Francisco Fernández-Carvajal 02 de junio de
2019
— El don de consejo y la virtud de la prudencia.
— El don de consejo es una gran ayuda para mantener
una conciencia recta.
— Los consejos de la dirección espiritual. Medios que
facilitan la actividad de este don.
I. Son muchas las
ocasiones de desviarnos del camino que conduce a Dios, muchos son los senderos
equivocados que a menudo se presentan. Pero el Señor nos ha asegurado: Yo
te haré saber y te enseñaré el camino que debes seguir; seré tu consejero y
estarán mis ojos sobre ti1.
El Espíritu Santo es nuestro mejor Consejero, el más sabio Maestro, el mejor
Guía. Cuando os entreguen –prometía el Señor a los Apóstoles
refiriéndose a situaciones extremas en las que se encontrarían– no os
preocupéis de cómo o qué hablaréis, porque se os dará en aquella hora lo que
debéis decir. No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro
Padre será el que hable por vosotros2.
Tendrían una especial asistencia del Paráclito, como la han tenido los
cristianos fieles a lo largo de los siglos en circunstancias similares.
La conducta de tantos mártires cristianos prueba cómo
se ha cumplido en la vida de los fieles aquella promesa que les hizo Jesús. Conmueve
el comprobar la serenidad y la sabiduría de personas a veces de escasa cultura,
incluso de niños, según ha quedado constancia en numerosos documentos. El
Espíritu Santo, que nos asiste aun en las circunstancias de menos relieve, lo
hará de una manera singular cuando debamos confesar nuestra fe en situaciones
difíciles.
El Espíritu Santo, mediante el don de consejo,
perfecciona los actos de la virtud de la prudencia, que se refiere a los medios
que se deben emplear en cada situación. Con mucha frecuencia debemos tomar
decisiones; unas veces en asuntos importantes, otras, en materias de escasa
entidad. En todas ellas, de alguna manera, tenemos comprometida nuestra
santidad. Dios concede el don de consejo a las almas dóciles a la acción del
Espíritu Santo, para decidir con rectitud y rapidez. Es como un instinto divino
para acertar en el camino que más conviene para la gloria de Dios. De la misma
manera que la prudencia abarca todo el campo de nuestro actuar, el Espíritu
Santo, por el don de consejo, es Luz y Principio permanente de nuestras
acciones. El Paráclito inspira la elección de los medios para llevar a cabo la
voluntad de Dios en todos nuestros quehaceres. Nos lleva por los caminos de la
caridad, de la paz, de la alegría, del sacrificio, del cumplimiento del deber,
de la fidelidad en lo pequeño. Nos insinúa el camino en cada circunstancia.
La vida interior de cada uno es el primer campo donde
este don ejerce su acción. Ahí, en el alma en gracia, actúa el Paráclito de una
manera callada, suave y fuerte a la vez. «Es tan hábil para enseñar este
sapientísimo Maestro, que es lo más admirable ver su modo de enseñar. Todo es
dulzura, todo es cariño, todo bondad, todo prudencia, todo discreción»3.
De estas «enseñanzas» y de esta luz en el alma vienen esos impulsos, las
llamadas a ser mejores, a corresponder más y mejor. De aquí vienen esas
resoluciones firmes, como instintivas, que cambian una vida o son el origen de
una mejora eficaz en las relaciones con Dios, en el trabajo, en el actuar concreto
de cada día.
Para dejarnos aconsejar y dirigir por el Paráclito
debemos desear ser por entero de Dios, sin poner conscientemente límites a la
acción de la gracia; buscar a Dios por ser Quien es, infinitamente digno de ser
amado, sin esperar otras compensaciones, tanto en los momentos en que todo se
presenta más fácil como en situaciones de aridez. «A Dios hay que buscarle,
servirle y amarle desinteresadamente; ni por ser virtuoso, ni por adquirir la
santidad, ni por la gracia, ni por el Cielo, ni por la dicha de poseerle, sino
solo por amarle; y cuando nos ofrece gracias y dones, decirle que no, que no
queremos más que amor para amarle; y si nos llega a decir pídeme cuanto
quieras, nada, nada le debemos pedir; solo amor y más amor, para amarle y más
amarle»4. Y con el amor a Dios llega todo lo que puede saciar el
corazón del hombre.
II. El don de
consejo supone haber puesto los demás medios para actuar con prudencia: recabar
los datos necesarios, prever las posibles consecuencias de nuestras acciones,
echar mano de la experiencia en casos análogos, pedir consejo oportuno cuando
el asunto lo requiera... Es la prudencia natural, que resulta esclarecida por
la gracia. Sobre ella actúa este don; es el que hace más rápida y segura la
elección de los medios, la respuesta oportuna, el camino que debemos seguir.
Existen casos en los que no es posible aplazar la decisión, porque las
circunstancias requieren una respuesta segura e inmediata, como la que dio el
Señor a los fariseos que le preguntaban con mala fe si era lícito o no pagar el
tributo al César. El Señor pidió una moneda con que se pagaba el tributo, y les
preguntó: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Le respondieron:
del César. Entonces les dijo: Dad, pues, al César lo que es del César y a Dios
lo que es de Dios. Al oírlo se quedaron admirados y dejándole se marcharon5.
