IBSEN MARTÍNEZ 16 de agosto de 2016
Vine a
caer en cuenta de que Fidel Castro acaba de cumplir ¡90 años! leyendo los
portales de la prensa digital.
Nicolás
Maduro, superlativo admirador venezolano del cumpleañero, ha volado a La Habana
para la ocasión y las fotos nos lo muestran, risueño y de lo más peripuesto,
con esa especie de guayabera militarizada que suele vestir, acaso para fundirse
mejor con la sargentería bolivariana y sentirse más a tono con sus jefes: los
narcogenerales del cártel de Diosdado Cabello.
En
cuanto a la significación que para América Latina pueda tener el que Fidel
Castro, inminente motivo de los cultos funerarios de la izquierda mundial,
llegue gateando y acezante a los 90 años, no creo que pueda añadirse nada más a
lo que el brillante escritor cubano Rafael Rojas publicó hace pocos días en estas
mismas páginas. Ni decirlo mejor.
Me
ocuparé, más bien, de algo que, a un mismo tiempo, me irrita y me entristece.
Lo traigo a esta bagatela semanal porque sé que el asunto entristece a
muchísimos otros venezolanos.
Me
refiero a uno de los efectos rara vez contemplados en sus análisis por los
especialistas en política internacional. La verdad, no tendrían por qué
considerarlo: no es tema que caiga en el ámbito de sus competencias.
La
cosa es ésta: resulta desolador que los venezolanos deban a Hugo Chávez, máximo
oficiante del culto en vida a Fidel Castro y su catastrófica revolución, el
haber desarrollado una casi total abominación por todo lo cubano, por la
“cubanía”, la cubanidad, la “condición cubana”; en fin, como quiera usted
llamar a la cálida magia empática que los cubanos dispensaron siempre entre
nosotros. Es algo que habría sido inconcebible en Venezuela hace apenas unos
lustros.
No
exagero al decir que, en Venezuela, contar con un amigo cubano fue siempre como
contar con un amuleto viviente contra la mala suerte.
Recuerdo
al primer cubano que ví de cerca alguna vez. Se llamaba, y sigue llamándose José
Tartabull, y fue por muchos años jugador profesional de béisbol. Llegó a jugar
con los Medias Rojas de Boston y, creo que también con el Kansas City, pero en
Venezuela jugaba para mi equipo, los Leones del Caracas. Igual que Sandy
Amorós, Tartabull era zurdo y jugaba en el jardín izquierdo.
Yo no
tendría arriba de 13 años cuando la pandilla con que solía ir al parque de
béisbol avistó a Tartabull, después de un partido dominical. Así que este
cuento debió ocurrir en 1964.
Estaba
Tartabull parado en una “arepera” de la avenida Roosevelt, introduciendo a un
lanzador gringo, llamado Ken Rowe, en las delicias de la arepa rellena.
Recuerdo que los acompañamos a hasta su alojamiento, un apartohotel cercano,
asaeteando a Tartabull con toda clase de preguntas idiotas sobre si no le
resultaba incómodo, antinatural, patrullar el jardín izquierdo siendo zurdo.
Nos
gustó oírlo hablar, nos gustó su acento, nos gustó el “tumbao” con que caminaba
llevando su maletín al hombro, la naturalidad con que se había amañado a nuestro
país. Lo que trato de decir es que, más que el hecho de que aquella estrella
jugase para nuestro equipo, nos hizo felices constatar cuán chéveremente
familiar podía resultar un cubano en Venezuela.
Hoy,
cuarenta años más tarde, y después de tres lustros de parasitario protectorado
castrista, servilmente promovido por el chavismo, me hieren las palabras de una
mujer del pueblo venezolano, proferidas con supremo e insolidario rencor, al
comentar la suerte de un médico cubano abaleado por el hampa caraqueña.
”Que
se joda”, se le escuchó decir. “ El cubano bueno viene por tierra”.
No es
la única que piensa así
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