IBSEN MARTÍNEZ 13 de septiembre de 2017
Que la
paz sea recibida con indiferencia por muchos colombianos es de las cosas más
intrigantes para el extranjero que viene a vivir en Colombia.
Esto
pudo sentirse con ocasión de la visita papal. La sorna que expresaban las redes
sociales me recordó a muchísima gente que en Venezuela cree a pies juntillas la
conseja según la cual Juan Manuel Santos está en la nómina de Nicolás Maduro.
Rumiar
la idea fija de una conspiración que reúne a Nicolás Maduro, Raúl Castro y Juan
Manuel Santos en torno a un mismo designio es característico de muchos
compatriotas míos a quienes he llamado "venecouribistas": abominan
por igual de Santos y del papa Francisco.
Asimilan
el origen argentino del pontífice a una filiación peronista, más precisamente
kirchnerista y, por peregrina transitividad y negra magia empática, también
chavista.
Recíprocamente,
se leen y escuchan en Colombia insinuaciones que señalan la visita pastoral
como una martingala engañabobos orientada a instaurar, llegado el momento y sin
que se le ofrezca resistencia, una dictadura "castrochavista".
Dicho
sea de paso, aunque se discrepe de quienes así piensan, hay que reconocer el
acierto de Álvaro Uribe al dar con una palabra que resume el parentesco
esencial, la consanguinidad ya indiscutible que une al fraudulento socialismo
del siglo XXI chavista con la interminable tragedia cubana.
Está
claro, pues, que parte del escepticismo ante lo bueno que pueda traer a
Colombia el posconflicto va de la mano con una desvalorización de la paz. Y
cabe preguntarse, como lo ha hecho el escritor Andrés Hoyos, si esta equivale a
una vergonzante nostalgia de la guerra.
Respuestas
sumamente persuasivas a esa pregunta hallé en el libro de Jorge Giraldo
Ramírez, Las ideas en la guerra (Debate, 2015).
Una de
ellas, que el filósofo e historiador de las ideas ilustra cabalmente, se halla
en la sostenida y prolongada elaboración, digamos teórica, que a lo largo de
todo el siglo XX, y aun de parte del actual, hicieron ciertas élites
colombianas para apuntar la noción de que la lucha armada era por completo
inevitable.
No
solo los hombres de la guerra, sino también académicos e intelectuales de mucha
valía concibieron y propugnaron la violencia como único medio de alcanzar fines
filantrópicos en la desigual Colombia. Asombra que tanta gente, incluso figuras
que repudiaban principistamente la violencia, la tuviesen como inevitable.
Giraldo explica parcialmente esto último con lo que Albert Hirschmann llamó la
"fracasomanía" de los colombianos.
Un
desolador efecto de esta idea de inevitabilidad de la violencia, observa
Giraldo, fue el rechazo sectario a toda iniciativa política que abriese
posibilidades a medios pacíficos y electorales, es decir, deliberantes y
políticos, de alcanzar el poder.
Giraldo
pasa minuciosa revista a los desdenes doctrinarios con que los violentos
ignoraron las posibilidades abiertas por del Pacto de Benidorm, a fines de los
años cincuenta, y las opciones que abrió a la lucha de masas la firma de la
Constitución de 1991.
En
varios momentos de su libro, Giraldo comenta la incapacidad de los mandos
violentos y sus valedores intelectuales para identificar las ocasiones que
hubiesen permitido imprimir un giro pacífico y democrático a sus métodos de
lucha, en lugar de sembrar el país con millones de víctimas.
Esa
ceguera condujo a la socarrona fórmula "combinación de todas las formas de
lucha" que, en realidad, nombraba una sola: la armada.
Al
firmar la paz y abrazar un proyecto electoral, las FARC han optado al fin por
las formalidades democráticas. Sin cerrar los ojos a su pasado, un ecuánime
sentido deportivo debería llevar a desearles mejor puntería en esta nueva y
bienvenida oportunidad.
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