Francisco
Fernández-Carvajal 07 de junio de 2020
@hablarcondios
— La misericordia de Dios es infinita, eterna y
universal.
— La misericordia supone haber cumplido previamente
con la justicia, y va más allá de lo que exige esta virtud.
— Frutos de la misericordia.
I. San Pablo
llama a Dios Padre de las misericordias1,
designando su infinita compasión por los hombres, a quienes ama
entrañablemente. Pocas otras verdades están tan insistentemente repetidas,
quizá, como esta: Dios es infinitamente misericordioso y se compadece de los
hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más profunda, el
pecado. En una gran variedad de términos e imágenes –para que los hombres lo
aprendamos bien–, la Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios
es eterna, es decir, sin límites en el tiempo2;
es inmensa, sin limitación de lugar ni espacio; es universal,
pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo
son las necesidades del hombre.
La
encarnación del Verbo, del Hijo de Dios, es prueba de esta misericordia divina.
Vino a perdonar, a reconciliar a los hombres entre sí y con su Creador. Manso
y humilde de corazón, brinda alivio y descanso a todos los atribulados3.
El Apóstol Santiago llama al Señor piadoso y compasivo4.
En la Epístola a los Hebreos, Cristo es el Pontífice
misericordioso5;
y esta actitud divina hacia el hombre es siempre el motivo de la acción
salvadora de Dios6,
que no se cansa de perdonar y de alentar a los hombres hacia su Patria
definitiva, superando las flaquezas, el dolor y las deficiencias de esta vida.
«Revelada en Cristo la verdad acerca de Dios como Padre de la
misericordia, nos permite “verlo” especialmente cercano al hombre, sobre
todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y
de su dignidad»7.
Por eso, la súplica constante de los leprosos, ciegos, cojos... a Jesús
es: ten misericordia8.
La bondad de
Jesús con los hombres, con todos nosotros, supera las medidas humanas. «Aquel
hombre que cayó en manos de los ladrones, que lo desnudaron, lo golpearon y se
fueron dejándolo medio muerto, Él lo reconfortó, vendándole las heridas,
derramando en ellas su aceite y vino, haciéndole montar sobre su propia
cabalgadura y acomodándolo en el mesón para que tuvieran cuidado de él, dando
para ello una cantidad de dinero y prometiendo al mesonero que, a la vuelta, le
pagaría lo que gastase de más»9.
Estos cuidados los ha tenido con cada hombre en particular. Nos ha recogido
malheridos muchas veces, nos ha puesto bálsamo en las heridas, las ha
vendado... y no una, sino incontables veces. En su misericordia está nuestra
salvación; como los enfermos, los ciegos y los lisiados, también debemos acudir
nosotros delante del Sagrario y decirle: Jesús, ten misericordia de
mí... De modo particular, el Señor ejerce su misericordia a través del
sacramento del Perdón. Allí nos limpia los pecados, nos acoge, nos cura, lava
nuestras heridas, nos alivia... Es más, en este sacramento nos sana plenamente
y recibimos nueva vida.
II. Bienaventurados
los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia10,
leemos en el Evangelio de la Misa. Hay una especial urgencia por parte de Dios
para que sus hijos tengan esa actitud con sus hermanos, y nos dice que la
misericordia con nosotros guardará proporción con la que nosotros
ejercitamos: con la medida con que midiereis seréis medidos11.
Habrá proporción, no igualdad, pues la bondad de Dios supera todas nuestras
medidas. A un grano de trigo corresponderá un grano de oro; a nuestro saco de
trigo, un saco de oro. Por los cincuenta denarios que perdonamos, los diez mil
talentos (una fortuna incalculable) que nosotros debemos a Dios. Pero si
nuestro corazón se endurece ante las miserias y flaquezas ajenas, más difícil y
estrecha será la puerta para entrar en el Cielo y para encontrar al mismo Dios.
«Quien desee alcanzar misericordia en el Cielo debe él practicarla en este
mundo. Y por esto, ya que todos deseamos la misericordia, actuemos de manera
que ella llegue a ser nuestro abogado en este mundo, para que nos libre después
en el futuro. Hay en el Cielo una misericordia, a la cual se llega a través de
la misericordia terrena»12.
En ocasiones,
se pretende oponer la misericordia a la justicia, como si aquella apartara a un
lado las exigencias de esta. Se trata de una visión equivocada, pues hace
injusta a la misericordia, siendo así que es la plenitud de la justicia. Enseña
Santo Tomás13 que cuando Dios obra con misericordia –y cuando nosotros
le imitamos– hace algo que está por encima de la justicia, pero que presupone
haber vivido antes plenamente esta virtud. De la misma manera que si uno diera
doscientos denarios a un acreedor al que solo debe cien no obra contra la
justicia, sino que –además de satisfacer lo que es justo– se porta con
liberalidad y misericordia. Esta actitud ante el prójimo es la plenitud de toda
justicia. Es más, sin misericordia se termina por llegar a «un sistema de
opresión de los más débiles por los más fuertes» o a «una arena de lucha
permanente de los unos contra los otros»14.
