ALBERTO BARRERA TYSZKA 08 de mayo de 2018
Durante
todos estos años, siempre pensé que la única salida al conflicto de mi país era
el voto. Sigo pensando así. Y justo por esa razón, creo que el próximo 20 de
mayo los venezolanos debemos abstenernos.
Para
la mayoría de la población, dentro y fuera del país, la situación es alarmante.
Hemos llegado a un límite casi inimaginable en términos de hiperinflación, de
deterioro en la calidad de vida, de violación de los derechos humanos y de
control y represión oficial. El país frívolo que exportaba reinas de concursos
de belleza se ha convertido en el país trágico que exporta pobres desesperados.
Todo esto, bajo la mirada de un gobierno que sigue empeñado en negar la
realidad, que prefiere destruir la nación que negociar.
En un
artículo indignante, publicado hace pocos días en El País, Nicolás Maduro
ofreció una muestra de cómo continuamente intenta legitimarse. “Nuestra
democracia es distinta a todas”, afirma al comienzo del texto. “Porque todas
las demás —en prácticamente todos los países del mundo— son democracias
formadas por y para las élites. Son democracias donde lo justo es lo que le
conviene a unos pocos”.
En
realidad, su gobierno es un espejo perfecto de lo que denuncia. El chavismo se
ha convertido en una élite que lleva veinte años concentrando poder. Controla
el petróleo y la moneda, maneja a su antojo las instituciones y los tribunales,
ha transformado a las Fuerzas Armadas en su ejército privado. Detiene,
encarcela, tortura y hasta ejecuta adversarios sin respetar las leyes, sin dar
explicaciones. Ha privatizado casi todos los espacios de la vida pública, ha
organizado el hambre como un negocio político rentable. Una élite que necesita
y desea, el próximo 20 de mayo, ganar algún tipo de legitimidad.
A
medida que se acerca el día de las elecciones, aumentan la tensión y el debate
sobre votar o no votar en el país. Quienes promueven la teoría de que es
necesario votar dan por descontado que la abstención es una resignación inútil,
un abandono de la lucha o una manera algo espuria de resistir. Uno de los
éxitos del chavismo ha sido distribuir en la sociedad venezolana la idea de que
el disentimiento es sospechoso, que siempre puede acercarse peligrosamente a la
ilegalidad. La ambigua conjetura de que el llamado a no votar esconde en el
fondo un ánimo conspirador le resulta muy conveniente al gobierno.
Dos
supuestos sostienen la propuesta de participar en las elecciones: creer,
primero, que de manera repentina una indetenible marea de votos le dará un
triunfo incuestionable al candidato de la oposición, Henri Falcón, y, después,
en segundo término, confiar que el gobierno y sus instituciones aceptarán y
reconocerán esa victoria. No hay, sin embargo, ninguna garantía de que alguna
de estas dos cosas pueda ocurrir.
La
candidatura Falcón no depende de la política, sino de la fe. No es un problema
que tenga que ver, ni siquiera, con el candidato. No hay que discutir sus
cualidades o deficiencias. El problema está en el sistema. No es nueva la
ilusión de un sorpresivo tsunami electoral, más aun en un contexto de crisis
total como el que vive el país. Por eso mismo, la campaña oficial se ha
centrado en obtener ganancias del clientelismo a través del llamado Carnet de
la Patria, que permite al gobierno canjear votos por comida. La élite chavista
ha diseñado una arquitectura electoral que carnetiza la pobreza y transforma la
elección en un chantaje.
Supongamos,
de todos modos, que la hipótesis se transforma en realidad y que una avalancha
de votos hace irremediable un triunfo de la oposición. Supongamos, también, que
el gobierno reconoce su derrota: ¿qué sigue? Henri Falcón debe esperar hasta
enero de 2019 para que el presidente entregue el gobierno.
Las
enseñanzas de lo ocurrido el 2015 deberían ser útiles. Tras la victoria de la
oposición, los parlamentarios salientes aprovecharon los pocos días que les
quedaban para dar un golpe de Estado y asegurar su control absoluto del
Tribunal Supremo de Justicia. A esto, además, hay que sumarle la existencia de
una fraudulenta Asamblea Nacional Constituyente (ANC), a la que todavía le
queda por lo menos un año de ejercicio, constituida como un poder absoluto,
capaz de —por ejemplo— redefinir y limitar a su antojo el papel y las funciones
de la presidencia.
Esto
implica que aun perdiendo las elecciones, la élite chavista retendrá el poder
en su sentido amplio, incluyendo la posibilidad de despojar de facultades a la
presidencia. En el supuesto negado de que Henri Falcón ganara, solo obtendría
una silla hueca, un adorno y no un cargo, una representación del vacío. Todo
esto hace que la elección del 20 de mayo sea un fraude anunciado.
La
dirección política de la oposición tiene muchas debilidades y ha cometido
bastantes errores. Sin embargo, en este momento tanto la Mesa de la Unidad
Democrática (MUD) como el Frente Amplio están siendo leales con la mayoría que,
de distintas maneras, intenta resistir ante el gobierno.
El
llamado a la abstención es coherente con lo ocurrido tras las elecciones de
octubre del año pasado, cuando Juan Pablo Guanipa ganó la gobernatura en el
estado de Zulia y Andrés Velásquez en Bolívar. ¿Qué pasó? Al primero, trataron
de someterlo a través de la ANC. La élite canceló el triunfo de los votantes e
impuso nuevas elecciones. Al segundo, todavía hoy, el Consejo Nacional
Electoral no le ofrece respuestas ante sus contundentes denuncias de fraude.
Estos son ejemplos recientes y brutales.
Las
elecciones en Venezuela están diseñadas como una estafa perfecta. El gobierno
elige a todos los candidatos, establece las reglas de juego, no permite
auditorías ni ningún tipo de observación independiente, extorsiona a los
votantes con comida y medicinas, mientras la población menos necesitada se
debate moralmente entre votar o no votar.
Es una
maniobra que apuesta, además, a enfrentar a la crítica internacional. El
gobierno necesita una alta participación electoral para poder descalificar a
todos los países que se han sumado al desconocimiento de los resultados
electorales. Basta recordar una reciente entrevista con Jorge Rodríguez. El
ministro de Comunicación y jefe de campaña de Maduro descartó la existencia de
la crisis humanitaria usando como argumento el resultado de las últimas
elecciones. Para eso necesita el gobierno que los venezolanos participen en las
presidenciales.
Llamar
a votar porque no hay más remedio, porque no hay otra alternativa, es absurdo.
No estamos decidiendo entre votar o tomar las armas. Eso es parte de la trampa.
Es lo que también ha propuesto Maduro. No estamos decidiendo entre votar o
apoyar una invasión. Estamos denunciando que las elecciones son un artificio,
que la democracia en Venezuela es una trampa.
Pero
es necesario que la dirigencia política de la oposición llene de sentido
—simbólico y práctico— la abstención, que la convierta en un verdadero acto
político. Hay muchas posibilidades e iniciativas de inventar acciones de todo
tipo, dentro y fuera del país, para el 20 de mayo. No se trata de una
resignación pasiva. La abstención no tiene por qué ser una renuncia. También
puede ser un gran acto de rebeldía.
Tomado
de: https://www.nytimes.com/es/2018/05/06/opinion-barrera-elecciones-presidenciales-venezuela-voto/
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