cosas que ocupan
cada día nuestro, en los momentos más difíciles, como puede ser el fracaso, el
dolor o la enfermedad, y en los momentos fáciles en que sentimos al alma llena
de gozo.
«Madre
y Señora mía, enséñame a pronunciar un sí que, como el tuyo, se identifique con
el clamor de Jesús ante su Padre: non mea voluntas... (Lc 22,
42): no se haga mi voluntad, sino la de Dios»5.
II. Para
meditar hoy sobre la unidad que existe entre el Sacrificio de la Cruz y la
Santa Misa, fijemos nuestra atención en la oblación interior que Cristo hace de
Sí mismo, con una total entrega y sumisión amorosa a su Padre. La Santa Misa y
el Sacrificio de la Cruz son el mismo y único sacrificio, aunque estén
separados en el tiempo; se vuelve a hacer presente, no las circunstancias
dolorosas y cruentas del Calvario, sino la total sumisión amorosa de Nuestro
Señor a la voluntad del Padre. Ese ofrecimiento interno de Sí mismo es idéntico
en el Calvario y en la Misa: es la oblación de Cristo. Es el mismo
Sacerdote, la misma Víctima, la misma oblación y sumisión a la voluntad de Dios
Padre; cambia la manifestación externa de esta misma entrega: en el Calvario, a
través de la Pasión y Muerte de Jesús; en la Misa, por la separación
sacramental, no cruenta, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo mediante la
transustanciación del pan y del vino.
El
sacerdote en la Misa es únicamente el instrumento de Cristo, Sumo y Eterno
Sacerdote. Cristo se ofrece a Sí mismo en cada una de las Misas del mismo modo
que lo hizo en el Calvario, aunque ahora lo hace a través de un sacerdote, que
actúa in persona Christi. Por eso «toda Misa, aunque sea celebrada
privadamente por un sacerdote, no es acción privada, sino acción de Cristo y de
la Iglesia, la cual, en el sacrificio que ofrece, aprende a ofrecerse a sí
misma como sacrificio universal, y aplica a la salvación del mundo entero la
única e infinita virtud redentora del sacrificio de la Cruz»6.
El
mismo Cristo, en cada Misa, se ofrece manifestando la amorosa entrega a su
Padre celestial, expresada ahora por la Consagración del pan y, separadamente,
la Consagración del vino. Este es el momento culminante –la esencia, el núcleo–
de la Santa Misa.
Nuestra
oración de hoy es buen momento para examinar cómo asistimos y participamos en
la Santa Misa. «¿Estáis allí con las mismas disposiciones con que la Virgen
Santísima estaba en el Calvario, tratándose de la presencia de un mismo Dios y
de la consumación de igual sacrificio?»7.
Amor, identificación plena con la voluntad de Dios, ofrecimiento de sí mismo,
afán corredentor.
III. El
Sacrificio de la Misa, al ser esencialmente idéntico al Sacrificio de la Cruz,
tiene un valor infinito. En cada Misa se ofrece a Dios Padre una adoración,
acción de gracias y reparación infinitas, independientemente de las
disposiciones concretas de quienes asisten y del celebrante, porque Cristo es
el Oferente principal y la Víctima que se ofrece. Resulta, por tanto, que no
existe un modo más perfecto de adorar a Dios que el
ofrecimiento de la Misa, en la cual su Hijo Jesucristo es ofrecido como
Víctima, actuando Él mismo como Sumo Sacerdote.
No hay
tampoco un modo más perfecto de dar gracias a Dios por todo lo
que es y por sus continuas misericordias para con nosotros: nada en la tierra
puede resultar más grato a Dios que el Sacrificio del altar. Cada vez que se
celebra la Santa Misa, a causa de la infinita dignidad del Sacerdote y de la
Víctima, se repara por todos los pecados del mundo: se trata de la única
perfecta y adecuada reparación, a la que debemos unir nuestros
actos de desagravio. Es el único sacrificio adecuado que podemos ofrecer los
hombres, y a través de él pueden cobrar un valor infinito nuestro quehacer
diario, nuestro dolor y nuestras alegrías. La Santa Misa «es realmente el
corazón y el centro del mundo cristiano»8.
En este Santo Sacrificio «está grabado lo que de más profundo tiene la vida de
cada uno de los hombres: la vida del padre, de la madre, del niño, del anciano,
del muchacho y de la muchacha, del profesor y del estudiante, del hombre culto
y del hombre sencillo, de la religiosa y del sacerdote. De cada uno sin
excepción. He aquí que la vida del hombre se inserta, mediante la Eucaristía,
en el misterio del Dios viviente»9.
Los
frutos de cada Misa son infinitos, pero en nosotros se encuentran condicionados
por nuestras personales disposiciones y, por ello, limitados.
Nuestra
Madre la Iglesia nos invita a participar en el acto más sublime que cada día
ocurre, de una forma consciente, activa y piadosa10.
De un modo particular hemos de procurar estar atentos y recogidos en el momento
de la Consagración; en estos instantes procuraremos penetrar en el alma de
quien es a la vez Sacerdote y Víctima, en su amorosa oblación a Dios Padre,
como ocurrió en el Calvario. Este Sacrificio será entonces el punto central de
nuestra vida diaria, como lo es de toda la liturgia y de la vida de la Iglesia.
Nuestra unión con Cristo en el momento de la Consagración será más plena cuanto
más lo sea nuestra identificación con la voluntad de Dios, cuanto mayores sean
nuestras disposiciones de entrega. En unión con el Hijo ofrecemos al Padre la
Santa Misa, y al propio tiempo nos ofrecemos nosotros mismos por Él, con Él y
en Él. Este acto de unión debe ser tan profundo y verdadero que penetre todo
nuestro día e influya decisivamente en nuestro trabajo, en nuestras relaciones
con los demás, en nuestras alegrías y fracasos, en todo.
Si
cuando llegue la Comunión Jesús nos encuentra con estas disposiciones de
entrega, de identificación amorosa con la voluntad de Dios Padre, ¿qué otra
cosa hará sino derramar en nosotros el Espíritu Santo, con todos sus dones y
gracias? Tenemos muchas ayudas para vivir bien la Santa Misa. Entre otras, la
de los ángeles, que «siempre están allí presentes en gran número para honrar
este santo misterio. Juntándonos a ellos y con la misma intención, forzosamente
hemos de recibir muchas influencias favorables de esta compañía. Los coros de
la Iglesia militante se unen y se juntan con Nuestro Señor, en este divino
acto, para cautivar en Él, con Él y por Él, el corazón de Dios Padre, y para
hacer eternamente nuestra su misericordia»11.
Acudamos a ellos para evitar las distracciones, y esforcémonos en cuidar con
más amor ese rato único en el que estamos participando del Sacrificio de la
Cruz.
1 Jn 3,
16. —
2 Gal 2,
20. —
3 Lc 23,
46. —
4 Heb 4,
14-15. —
5 San
Josemaría Escrivá, Vía Crucis, IV, 1. —
6 Pablo
VI, Enc. Mysterium Fidei, 3-IX-1965, n. 4. —
7 Santo
Cura de Ars, Sermón sobre el pecado. —
8 Juan
Pablo II, Homilía en el Seminario de Venegono, 21-V-1983.
—
9 ídem, Homilía
en la clausura del XX Congreso Eucarístico Nac. de Italia, 22-V-1983.
—
10 Cfr. Conc.
Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, 48 y 11. —
11 San
Francisco de Sales, Introducción a la vida devota,
Barcelona 1960, p. 97.
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