IBSEN MARTÍNEZ 02 de agosto de 2016
El
obsequio protocolar favorito de Hugo Chávez era una réplica de la llamada
“espada de Bolívar”, una joya de oro, diamantes y rubíes, idéntica a la que el
Congreso Constituyente del Perú ofrendó a Simón Bolívar en 1826, después de
Ayacucho, la batalla que puso fin al dominio español en Suramérica.
Junto
con la espada, y a instancias del Congreso, el Ayuntamiento de Lima obsequió a
Bolívar un millón de pesos que, por entones, equivalían a un millón de dólares.
La espada y el millón de pesos condensaban la clara intención de lisonjear al
jefe de un ejército de ocupación que nadie había invitado a liberar al Perú del
yugo español.
Bolívar
aceptó halagadísimo la espada y los títulos que venían con ella, pero rehusó la
plata. El Libertador había hecho solemne promesa de que, una vez ganada la
libertad del Perú, volvería a Colombia “con mis hermanos de armas, sin tomar un
grano de arena del Perú”. Pero a comienzos de 1825, dos meses después de la
derrota definitiva del imperio español en América, Bolívar no lucía dispuesto a
marcharse.
Los
congresistas peruanos dieron muestra de donosa obstinación y volvieron a la
carga sugiriendo a Bolívar “destinar dicho millón a obras de beneficencia a
favor del dichoso pueblo [Caracas] que le vio nacer”. Bolívar respondió,
molesto: “Sea cual sea la tenacidad del Congreso Constituyente, no habrá poder
humano que me obligue a aceptar un don que [a] mi conciencia repugna”. Los
congresistas se declararon entonces resueltos a no dejarse vencer en “la
hermosa contienda” y, motu proprio, destinaron directamente el millón “al
pueblo que vio nacer” al Libertador.
Todo
indica que Bolívar consideró que una nueva repulsa de su parte podría
interpretarse como descortesía y dio las gracias. “De este rasgo de urbanidad
–escribe con sorna el escritor venezolano Ramón Díaz Sánchez – el Ayuntamiento
caraqueño dedujo tener derechos particulares sobre el millón”.
Más de
veinte años después de la muerte de Bolívar, ya en la década de 1850, un
político liberal, muy despabilado, llamado Antonio Leocadio Guzmán, se lanzó a
una personal “campaña del Sur” para recuperar para el Ayuntamiento caraqueño el
dinero que Bolívar había desdeñado en el Perú, país que, por entonces, vivía el
boom del guano.
Las
autoridades de Lima hicieron ver muy cortésmente a Guzmán que el Libertador
había renunciado inequívocamente al milloncejo. Pero Guzmán guardaba
tecnicismos legales bajo la manga.
Acosado
por el educador inglés Joseph Lancaster, acreedor de la naciente Gran Colombia,
y a quien se había contratado como asesor de instrucción pública, Bolívar había
ordenado pagar los honorarios del consejero– unos 20.000 pesos– con cargo al
millón del Perú.
Luego
– argumentaba Guzmán – Bolivar había dispuesto del dinero, señal de que lo
había aceptado y hecho suyo. Sus muchos herederos, que habían designado a
Guzmán como apoderado universal, tenían, pues, derechos sobre el millón de
pesos.
Mucha
gente en Lima se alegró de que el millón de Simón Bolívar no se hubiese esfumado
del todo y fuese todavía cosa tangible y repartible. Es fama que, antes de
regresar a Venezuela, su gran amigo, el presidente del Perú, José Rufino
Echenique, adelantó gustosamente a Guzmán bonos de la deuda pública peruana,
con cargo a la factura de guano, un commodity entonces tan valioso que ríete
del crudo liviano saudita.
Los
dineros se fueron quedando en el camino – ¡demasiados peajes, demasiados
Echeniques!–, pero, con todo, el hábil Guzmán obtuvo una comisión que no fue
precisamente calderilla.
Aunque
tarde e incompleto, el millón de Bolívar llegó a Caracas, tal como desearon los
agradecidos constituyentes peruanos en 1825.
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