Francisco Fernández-Carvajal 10 de junio de
2019
— La tibieza.
— La verdadera piedad, los sentimientos y la aridez
espiritual.
— Hemos de ser sal de la tierra. Necesidad
de la vida interior.
I. El Señor dice a
sus discípulos que son la sal de la tierra1; realizan
en el mundo lo que la sal en los alimentos: los preserva de la corrupción y los
hace agradables y sabrosos al paladar. Pero la sal se puede desvirtuar o corromper.
Entonces es un estorbo. Es, junto al pecado, lo más triste que le puede ocurrir
a un cristiano: estar para dar luz a muchos y ser oscuridad; ser un indicador
del camino y estar tirado en el suelo; estar puesto para ser fortaleza de
muchos y no tener sino debilidad.
La tibieza es una enfermedad del alma que afecta a la
inteligencia y a la voluntad, y deja al cristiano sin fuerza apostólica y con
una interioridad triste y empobrecida. Comienza esta enfermedad por una
voluntad debilitada, a causa de frecuentes faltas y dejaciones culpables;
entonces, la inteligencia no ve con claridad a Cristo en el horizonte de su
vida: queda lejano por tanto descuido en detalles de amor. La vida interior va
sufriendo un cambio profundo: no tiene ya como centro a Jesucristo; las prácticas
de piedad quedan vacías de contenido, sin alma y sin amor. Se hacen por rutina
o costumbre, no por amor.
En este estado se pierde la prontitud y la alegría en
lo que a Dios se refiere, que son características de un alma enamorada. Un
cristiano tibio «está de vuelta», es un «alma cansada» en el empeño por
mejorar; Cristo está desdibujado en el horizonte de su vida. El alma ve al
Señor, en todo caso, como una figura lejana, inconcreta, de rasgos poco
definidos, quizá indiferente; y ya no realiza las afirmaciones de generosidad
de otros tiempos: se conforma con menos2.
Santo Tomás señala como característico de este estado
«una cierta tristeza, por la que el hombre se vuelve tardo para realizar actos
espirituales a causa del esfuerzo que comportan»3.
Las normas de piedad y de devoción son más una carga mal soportada que un motor
que empuja y ayuda a vencer las dificultades.
Son muchos los cristianos sumidos en la tibieza,
existe mucha sal desvirtuada. Pensemos hoy en la oración si
caminamos nosotros con la firmeza que Jesús nos pide, si cuidamos la oración
como el tesoro que permite que la vida interior no se pare, si alimentamos
nuestro amor. Pensemos si, ante las flaquezas y faltas de correspondencia a la
gracia, nacen con prontitud los actos de contrición que reparan la brecha que
había abierto el enemigo.
II. No se puede
confundir el estado del alma tibia con la aridez en los actos de piedad
producida a veces por el cansancio o la enfermedad, o por la pérdida del
entusiasmo sensible. En estos casos, a pesar de la sequedad, la voluntad está
firme en el bien. El alma sabe que se encamina directamente a Cristo, aunque
esté pasando por un pedregal en el que no encuentra una sola fuente y las
piedras dañan sus piernas. Pero sabe dónde está la cima, y se dirige
derechamente allí, a pesar del cansancio y de la sed y del mal terreno que
pisa.
En la aridez, aunque el alma no tenga
ningún sentimiento y parezca trabajoso el trato con Dios, permanece la
verdadera devoción, que Santo Tomás de Aquino define como la «voluntad decidida
para entregarse a todo lo que pertenece al servicio de Dios»4.
Esta «voluntad decidida» se vuelve débil en el estado de tibieza: tengo
contra ti –dice el Señor– que has perdido el fervor de la
primera caridad5,
que has aflojado, que ya no me quieres como antes. La persona que mantiene con
empeño la oración aun en época de aridez, de falta de sentimientos, se
encuentra quizá como quien saca agua de un pozo, cubo a cubo: una jaculatoria y
otra, un acto de desagravio... Es trabajoso y cuesta esfuerzo, pero saca agua.
En la tibieza, por el contrario, la imaginación anda suelta, no se rechazan con
empeño las distracciones voluntarias y prácticamente se abandona la oración con
la excusa de que no se saca fruto de ella. Sin embargo, el verdadero trato con
Dios, aun con aridez, si así el Señor lo permite, siempre está
lleno de frutos, en cualquier circunstancia, si existe una voluntad recta y
decidida de estar con Él.
Hemos de recordar ahora, en la presencia de Dios, que
la verdadera piedad no es cuestión de sentimiento, aunque los afectos sensibles
son buenos y pueden ser de gran ayuda en la oración, y en toda la vida
interior, porque son parte importante de la naturaleza humana, tal como Dios la
creó. Pero no deben ocupar el primer lugar en la piedad; no son la parte
principal de nuestras relaciones con el Señor. El sentimiento es ayuda y nada
más, porque la esencia de la piedad no es el sentimiento, sino la voluntad
decidida de servir a Dios, con independencia de los estados del ánimo, ¡tan
cambiante!, y de cualquier otra circunstancia. En la piedad no debemos dejarnos
llevar por el sentimiento sino por la inteligencia, iluminada y ayudada por la
fe. «Guiarme por el sentimiento es dar la dirección de la casa al criado y
hacer abdicar al dueño. No es malo el sentimiento, sino la importancia que se
le señala...»6.
