Por José Domingo Blanco, 13/03/2015
La aspiración de todo ser humano es dejar una huella –preferiblemente,
una buena impronta- en los hijos, en la familia, en los más allegados y, por
qué no, hasta en la sociedad. Esa era la definición idílica y altruista de la
palabra. Porque la acepción que le da el régimen, y que pronto pretenden
imponernos cuando vayamos a hacer nuestras compras de alimentos, es sinónimo de
tarjeta de racionamiento. La huella, en nuestro país, servirá para que en las
farmacias, redes de distribución del Estado y en las cadenas de supermercados
privadas que acepten poner las máquinas, los venezolanos tengamos acceso a un
máximo de 23 productos de la cesta básica; por supuesto, de esos a los que el
desgobierno les mantiene el precio regulado, y con los que los revendedores y
buhoneros están haciendo su agosto.
¿Son o no las capta huellas una tarjeta de racionamiento pero de última
generación? Estamos en la era de las tabletas y los dispositivos electrónicos:
un cartoncito como los que había en Cuba- de esos que mancillan la dignidad y
son testimonio palpable de la humillación a la que un régimen somete a un
pueblo- no habrían dejado las jugosas ganancias y comisiones que, sin temor a
equivocarme, significa la negociación, adquisición e instalación de este
adminículo con el que pretenden restringir nuestro libre derecho a comprar lo
que nos plazca. Aunque la escasez ha modificado nuestros hábitos y “lo que nos
plazca”, cambió “a lo que consigamos”… ¡Completamente deprimente!
Supongo también que, si algunos automercados privados consintieron
instalar las máquinas de racionamiento –porque eso es lo que son: “libretas de
racionamiento tecnológicas y biométricas”- tiene que haber sido porque las
autoridades responsables de esta descabellada idea, utilizaron sus “tácticas”
de “persuasión”: “tú pones las capta huellas, yo no te cierro o expropio el
negocio”. ¿Les suena familiar la frase? Nadie, ningún dueño de negocio, en su sano
juicio, quisiera poner en riesgo el patrimonio que, por años, les ha tomado
levantar; a pesar de que la amenaza a perderlo todo, con este régimen, siempre
está allí: latente.
Estamos, una vez más, perdiendo nuestras libertades. Están violando,
una vez más, nuestros derechos. Muchos de ellos contemplados en la
Constitución. Esta es una abierta violación al artículo 305 de la Carta Magna.
El Estado no está resolviendo el problema de la escasez. Está actuando como el
marido que encuentra a la esposa siéndole infiel en el sofá y, para resolver el
problema, bota el sofá. La libreta de racionamiento biométrica y tecnológica
con la que amenazan coartar nuestro derecho a ser libres al momento de comprar,
es el sofá del marido infiel. La escasez, la cola, el desabastecimiento no se
resolverán con las capta huellas, ni haciendo que los venezolanos compremos
según el último número de nuestras cédulas de identidad. Es ridículo y propio
de los regímenes totalitarios imponer medidas estúpidas como esta; pero, que a
alguien le dejará cuantiosas ganancias.
El lunes intenté comprar algunas cosas en el automercado a donde voy
siempre. Cuando llegué, para mi sorpresa, no había mucha gente. Por supuesto,
tampoco muchos productos; pero, no quise angustiarme por eso ese día en particular
–algo que, ahora, me preocupa a cada instante- porque en la lista solo tenía
frutas y verduras. Y en eso estaba, escogiendo las frutas, cuando de la nada,
como atraídos por algo que yo en ningún momento percibí, el mercado se vio
invadido por una oleada de gente: motorizados con los cascos puestos, con sus
mujeres-parrilleras a cuesta que, a su vez, traían a sus niñitos arrastrados
por la prisa, corriendo hacia la carnicería, que ya no tiene carne sino que se
ha transformado en el lugar de despacho –con algo de control y previa cola- de
algunos productos regulados.
Le pregunté a uno de los empleados qué iban a repartir. Me dijo que
azúcar y harina de maíz: seis kilos de la primera y cuatro de la segunda, por
persona. El bululú se armó en fracciones de segundos. La gente se amuñuñaba los
productos en los brazos, haciendo malabarismos para que no se les cayeran. Las
familias completas, que habían llegado en moto- porque la moto ha pasado a ser
el vehículo familiar-, se aferraban a los productos, con la misma avidez de
quien se aferra a un premio ambicionado por muchos. ¡Qué buena red de
comunicación ha generado la gente para darse el pitazo de lo que “sacarán” en
los automercados! Fue lo primero que pensé. Pero, luego, mientras hacía la cola
para pagar, multipliqué la cantidad de azúcar y harina de maíz que esa familia
–conformada por el motorizado, su parrillera y los dos muchachitos- se estaban
llevando: ¡24 kilos de azúcar y 16 de harina precocida! Por más que no quise
pensar mal, fue obvio que esa cantidad que estaban comprando no era para el
consumo familiar. La reventa del producto en el mercado informal, deja una
ganancia suficiente como para hacer de esto una fuente alterna de ingresos. Y
esa es otra arista del problema de la escasez que no se resolverá con la
instalación de las máquinas de racionamiento.
Con la tristeza que me produjo el bochornoso espectáculo en el mercado,
asqueado por el poco comportamiento cívico de los voraces compradores, llegué a
una convicción: ¡yo no pondré mi huella para comprar ningún producto! Conmigo
no cuenten. Esos aparatos no serán la solución del terrible problema de
desabastecimiento que estamos viviendo. Iré al mercado con mi Constitución en
la mano para hacer valer mi derecho a comprar con libertad ¡cuando me plazca,
lo que me plazca y en el lugar que a mí me dé la gana! Ok… ¿Y tú?
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