Con la
justicia sola no es posible la vida familiar, ni la convivencia en las
empresas, ni en la variada actividad social. Es obvio que, si no se vive la
justicia primero, no se puede ejercitar la misericordia que nos pide el Señor.
Pero después de dar a cada uno lo suyo, lo que por justicia le pertenece, la
actitud misericordiosa nos lleva mucho más lejos: por ejemplo, a saber perdonar
con prontitud los agravios (en ocasiones imaginarios, o producidos por la
propia falta de humildad), a ayudar en su tarea a quien ese día tiene un poco
más de trabajo o está más cansado, a dar una palabra de aliento a quien tiene
una dificultad o se le ve más preocupado o inquieto (puede ser la enfermedad de
un familiar, un tropiezo en un examen, un quebranto económico...), prestarnos
para realizar esos pequeños servicios que tan necesarios son en toda
convivencia y en todo trabajo en común...
III. Por muy
justas que llegaran a ser las relaciones entre los hombres, siempre será
necesario el ejercicio cotidiano de la misericordia, que enriquece y
perfecciona la virtud de la justicia. La actitud misericordiosa se ha de
extender a necesidades muy diversas: materiales (comida, vestido, salud,
empleo...), de orden moral (facilitar a nuestros amigos el que se confiesen,
combatir la gran ignorancia acerca de las verdades más elementales de la fe
enseñando el Catecismo, colaborando en una tarea de formación...).
La misericordia es, como dice su etimología, una disposición del corazón que
lleva a compadecerse, como si fueran propias, de las miserias que encontramos
cada día. Por eso, en primer lugar debemos ejercitarnos en la comprensión con
los defectos ajenos, en mantener una actividad positiva, benevolente, que nos
dispone a pensar bien, a disculpar fácilmente fallos y errores, sin dejar de
ayudar en la forma que resulte más oportuna. Actitud que nos lleva a respetar
la igualdad radical entre todos los hombres, pues son hijos de Dios, y las
diferencias y peculiaridades de cada personalidad. La misericordia supone una
verdadera compasión, el compartir efectivamente las desdichas de nuestros
hermanos, tanto materiales como espirituales.
El Señor hizo
de esta bienaventuranza el camino recto para alcanzar la felicidad en esta vida
y en la otra. «Es como un hilillo de agua fresca que brota de la misericordia
de Dios y que nos hace participar de su misma felicidad. Nos enseña, mucho
mejor que los libros, que la verdadera felicidad no consiste en tomar y poseer,
en juzgar y tener razón, en imponer la justicia a nuestro modo, sino más bien
en dejarnos tomar y asir por Dios, en someternos a su juicio y a su justicia
generosa, en aprender de Él la práctica cotidiana de la misericordia»15.
Entonces comprendemos que hay más gozo en dar que en recibir16.
Un corazón compasivo y misericordioso se llena de alegría y de paz. Así
alcanzamos también esa misericordia que tanto necesitamos; y se lo deberemos a
aquellos que nos han dado la oportunidad de hacer algo por ellos mismos y por
el Señor. San Agustín nos dice que la misericordia es el lustre del alma, la
enriquece y la hace aparecer buena y hermosa17.
Al terminar
este rato de oración, acudimos a nuestra Madre Santa María, pues Ella «es la
que conoce más a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y
sabe cuán alto es. En este sentido la llamamos también Madre de la
misericordia»18.
Aunque ya
tengamos abundantes pruebas de su amor maternal por cada uno de nosotros,
podemos decirle a la Santísima Virgen: Monstra te esse matrem!19,
muestra que eres madre, y ayúdanos a mostrarnos como buenos hijos tuyos y
hermanos de todos los hombres.
1 Primera
lectura de la Misa. Año I, 2 Cor 1, 1-7. —
2 Sal 100.
—
3 Mt 11,
28. —
4 Sant 5,
11. —
5 Heb 2,
17. —
6 Tit 2,
11; 1 Pdr 1, 3. —
7 Juan
Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 30-XI-1980, 2.
—
8 Mt 9,
27; 14, 20; 15, 22; 20, 30; Mc 10, 47; Lc 17,
13. —
9 San
Máximo de Turín, Carta 11. —
10 Mt 5,
7. —
11 Mt 7,
2. —
12 San
Cesáreo de Arlés, Sermón 25. —
13 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 21, a. 3, ad 2. —
14 Juan
Pablo II, o. c., 14. —
15 S.
Pinckaers, En busca de la felicidad, Palabra, Madrid 1981,
pp. 126-127. —
16 Cfr. Hech 20,
35. —
17 Cfr. San
Agustín, en Catena Aurea, vol. I, p. 48. —
18 Juan
Pablo II, o. c., 9. —
19 Liturgia
de las Horas, Segundas Vísperas del Común de la Virgen, Himno Ave,
maris stella.
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