Miguel Méndez Rodulfo 16 de octubre de 2017
La
primera Constitución que tuvo Venezuela, la que nos legaron los libertadores en
1811, establecía nítidamente la propiedad y de manera alguna la condicionaba.
El derecho a la propiedad, o la libertad de industria, no tenía limitaciones,
salvo en caso de expropiaciones por causa de utilidad pública. Así fue hasta
1936 cuando, luego de 17 sucesivas constituciones, se condicionó el derecho de
propiedad por razones “de interés nacional”; en la constitución de 1945 la
propiedad se subordinó “al interés público o social”; en la carta magna de 1947
la propiedad estaba sometida a “las contribuciones, restricciones y
obligaciones establecidas en la ley”. En la constitución de 1961 se estableció
que la propiedad “en virtud de su función social… estará sometida a las
obligaciones legales con fines de utilidad pública o de interés general” Todos
sabemos que en los países desarrollados la propiedad privada es una institución
sacrosanta que los gobiernos respetan a ultranza y que el estado de derecho
protege y preserva, porque se sabe que de ella dimana toda fuente de
prosperidad, riqueza y desarrollo.
La
política fiscal, monetaria y cambiaria, es otra sólida institución que los
gobiernos han aprendido a manejar no sin antes haberse producido en el mundo
graves crisis fiscales, grandes devaluaciones y recesiones de todo tipo. Uno de
los aspectos más delicados en este orden de ideas es la relación con el banco
central. En Venezuela, tenemos que recapitular lo ocurrido en la relación
gobierno-instituto emisor, para derivar enseñanzas y no repetir errores en la
próxima gobernabilidad. En la Ley General de Bancos de 1940, se hizo laxo el
encaje legal y se permitió a los bancos dar préstamos directos al gobierno o
adquirir títulos de deuda pública hasta por el 50% de su capital pagado y
reservas. En la reforma de la ley del BCV de 1974, se nacionaliza el instituto
emisor que desde su fundación había tenido capital privado; se elimina del
texto legal el encaje que respalda la emisión monetaria, aun cuando ésta
continua realizándose mediante la compra de oro y divisas, y se convierte al
BCV en un banco de desarrollo, a la vez que se incrementa el financiamiento al
gobierno.
Por
otra parte, en 1982, el manejo de la política monetaria, que estableció tasas
de interés muy por debajo de las de USA, ocasionó una enorme fuga de capitales.
Los remedios que el gobierno de entonces promovió para corregir esta situación
fueron: apropiarse del fondo en dólares que Pdvsa desde su nacionalización
había establecido para el manejo eficiente y expedito de sus operaciones;
ordenar la contabilización del oro de las reservas internacionales por un monto
superior a siete veces su valor de mercado; acto seguido se decidió transferir
al gobierno las “ganancias” de tal revalorización; para 1983 sobrevendría una
pavorosa devaluación. En 1989 Venezuela acuerda con el FMI un Programa de
Ajustes, una de cuyas premisas era la debilidad del sistema financiero nacional
y como darle solidez. Los grupos de presión nacional no permitieron la apertura
a la banca extranjera, en general no se aplicaron las recomendaciones del
programa y como resultado de ello en 1994 estalló una de las peores crisis
financieras del mundo. El primer banco del país y la mitad de la banca,
quebraron en efecto dominó. En un informe del FMI se consideró que fue la
crisis peor manejada del mundo y la más costosa, ya que alcanzó 13% del PIB en
1994 y 17% en 1995. Sus efectos 10 y 15 años después seguían golpeando a la
economía venezolana.
La
solicitud vergonzosa y a grito destemplando, desde diversas tribunas, que el
difunto de Sabaneta le formulara al directorio del BCV para que le regalaran
“un millardito”, así como la apropiación por parte del gobierno de una
supuestas ganancias cambiarias del BCV, debido a la pérdida de valor del
bolívar frente al dólar y el control político del instituto emisor, hablan
elocuentemente de graves errores que no deben repetirse nunca jamás.
Miguel
Méndez Rodulfo
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