La tibieza es estéril, la sal desvirtuada no
vale sino para tirarla fuera y que la pisotee la gente7.
Por el contrario, la aridez puede ser señal positiva de que el
Señor desea purificar a ese alma.
III. Los
hombres podemos ser causa de alegría o de tristeza, luz u oscuridad, fuente de
paz o de inquietud, fermento que esponja o peso muerto que retrasa el camino de
otros. Nuestro paso por la tierra no es indiferente: ayudamos a otros a
encontrar a Cristo o los separamos de Él; enriquecemos o empobrecemos. Y nos
encontramos a tantos amigos, compañeros de profesión, familiares, vecinos...,
que parecen ir como ciegos detrás de los bienes materiales, que los alejan del
verdadero Bien, Jesucristo. Van como perdidos. Y para que el guía de ciegos no
sea también ciego8 no
basta saber de oídas, por referencias; para ayudar a quienes tratamos no basta
un vago y superficial conocimiento del camino. Es necesario andarlo, conocer
los obstáculos... Es preciso tener vida interior, trato personal diario con
Jesús, ir conociendo cada vez con más profundidad su doctrina, luchar con
empeño por superar los propios defectos. El apostolado nace de un gran amor a
Cristo.
Los primeros cristianos fueron verdadera sal
de la tierra, y preservaron de la corrupción a personas e instituciones, a
la sociedad entera. ¿Qué ha ocurrido en muchas naciones para que los cristianos
den esa triste impresión de incapacidad para frenar la ola de corrupción que
irrumpe contra la familia, la escuela, las instituciones...? Porque la fe sigue
siendo la misma. Y Cristo vive entre nosotros como antes, y su poder sigue
siendo infinito, divino. «Solo la tibieza de tantos miles, millones de
cristianos, explica que podamos ofrecer al mundo el espectáculo de una
cristiandad que consiente en su propio seno que se propale todo tipo de
herejías y barbaridades. La tibieza quita la fuerza y la fortaleza de la fe y
es amiga, en lo personal y lo colectivo, de las componendas y de los caminos
cómodos»9. Existen muchas realidades, en el terreno personal y en el
público, que se hacen difíciles de explicar si no tenemos en cuenta que la fe
se ha dormido en muchos que tenían que estar bien despiertos, vigilantes y
atentos; y el amor se ha apagado en tantos y tantos. En muchos ambientes, lo
«normal cristiano» es lo tibio y mediocre. En los primeros cristianos lo
«normal» era lo «heroico de cada día» y, cuando se presentaba, el martirio: la
entrega de la propia vida en defensa de su fe.
Cuando el amor se enfría y la fe se adormece, la sal
se desvirtúa y ya no sirve para nada, es un verdadero estorbo. ¡Qué pena si un
cristiano fuera un estorbo! La tibieza es con frecuencia la causa de la
ineficacia apostólica, pues entonces lo poco que se realiza se convierte en una
tarea sin garbo humano ni sobrenatural, sin espíritu de sacrificio. Una fe
apagada y con poco amor ni convence ni encuentra la palabra oportuna que
arrastra a los demás a un trato más profundo e íntimo con Cristo.
Pidamos fervientemente al Señor esa fuerza para
reaccionar. Seremos sal de la tierra si mantenemos diariamente
un trato personal con el Señor, si nos acercamos cada vez con más fe y amor a
la Sagrada Eucaristía. El amor ha sido, y es, el motor de la vida de los
santos. Es la razón de ser de toda vida entregada a Dios. El amor da alas para
superar cualquier obstáculo personal o del ambiente. El amor nos hace
inconmovibles ante las contrariedades. La tibieza se detiene ante la más
pequeña dificultad (una carta que debemos escribir, una llamada, una visita,
una conversación, la carencia de algunos medios...): hace una montaña de un
grano de arena. El amor de Dios, por el contrario, hace un grano de arena de
una montaña, transforma el alma, le da nuevas luces y le abre horizontes
nuevos, la hace capaz de más altos empeños y de capacidades desconocidas. El
amor no regatea esfuerzos, ni le falta la alegría al llevarlos a cabo.
Al terminar nuestra meditación, acudamos confiadamente
a la Santísima Virgen, modelo perfecto de la correspondencia amorosa a la
vocación cristiana, para que aparte eficazmente de nuestra alma toda sombra de
tibieza. Y le pedimos también a los Ángeles Custodios que nos hagan ser
diligentes en el servicio de Dios.
1 Mt 5,
13. —
2 Cfr. F.
Fernández Carvajal, La tibieza, Palabra, 12ª ed., Madrid
2001, —
3 Santo
Tomás, Suma Teológica, 1, q. 63, a. 2. —
4 Santo
Tomás, o. c., 2-2, q. 82, a. 1. —
5 Apoc 2,
4. —
6 J.
Tissot, La vida interior, p. 100. —
7 Mt 5,
13. —
8 Cfr. Mt 15,
14. —
9 P.
Rodríguez, Fe y vida de fe, p. 142.
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