Francisco Fernández-Carvajal 01 de junio de 2020
@hablarcondios
— El cristiano en la vida pública. El cumplimiento
ejemplar de nuestros deberes.
— Unidad de vida.
— Nuestra unión con Dios, necesaria para ser mejores
ciudadanos.
I. Narra el
Evangelio de la Misa1 que
se acercaron unos fariseos a Jesús para sorprenderle en alguna palabra, algo
con qué poder acusarle. Con este fin, le preguntan maliciosamente si es lícito
pagar el tributo al César. Se trataba del impuesto que todos los judíos debían
pagar a Roma, y que les recordaba su dependencia de un poder extranjero. No era
muy gravoso, pero planteaba un problema político y moral; los mismos judíos
estaban divididos acerca de su obligatoriedad. Y quieren ahora que Jesús tome
partido a favor o en contra de este impuesto romano. Maestro -le
dicen-, ¿nos es lícito dar el tributo al César, o no? Si el
Señor dice que sí, podrán acusarle de que colabora con el poder romano, que los
judíos odiaban puesto que era el invasor; si contesta que no, podrán acusarle
de rebelión ante Pilato, la autoridad romana. Tomar partido a favor o en contra
del impuesto significaba, en el fondo, manifestarse a favor o en contra de la
legalidad de la situación político-social por la que pasaba el pueblo judío:
colaborar con el poder ocupante o alentar la rebelión latente en el seno del
pueblo. Más tarde le acusarán, diciendo con falsedad manifiesta: Hemos
encontrado a este pervirtiendo al pueblo; prohíbe pagar el tributo al César2.
En esta ocasión, Jesús, conociendo la malicia de su
pregunta, les dice: Mostradme un denario. ¿De quién es la imagen y la
inscripción que tiene? Ellos contestaron: Del César. Y Jesús les dejó
desconcertados por la sencillez y la hondura de la respuesta: Pues
bien, dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Jesús no
elude la cuestión, sino que la sitúa en sus verdaderos términos. Se trata de
que el Estado no se eleve al plano de lo divino, y de que la Iglesia no tome
partido en cuestiones temporales cambiantes y relativas. De este modo, se opone
igualmente al error difundido entre los fariseos de un mesianismo político y al
error de la injerencia del Estado romano –de cualquier Estado– en el terreno
religioso3. Con su respuesta, el Señor establece con claridad dos esferas
de competencia. «Cada una en su ámbito propio, son mutuamente independientes y
autónomas. Sin embargo, ambas, aunque por título diverso, están al servicio de
la vocación personal y social de unos mismos hombres»4.
La Iglesia, en cuanto tal, no tiene por misión dar
soluciones concretas a los asuntos temporales. Sigue así a Cristo, quien,
afirmando que su reino no es de este mundo5,
se negó expresamente a ser constituido juez en cuestiones terrenas6.
Así no caeremos nunca los cristianos en lo que Jesucristo evitaba con todo
cuidado: unir el mensaje evangélico, que es universal, a un sistema, a un
César. Es decir, debemos evitar que cuantos no pertenecen al sistema, al
partido o al César, se sientan con dificultades comprensibles para aceptar un
mensaje que tiene como fin último la vida eterna. La misión de la Iglesia, que
continúa en el tiempo la obra redentora de Jesucristo, es la de llevar a los
hombres a ese destino sobrenatural y eterno: la justa y debida preocupación por
los problemas de la sociedad deriva de su misión espiritual y se mantiene en
los límites de esa misión.
Nos toca a los cristianos, metidos en la entraña de la
sociedad, con plenitud de derechos y de deberes, dar solución a los problemas
temporales, formar a nuestro alrededor un mundo cada vez más humano y más
cristiano, siendo ciudadanos ejemplares que exigen sus derechos y saben cumplir
todos los deberes con la sociedad. Es más, en muchas ocasiones, la manera de
actuar los cristianos en la vida pública no puede limitarse al mero
cumplimiento de las normas legales, de lo que está dispuesto. La diferencia
entre el orden legal y los criterios morales de la propia conducta obliga a
veces a adoptar comportamientos más exigentes o distintos de los criterios
estrictamente jurídicos7:
sueldos excesivamente bajos, situaciones injustas no contempladas en la ley,
dedicación del médico a los enfermos que lo necesitan por encima de un horario
estrictamente exigido por el reglamento o las disposiciones del hospital,
etcétera. ¿Se nos conoce en nuestro trabajo –cualquiera que este sea– por ser
personas que se exceden, por amor a Dios y a los hombres, en aquello que señala
la obligación estricta: horario, dedicación, interés, preocupación sincera por
las personas y por sus problemas...?
II. Dad al
César lo que es del César... El Señor distingue los deberes
relacionados con la sociedad y los que se refieren a Dios, pero de ninguna
manera quiso imponer a sus discípulos como una doble existencia. El hombre es uno,
con un solo corazón y una sola alma, con sus virtudes y sus defectos que
influyen en todo su actuar, y «tanto en la vida pública como en la privada, el
cristiano debe inspirarse en la doctrina y seguimiento de Jesucristo»8,
que tornará siempre más humano y noble su actuar. La Iglesia ha proclamado
siempre la justa autonomía de las realidades temporales, pero entendida, claro
está, en el sentido de que «las cosas creadas y la sociedad misma gozan de
propias leyes y valores (...). Pero si “autonomía de lo temporal” quiere decir
que la realidad creada es independiente de Dios y que los hombres pueden usarla
sin referencia al Creador, no hay creyente alguno a quien se le escape la
falsedad envuelta en tales palabras. La criatura, sin el Creador, desaparece»9;
y la misma sociedad se vuelve inhumana y difícilmente habitable, como se puede
comprobar.
