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jueves, 25 de agosto de 2016

Pasado y presente por @marconegron


Por Marco Negrón


Contrariando el pensamiento dominante en muchos sectores de la sociedad venezolana, hemos sostenido que el balance de los procesos de urbanización ocurridos en el país durante el siglo pasado, en particular durante su segunda mitad, reviste un carácter esencialmente virtuoso por un hecho contundente pero que suele olvidarse: haber rescatado a los venezolanos del atraso, la resignación y el aislamiento de la vida rural.

Se trató, es verdad, de un proceso no exento de contradicciones y errores entre los que destaca el alto porcentaje de población viviendo en barrios informales, largamente superior a los promedios existentes en la región: aunque no se dispone de cifras actualizadas, se estima que alojan más del 50% de la población urbana nacional y alrededor del 40% de la que vive en la ciudad capital. Cifras que parecieran asumirse como parte de la normalidad pero que en verdad representan uno de los más críticos cuellos de botella que bloquean la transformación de la venezolana en una sociedad realmente moderna, justa e inclusiva.

Un hábito ampliamente extendido incluso entre sus propios habitantes ha llevado a descalificar las viviendas construidas en ellos llamándolas “rancho”, asimilándolas a las precarias e insalubres que en el medio rural ocuparon sus primeros habitantes antes de migrar a la ciudad. Pero en realidad, en su inmensa mayoría, son casas que cumplen satisfactoriamente con los parámetros exigidos para considerarlas viviendas adecuadas: el problema real es el déficit de infraestructuras y equipamientos del medio urbano improvisado en que se insertan.


Por lo menos hasta la década de 1980 esos barrios fueron lugares de la esperanza: con gran esfuerzo sus habitantes habían logrado mejorarlos, ellos mismos habían progresado material y espiritualmente y creían que sus descendientes estarían aún mejor. Sin embargo, hoy el modelo está agotado: en esos mismos años la economía entró en una prolongada fase recesiva que, con breves intervalos posibilitados por las alzas de los precios del petróleo, perdura hasta ahora. La concurrencia de esa circunstancia con otros factores desencadenados por el funesto Socialismo del siglo XXI ha ido conduciendo al país a lo que algunos economistas han denominado la trampa de la pobreza, referencia al “contexto de economías que han perdido sus fuerzas motrices para crecer y salir de la pobreza por incapacidad de concretar acciones coordinadas por parte de sus actores críticos”.

Al brutal incremento de la pobreza registrado por las encuestas Encovi en los últimos dos años se suman, con su secuela de ejecuciones de “predelincuentes”, las razziaspolimilitares de la llamada OLP contra los barrios populares. El resultado en estos de esa compleja mélangees el miedo creciente hacia el otro con la consiguiente tendencia al endeudamiento, el atrincheramiento en comunidades cada vez más pequeñas y el riesgo cada vez más cercano de su transformación en lugares de la resignación y la desesperanza en los cuales tienden a arraigar la figura del “malandro” o el “pran” como modelo para los jóvenes. Como corroborando lo dicho, el Liveability Ranking 2016 deThe Economist Intelligence Unit que analiza la calidad de vida en 140 metrópolis de todo el mundo coloca a Caracas, vergonzosa pero no sorpresivamente, en el lugar 123.

Una de las tareas más urgentes para las fuerzas del progreso que deben sustituir el error histórico que hoy padecemos es evitar el fraguado de esas tendencias atendiendo prioritariamente, pero con un enfoque radicalmente nuevo, nuestras principales ciudades. Se trata de un debate pendiente que no puede seguir aplazándose, que debe apalancar en el pasado pero sin refugiarse en él.

23-08-16




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