Francisco Fernández-Carvajal 03 de diciembre de
2019
@hablarcondios
— Acudir siempre a la
misericordia del Señor. Meditar su vida para aprender a ser misericordiosos con
los demás.
— El Señor es
especialmente compasivo y misericordioso con los pecadores que se arrepienten.
Acudir al sacramento de la misericordia. Nuestro comportamiento con los demás.
— Las obras de
misericordia.
I. Acudió
a él mucha gente, llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos
otros, leemos en el Evangelio de la Misa
de hoy; los echaban a sus pies y él los curaba. La gente se admiraba al
ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista
a los ciegos...
Jesús llamó a sus discípulos, y les dijo: Me da
lástima de la gente1.
Esta es la razón que tantas veces mueve el corazón del Señor. Llevado por su
misericordia hará a continuación el espléndido milagro de la multiplicación de
los panes.
La liturgia nos hace considerar este pasaje del
Evangelio durante el tiempo de Adviento porque la abundancia de bienes y la
misericordia sin límites serían señales de la llegada del Mesías.
Me da lástima de la gente. Este es el gran motivo para darse a los demás: ser
compasivos y tener misericordia.
Y para aprender a ser misericordiosos debemos fijarnos
en Jesús, que viene a salvar lo que estaba perdido; no viene a
terminar de romper la caña cascada ni a apagar del todo la mecha que
aún humea2, sino a cargar con nuestras miserias para salvarnos de ellas,
a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Cada página del
Evangelio es una muestra de la misericordia divina.
Debemos meditar la vida de Jesús porque «Jesucristo
resume y compendia toda esta historia de la misericordia divina (...). Nos han
quedado muy grabadas también, entre muchas otras escenas del Evangelio, la
clemencia con la mujer adúltera, la parábola del hijo pródigo, la de la oveja
perdida, la del deudor perdonado, la resurrección del hijo de la viuda de Naím.
¡Cuántas razones de justicia para explicar este gran prodigio! Ha muerto el
hijo único de aquella pobre viuda, el que daba sentido a su vida, el que podía
ayudarla en su vejez. Pero Cristo no obra el milagro por justicia; lo hace por
compasión, porque interiormente se conmueve ante el dolor humano»3.
¡Jesús que se conmueve ante nuestro dolor!
La misericordia de Dios es la esencia de toda la historia
de la salvación, el porqué de todos los hechos salvíficos.
Dios es misericordioso, y ese divino atributo es como
el motor que guía y mueve la historia de cada hombre. Cuando los Apóstoles
quieren resumir la Revelación, aparece siempre la misericordia como la esencia
de un plan eterno y gratuito, generosamente preparado por Dios. Con razón puede
el Salmista asegurar que de la misericordia del Señor está llena la
tierra4. La misericordia es la actitud constante de Dios hacia el
hombre. Y el recurso a ella es el remedio universal para todos nuestros males,
también para aquellos que creíamos que ya no tenían remedio.
Meditar en la misericordia del Señor nos ha de dar una
gran confianza ahora y en la hora de nuestra muerte, como rezamos
en el Avemaría. Qué alegría poderle decir al Señor, con San Agustín: «¡Toda mi
esperanza estriba solo en tu gran misericordia!»5.
Solo en eso, Señor. En tu misericordia se apoya toda mi esperanza. No en mis
méritos, sino en tu misericordia.
II. De forma
especial, el Señor muestra su misericordia con los pecadores: les perdona sus
pecados. Con frecuencia, los fariseos le criticaban por esto, pero Él los
rechaza diciendo que no necesitan de médico los sanos, sino los
enfermos6.
Nosotros, que estamos enfermos, que somos pecadores,
necesitamos recurrir muchas veces a la misericordia divina: Muéstranos,
Señor, tu misericordia. Y danos tu salvación7,
repite continuamente la Iglesia en este tiempo litúrgico.
En tantas ocasiones, cada día, tendremos que acudir al
Corazón misericordioso de Jesús y decirle: Señor, si quieres, puedes
limpiarme8. Especialmente en estas circunstancias, «el conocimiento de
Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable
fuente de conversión, no solamente como momentáneo acto interior, sino también
como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de
este modo a Dios, quienes lo ven así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin
cesar a Él»9. Verdaderamente, podemos exclamar también nosotros: ¡Qué
grande es la misericordia del Señor y su piedad para los que se vuelven a Él!10.
¡Qué grande es la misericordia divina para cada uno de nosotros!
Esto nos impulsa a volver muchas veces al Señor,
mediante el arrepentimiento de nuestras faltas y pecados, especialmente en el
sacramento de la misericordia divina, que es la Confesión.
Pero el Señor ha puesto una condición para obtener de
Él compasión y misericordia por nuestros males y flaquezas: que también
nosotros tengamos un corazón grande para quienes nos rodean. En la parábola del
buen samaritano11 nos
enseña el Señor cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre. No nos
está permitido «pasar de largo» con indiferencia, sino que debemos «pararnos»
junto a él. «Buen samaritano es todo hombre que se para junto al sufrimiento de
otro hombre, de cualquier género que ese sea. Esta parada no significa
curiosidad, sino más bien disponibilidad. Es una determinada disposición
interior del corazón, que tiene también su expresión emotiva. Buen samaritano
es todo hombre sensible al sufrimiento ajeno, el hombre que se conmueve ante la
desgracia del prójimo.
