San Josemaría Escrivá 01 de julio de 2018
El Fundador del Opus Dei habla del amor a
la libertad como uno de los tesoros de la fe cristiana.
En
este canto a las riquezas de la fe que es la Epístola a los Gálatas, San Pablo
nos dice que el cristiano debe vivir con la libertad que Cristo nos ha ganado
(1). Ése fue el anuncio de Jesús a los primeros cristianos, y eso continuará
siendo a lo largo de los siglos: el anuncio de la liberación de la miseria y de
la angustia. La historia no está sometida a fuerzas ciegas ni es el resultado
del acaso, sino que es la manifestación de las misericordias de Dios Padre. Los
pensamientos de Dios están por encima de nuestros pensamientos, dice la
Escritura (2), por eso, confiar en el Señor quiere decir tener fe a pesar de
los pesares, yendo más allá de las apariencias. La caridad de Dios –que nos ama
eternamente– está detrás de cada acontecimiento, aunque de una manera a veces
oculta para nosotros.
Cuando
el cristiano vive de fe –con una fe que no sea mera palabra, sino realidad de
oración personal–, la seguridad del amor divino se manifiesta en alegría, en
libertad interior. Esos nudos que atenazan a veces el corazón, esos pesos que
aplastan el alma, se rompen y se disuelven. Si Dios está por nosotros, ¿quién
contra nosotros? (3). Y la sonrisa viene enseguida a los labios. Un hijo de
Dios, un cristiano que viva vida de fe, puede sufrir y llorar: puede tener
motivos para dolerse; pero, para estar triste, no.
La
libertad cristiana nace del interior, del corazón, de la fe. Pero no es algo
meramente individual, sino que tiene manifestaciones exteriores. Entre ellas,
una de las más características de la vida de los primeros cristianos: la
fraternidad. La fe –la magnitud del don del amor de Dios– ha hecho que se
empequeñezcan hasta desaparecer todas las diferencias, todas las barreras: ya
no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni de libre; ni de hombre,
ni de mujer: porque todos sois una cosa en Cristo Jesús (4). Ese saberse y
quererse de hecho como hermanos, por encima de las diferencias de raza, de
condición social, de cultura, de ideología, es esencial al cristianismo.
No es
mi misión hablar de política. Tampoco es esa la misión del Opus Dei, ya que su
única finalidad es espiritual. El Opus Dei no ha entrado ni entrará nunca en la
política de grupos y partidos, ni está vinculado a ninguna persona o ideología.
Ese modo de actuar no es una táctica apostólica, ni una conducta meramente
encomiable. Es una necesidad intrínseca para el Opus Dei proceder así, ya que
lo exige su misma naturaleza, y tiene un resello evidente: el amor a la
libertad, la confianza en la condición propia del cristiano en medio del mundo,
actuando con completa independencia y con responsabilidad personal.
No hay
dogmas en las cosas temporales. No va de acuerdo con la dignidad de los hombres
el intentar fijar unas verdades absolutas, en cuestiones donde por fuerza cada
uno ha de contemplar las cosas desde su punto de vista, según sus intereses
particulares, sus preferencias culturales y su propia experiencia peculiar.
Pretender imponer dogmas en lo temporal conduce, inevitablemente, a forzar las
conciencias de los demás, a no respetar al prójimo.
No
quiero decir con eso que la postura del cristiano, ante los asuntos temporales,
deba ser indiferente o apática. En modo alguno. Pienso, sin embargo, que un
cristiano ha de hacer compatible la pasión humana por el progreso cívico y
social con la conciencia de la limitación de las propias opiniones, respetando,
por consiguiente, las opiniones de los demás y amando el legítimo pluralismo.
Quien no sepa vivir así, no ha llegado al fondo del mensaje cristiano. No es
fácil llegar, y en cierto modo no se llega nunca, porque la tendencia al
egoísmo y a la soberbia no muere jamás en nosotros. Por eso, todos estamos
obligados a un examen constante, confrontando nuestras acciones con Cristo,
para reconocernos pecadores y recomenzar de nuevo. No es fácil llegar, pero
hemos de esforzarnos.
Dios,
al crearnos, ha corrido el riesgo y la aventura de nuestra libertad. Ha querido
una historia que sea una historia verdadera, hecha de auténticas decisiones, y
no una ficción ni un juego. Cada hombre ha de hacer la experiencia de su
personal autonomía, con lo que eso supone de azar, de tanteo y, en ocasiones,
de incertidumbre. No olvidemos que Dios, que nos da la seguridad de la fe, no
nos ha revelado el sentido de todos los acontecimientos humanos. Junto con las
cosas que para el cristiano están totalmente claras y seguras, hay otras
–muchísimas– en las que sólo cabe la opinión: es decir, un cierto conocimiento
de lo que puede ser verdadero y oportuno, pero que no se puede afirmar de un
modo incontrovertible. Porque no sólo es posible que yo me equivoque, sino que
–teniendo yo razón– es posible que la tengan también los demás. Un objeto que a
uno parece cóncavo, parecerá convexo a los que estén situados en una
perspectiva distinta.
La
conciencia de la limitación de los juicios humanos nos lleva a reconocer la
libertad como condición de la convivencia. Pero no es todo, e incluso no es lo
más importante: la raíz del respeto a la libertad está en el amor. Si otras
personas piensan de manera distinta a como pienso yo, ¿es eso una razón para
considerarlas como enemigas? La única razón puede ser el egoísmo, o la
limitación intelectual de quienes piensan que no hay más valor que la política
y las empresas temporales. Pero un cristiano sabe que no es así, porque cada
persona tiene un precio infinito, y un destino eterno en Dios: por cada una de
ellas ha muerto Jesucristo.
Se es
cristiano cuando se es capaz de amar no sólo a la Humanidad en abstracto, sino
a cada persona que pasa cerca de nosotros. Es una manifestación de madurez
humana sentir la responsabilidad de esas tareas de las que vemos que depende el
bienestar de las generaciones futuras, pero eso no nos puede conducir a
descuidar la entrega y el servicio en los asuntos más ordinarios: tener un
detalle amable con quienes trabajan a nuestro lado, vivir una verdadera amistad
con nuestros compañeros, compadecernos de quien padece necesidad, aunque su
miseria nos parezca sin importancia en comparación con los grandes ideales que
perseguimos.
Hablar
de libertad, de amor a la libertad, es plantear un ideal difícil: es hablar de
una de las mayores riquezas de la fe. Porque –no nos engañemos– la vida no es
una novela rosa. La fraternidad cristiana no es algo que venga del cielo de una
vez para todas, sino realidad que ha de ser construida cada día. Y que ha de
serlo en una vida que conserva toda su dureza, con choques de intereses, con
tensiones y luchas, con el contacto diario con personas que nos parecerán
mezquinas, y con mezquindades de nuestra parte.
Pero
si todo eso nos descorazona, si nos dejamos vencer por el propio egoísmo o si
caemos en la actitud escéptica de quien se encoge de hombros, será señal de que
tenemos necesidad de profundizar en nuestra fe, de contemplar más a Cristo.
Porque sólo en esa escuela aprende el cristiano a conocerse a sí mismo y a comprender
a los demás, a vivir de tal manera que sea Cristo presente en los hombres.
1. Cfr. Gal 4, 31 (Vg); Gal 5,1 (Nvg).
2. Cfr. Is 55, 8; Rm 11, 33.
3. Rm 8, 31.
4. Gal 3, 28.
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