El don de consejo es de gran ayuda para mantener una
conciencia recta, sin deformaciones, pues, si somos dóciles a esas luces y
consejos con que el Espíritu Santo ilumina nuestra conciencia, el alma no se
evade ni autojustifica ante las faltas y los pecados, sino que reacciona con la
contrición, con un mayor dolor por haber ofendido a Dios. Este don ilumina con
claridad el alma fiel a Dios para no aplicar equivocadamente las normas
morales, para no dejarse llevar por los respetos humanos, por criterios del
ambiente o de la moda, sino según el querer de Dios. El Paráclito advierte, por
sí o por otros, acerca de la senda recta y señala los caminos a seguir, quizá
distintos de los que sugiere el «espíritu del mundo». Quien deja de aplicar las
normas morales, importantes o menos importantes, a su conducta concreta es
porque prefiere hacer su antojo antes que cumplir la voluntad de Dios.
Ser dóciles a las luces y mociones interiores que el
Espíritu Santo inspira en nuestro corazón de ningún modo excluye «el que se
consulte a los demás, ni el que se escuchen humildemente las directrices de la
Iglesia. Al contrario, los santos se han mostrado siempre presurosos a
someterse a sus superiores, con el convencimiento de que la obediencia es el
camino real, el más rápido y seguro, hacia la santidad más alta. El Espíritu
Santo inspira Él mismo esta filial sumisión a los legítimos representantes de
la Iglesia de Cristo: Quien a vosotros oye, a mí me oye, y el que a
vosotros desecha a mí me desecha (Lc 10, 16)»6.
III. Este
don de consejo es particularmente necesario a quienes tienen la misión de
orientar y guiar a otras almas. Santo Tomás enseña que «todo buen consejo
acerca de la salvación de los hombres viene del Espíritu Santo»7.
Los consejos de la dirección espiritual –por los que tantas veces y de modo tan
claro nos habla el Espíritu Santo– debemos recibirlos con la alegría de quien
descubre una vez más el camino, con agradecimiento a Dios y a quien hace sus
veces, y con el propósito eficaz de llevarlos a la práctica. En ocasiones estos
consejos tienen particulares resonancias en el alma de quien las recibe,
promovidas directamente por el Espíritu Santo.
El don de consejo es necesario para la vida diaria,
tanto para los propios asuntos como para aconsejar a nuestros amigos en su vida
espiritual y humana. Este don corresponde a la bienaventuranza de los
misericordiosos8,
pues «hay que ser misericordiosos para saber dar discretamente un consejo
saludable a quienes de él tienen necesidad; un consejo provechoso, que lejos de
desalentarles les anime con fuerza y suavidad al mismo tiempo»9.
Hoy pedimos al Espíritu Santo que nos conceda ser
dóciles a sus inspiraciones, pues el mayor obstáculo para que el don de consejo
arraigue en nuestra alma es el apegamiento al juicio propio, el no saber ceder,
la falta de humildad y la precipitación en el obrar. Facilitaremos la acción de
este don, si nos acostumbramos a llevar a la oración las decisiones importantes
de nuestra vida: «no tomes una decisión sin detenerte a considerar el asunto
delante de Dios»10;
si procuramos despegarnos del propio criterio: «no desaproveches la ocasión de
rendir tu propio juicio», aconseja San Josemaría Escrivá11;
si somos completamente sinceros a la hora de pedir un consejo en la dirección
espiritual, o a la hora de hacer una consulta moral en algún asunto que nos
afecta muy directamente: de ética profesional, o para valorar si Dios pide más
generosidad para formar una familia numerosa... Si somos humildes, si
reconocemos nuestras limitaciones, sentiremos la necesidad, en determinadas
circunstancias, de acudir a un consejero. Entonces no acudiremos a uno
cualquiera, «sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos
sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer;
hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto (...). En
nuestra vida encontramos compañeros ponderados, que son objetivos, que no se
apasionan inclinando la balanza hacia el lado que les conviene. De esas
personas, casi instintivamente, nos fiamos; porque, sin presunción y sin ruidos
de alharacas, proceden siempre bien, con rectitud»12.
El que me sigue no anda en tinieblas, sino que tendrá
la luz de la vida13.
Si procuramos seguir al Señor cada día de nuestra vida, no nos faltará la luz
del Espíritu Santo en todas las circunstancias. Si tenemos rectitud de
intención, no permitirá Él que caigamos en el error. Nuestra Madre del Buen
Consejo nos conseguirá las gracias necesarias, si acudimos a Ella con la
humildad del que sabe que por sí solo tropezará y tomará frecuentemente sendas
equivocadas.
1 Sal 32,
8. —
2 Mt 10,
19-20. —
3 Francisca
Javiera del Valle, Decenario al Espíritu Santo, Rialp, 4ª
ed., Madrid 1974, p. 96. —
4 ídem, loc.
cit. —
5 Mt 22,
20-22. —
6 M.
M. Philipon, Los dones del Espíritu Santo, Palabra, Madrid
1983, pp. 273-274. —
7 Santo
Tomás, Sobre el Padrenuestro, en Escritos de
Catequesis, Rialp, Madrid 1975, p. 153. —
8 ídem, Suma
Teológica, 2-2, q. 52, a. 4. —
9 R.
Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior,
Palabra, 9ª ed., Madrid 2003, vol. II, p. 637. —
10 San
Josemaría Escrivá, Camino, n. 266. —
11 Ibídem,
n. 177. —
12 ídem, Amigos
de Dios, 86 y 88. —
13 Jn 8,
12.
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