»Si Cristo, conocedor del interior del hombre, subraya
esta conmoción, quiere decir que es importante para toda nuestra actitud frente
al sufrimiento ajeno. Por lo tanto, es necesario cultivar en uno mismo esta
sensibilidad del corazón hacia el que sufre. A veces esta compasión es la única
o la principal manifestación de nuestro amor y de nuestra solidaridad hacia el
hombre que sufre»12.
¿No tendremos en el propio hogar, en la oficina o en
la fábrica, a esa persona herida, física o moralmente, que requiere, con
urgencia quizá, nuestra disponibilidad, nuestro afecto y nuestros cuidados?
III.
Existe en toda la Sagrada Escritura una urgencia por parte de Dios para que el
hombre tenga también sentimientos de misericordia, esa «compasión de la miseria
ajena, que nos mueve a remediarla, si es posible»13.
Nos promete el Señor que seremos dichosos si tenemos un corazón misericordioso
para con los demás, y que alcanzaremos misericordia de parte
de Dios.
El campo de la misericordia es tan grande como el de
la miseria humana que se trata de remediar. Y el hombre puede padecer miseria y
calamidades en el orden físico, intelectual y moral... Por eso, las obras de
misericordia son innumerables –tantas como necesidades tiene el hombre–, aunque
tradicionalmente, por vía de ejemplo, se han señalado catorce obras de
misericordia, en las que esta virtud se manifiesta de modo especial.
Nuestra actitud compasiva y misericordiosa ha de ser,
en primer lugar, con quienes habitualmente tenemos un mayor trato –la familia,
los amigos–, con quienes Dios ha puesto a nuestro lado y con aquellos que se
encuentran más necesitados.
Muchas veces la misericordia consistirá en
preocuparnos por la salud, por el descanso, por el alimento de los que Dios nos
encomienda. Los enfermos merecen una atención especial: compañía, interés
verdadero por su enfermedad, enseñarles y ayudarles a que ofrezcan a Dios su
dolor... En una sociedad deshumanizada por los frecuentes ataques a la familia,
es cada vez mayor el número de enfermos y ancianos abandonados, sin consuelo y
sin cariño. Visitar a estas personas en su soledad es una obra de misericordia
cada vez más necesaria. Dios premia de una manera especial estos ratos de
compañía: lo que por uno de estos hicisteis, por Mí lo hicisteis14,
nos dice el Señor.
También debemos practicar, junto a las llamadas obras
materiales de misericordia, las espirituales. En primer lugar corregir
al que yerra, con la advertencia oportuna, con caridad, sin que se
ofenda; enseñar al que no sabe, especialmente en lo que se refiere
a la ignorancia religiosa, el gran enemigo de Dios, que aumenta de día en día
en proporciones alarmantes: la catequesis ha pasado en la actualidad a ser una
obra de misericordia de primerísima importancia y urgencia; aconsejar
al que duda, con honradez y rectitud de intención, ayudándole en su camino
hacia Dios; consolar al afligido, compartiendo su dolor, animándole
para que recupere la alegría y entienda el sentido sobrenatural de esa pena que
sufre; perdonar al que nos ofende, con prontitud, sin darle
demasiada importancia a la ofensa, y cuantas veces sea necesario; socorrer
al que necesita ayuda, prestando ese servicio con generosidad y alegría;
finalmente, rogar a Dios por los vivos y por los difuntos,
sintiéndonos especialmente ligados por la Comunión de los Santos a esas
personas con las que estamos más obligados por razones de parentesco, amistad,
etcétera.
Nuestra actitud de misericordia hacia los demás se ha
de extender a otras muchas manifestaciones de la vida, pues «nada puede hacerte
tan imitador de Cristo –dice San Juan Crisóstomo– como la preocupación por los
demás. Aunque ayunes, aunque duermas en el suelo, aunque, por así decir, te
mates, si no te preocupas del prójimo, poca cosa hiciste, aún distas mucho de
Su imagen»15.
Así obtendremos de Dios misericordia para nuestra
vida, y quizá la merezcamos también para los demás, ese abismo de misericordia
que se extiende de generación en generación16,
según profetizó nuestra Señora a su prima Santa Isabel.
Pidamos la misericordia divina para nosotros mismos,
¡que tanto la necesitamos!, y para nuestra generación, a través de Santa María,
Madre de misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra. Ante la próxima
fiesta de la Inmaculada nuestro confiado recurso a la Virgen se hace, si cabe,
más continuo y enamorado.
1 Mt 5,
7. —
2 Lc 19,
10; Is 41, 9. —
3 San
Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, 7. —
4 Sal 33,
5.—
5 San
Agustín, Confesiones, 10. —
6 Mt 9,
12. —
7 Sal 84,
8. —
8 Mt 8,
2. —
9 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 13. —
10 Eccl 17,
28. —
11 Lc 10,
30 ss. —
12 Juan
Pablo II, Carta Apost. Salvifici doloris, 28. —
13 San
Agustín, La ciudad de Dios, 9, 5. —
14 Mt 25,
40. —
15 San
Juan Crisóstomo, Coment. a la 1ª epístola a los Corintios.
—
16 Lc 1,
50.
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