El cristiano elige sus opciones políticas, sociales,
profesionales, desde sus convicciones más íntimas. Y lo que aporta a la
sociedad en la que vive es una visión recta del hombre y de la sociedad, porque
solo la doctrina cristiana le ofrece la verdad completa sobre el hombre, sobre
su dignidad y el destino eterno para el que fue creado. Sin embargo, son muchos
los que en ocasiones querrían que los cristianos tuvieran como una doble vida:
una en sus actuaciones temporales y públicas, y otra en su vida de fe; incluso
afirman, con palabras o hechos sectarios y discriminatorios, la
incompatibilidad entre los deberes civiles y las obligaciones que comporta el
seguimiento de Cristo. Nosotros los cristianos debemos proclamar, con palabras
y con el testimonio de una vida coherente, que «no es verdad que haya oposición
entre ser buen católico y servir fielmente a la sociedad civil. Como no tienen
por qué chocar la Iglesia y el Estado, en el ejercicio legítimo de su autoridad
respectiva, cara a la misión que Dios les ha confiado.
»Mienten –¡así: mienten!– los que afirman lo
contrario. Son los mismos que, en aras de una falsa libertad, querrían
“amablemente” que los católicos volviéramos a las catacumbas»10,
al silencio.
Nuestro testimonio en medio del mundo se ha de
manifestar en una profunda unidad de vida. El amor a Dios ha de llevarnos a
cumplir con fidelidad nuestras obligaciones como ciudadanos: pagar los tributos
justos, votar en conciencia buscando el bien común, etc. Desentenderse de
manifestar, a todos los niveles, la propia opinión –por dejadez, pereza o
falsas excusas– a través del voto o del medio equivalente, es una falta contra
la justicia, pues supone la dejación de unos derechos que, por sus
consecuencias de cara a los demás, son también deberes. Esa dejación puede ser
grave en la medida en que con esa inhibición se contribuya al triunfo –en el
colegio profesional, en la agrupación de padres de la institución donde
estudian los hijos, en la vida política nacional– de una candidatura cuyo
ideario está en contraste con los principios cristianos.
«Vivid vosotros –exhortaba Juan Pablo II– e infundid
en las realidades temporales la savia de la fe de Cristo, conscientes de que
esa fe no destruye nada auténticamente humano, sino que lo refuerza, lo
purifica, lo eleva.
»Demostrad ese espíritu en la atención prestada a los
problemas cruciales. En el ámbito de la familia, viviendo y defendiendo la
indisolubilidad y los demás valores del matrimonio, promoviendo el respeto a
toda vida desde el momento de la concepción. En el mundo de la cultura, de la
educación y de la enseñanza, eligiendo para vuestros hijos una enseñanza en la
que esté presente el pan de la fe cristiana.
»Sed también fuertes y generosos a la hora de contribuir
a que desaparezcan las injusticias y las discriminaciones sociales y
económicas; a la hora de participar en una tarea positiva de incremento y justa
distribución de los bienes. Esforzaos por que las leyes y costumbres no vuelvan
la espalda al sentido trascendente del hombre ni a los aspectos morales de la
vida»11.
III. ...
y a Dios lo que es de Dios. También insiste el Señor en esto,
aunque no se lo preguntaron. «El César busca su imagen, dádsela. Dios busca la
suya: devolvédsela. No pierda el César su moneda por vosotros; no pierda Dios
la suya en vosotros»12,
comenta San Agustín. Y de Dios es toda nuestra vida, nuestros trabajos,
nuestras preocupaciones, nuestras alegrías... Todo lo nuestro es suyo. De modo
particular esos momentos –como este rato de oración– que dedicamos
exclusivamente a Él. Ser buenos cristianos nos impulsará a ser buenos
ciudadanos, pues nuestra fe nos mueve constantemente a ser buenos estudiantes,
madres de familia abnegadas que sacan fuerzas de su fe y de su amor para llevar
la familia adelante, empresarios justos, etc.; el ejemplo de Cristo a todos nos
lleva a ser laboriosos, cordiales, alegres, optimistas, a excedernos en
nuestras obligaciones, a ser leales con la empresa, en el matrimonio, con el
partido o la agrupación a la que pertenecemos. El amor a Dios, si es verdadero,
es garantía del amor a los hombres, y se manifiesta en hechos.
«Se ha promulgado un edicto de César Augusto, que
manda empadronarse a todos los habitantes de Israel. Caminan María y José hacia
Belén... —¿No has pensado que el Señor se sirvió del acatamiento puntual a una
ley, para dar cumplimiento a su profecía?
»Ama y respeta las normas de una convivencia honrada,
y no dudes de que tu sumisión leal al deber será, también, vehículo para que
otros descubran la honradez cristiana, fruto del amor divino, y encuentren a
Dios»13.
1 Mc 12,
13-17. —
2 Lc 23,
2. —
3 Cfr. J.
M. Casciaro, Jesucristo y la sociedad política, Palabra, 3ª
ed., Madrid 1973. —
4 Conc.
Vat. II, Const. Gaudium et spes, 76. —
5 Jn 19,
36. —
6 Cfr. Lc 12,
13 ss. —
7 Cfr. Conferencia
Episcopal Española, Los cristianos en la vida pública,
22-IV-1986, 85. —
8 Ibídem.
—
9 Conc.
Vat. II, loc. cit., 36. —
10 San
Josemaría Escrivá, Surco, n. 301. —
11 Juan
Pablo II, Homilía en la Misa celebrada en el Nou Camp,
Barcelona, 7-XI-1982. —
12 San
Agustín, Comentario al Salmo 57, 11. —
13 San
Josemaría Escrivá, o. c., n. 322.
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