Por Marco Negrón
Contrariando el pensamiento
dominante en muchos sectores de la sociedad venezolana, hemos sostenido que el
balance de los procesos de urbanización ocurridos en el país durante el siglo
pasado, en particular durante su segunda mitad, reviste un carácter
esencialmente virtuoso por un hecho contundente pero que suele olvidarse: haber
rescatado a los venezolanos del atraso, la resignación y el aislamiento de la
vida rural.
Se trató, es verdad, de un
proceso no exento de contradicciones y errores entre los que destaca el alto
porcentaje de población viviendo en barrios informales, largamente superior a
los promedios existentes en la región: aunque no se dispone de cifras
actualizadas, se estima que alojan más del 50% de la población urbana nacional
y alrededor del 40% de la que vive en la ciudad capital. Cifras que parecieran
asumirse como parte de la normalidad pero que en verdad representan uno de los
más críticos cuellos de botella que bloquean la transformación de la venezolana
en una sociedad realmente moderna, justa e inclusiva.
Un hábito ampliamente
extendido incluso entre sus propios habitantes ha llevado a descalificar las
viviendas construidas en ellos llamándolas “rancho”, asimilándolas a las
precarias e insalubres que en el medio rural ocuparon sus primeros habitantes
antes de migrar a la ciudad. Pero en realidad, en su inmensa mayoría, son casas
que cumplen satisfactoriamente con los parámetros exigidos para considerarlas
viviendas adecuadas: el problema real es el déficit de infraestructuras y
equipamientos del medio urbano improvisado en que se insertan.
Por lo menos hasta la década
de 1980 esos barrios fueron lugares de la esperanza: con gran esfuerzo sus
habitantes habían logrado mejorarlos, ellos mismos habían progresado material y
espiritualmente y creían que sus descendientes estarían aún mejor. Sin embargo,
hoy el modelo está agotado: en esos mismos años la economía entró en una
prolongada fase recesiva que, con breves intervalos posibilitados por las alzas
de los precios del petróleo, perdura hasta ahora. La concurrencia de esa
circunstancia con otros factores desencadenados por el funesto Socialismo del
siglo XXI ha ido conduciendo al país a lo que algunos economistas han
denominado la trampa de la pobreza, referencia al “contexto de economías que
han perdido sus fuerzas motrices para crecer y salir de la pobreza por
incapacidad de concretar acciones coordinadas por parte de sus actores críticos”.
Al brutal incremento de la
pobreza registrado por las encuestas Encovi en los últimos dos años
se suman, con su secuela de ejecuciones de “predelincuentes”,
las razziaspolimilitares de la llamada OLP contra los barrios populares.
El resultado en estos de esa compleja mélangees el miedo creciente hacia
el otro con la consiguiente tendencia al endeudamiento, el
atrincheramiento en comunidades cada vez más pequeñas y el riesgo cada vez más
cercano de su transformación en lugares de la resignación y la desesperanza en
los cuales tienden a arraigar la figura del “malandro” o el “pran” como modelo
para los jóvenes. Como corroborando lo dicho, el Liveability Ranking
2016 deThe Economist Intelligence Unit que analiza la calidad de vida
en 140 metrópolis de todo el mundo coloca a Caracas, vergonzosa pero no
sorpresivamente, en el lugar 123.
Una de las tareas más
urgentes para las fuerzas del progreso que deben sustituir el error histórico
que hoy padecemos es evitar el fraguado de esas tendencias atendiendo prioritariamente,
pero con un enfoque radicalmente nuevo, nuestras principales ciudades. Se trata
de un debate pendiente que no puede seguir aplazándose, que debe apalancar en
el pasado pero sin refugiarse en él.
23-08-16
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